(Gregorio Delgado del Río).- Desde hace siglos -otra cosa es que algunos no han querido enterarse-, era un hecho constatado la manifiesta decadencia y retroceso progresivo del papel que desempeñaban de hecho los sistemas religiosos, las Iglesias oficiales y, en definitiva, la religión.
Las diferentes Iglesias y tendencias cristianas que tan intensamente habían intervenido en la visión occidental de la identidad humana y de su función en el mundo, fueron, de modo gradual, “perdiendo el control sobre la sensibilidad y la existencia cotidiana” (Steiner). En el fondo, “el núcleo religioso del individuo y la comunidad degeneró en convención social (…). Para la gran mayoría de hombres y mujeres pensantes -incluso allí donde la asistencia a la Iglesia continuaba-, las fuentes vitales de la teología, de una convicción doctrinal sistemática y transcendental, se habían agotado” (Ibidem).
Al menos esto era así en una visión generalizada de la sociedad occidental. En esa dirección, marcharon durante mucho tiempo las preocupaciones e inquietudes humanas. Con diferente intensidad -es cierto- en lugares distintos, pero indudable. Se produciría una gran vacío como consecuencia de la erosión de la teología, que pretendió sustituirse con nuevas energías y visiones de la realidad.
En ese marco general de cierta descomposición de la doctrina cristiana, surgió lo inevitable: la reforma luterana. El Primado romano no supo aceptar la verdad de muchos de los certeros ataques de que fue objeto y reaccionó con una enemistad (anatema excluyente) sin parangón. Toda la Iglesia entró en shock ultradefensivo y estéril. Se consolidó la división religiosa. Se bloqueó todo intento de reforma sensata y se inutilizó para una presencia efectiva en el mundo moderno y, por tanto, en los grandes cambios y transformaciones, que iban a producirse hasta nuestros días.
Es más, también se ha de reconocer que el intento de llenar el vacío existente mediante nuevas energías sustitutorias (‘mitologías‘) fracasó igualmente y no han sido otra cosa que ilusiones. Así lo ha interpretado Steiner: “La promesa marxista ha fracasado cruelmente. El programa de liberación freudiana se ha cumplido sólo muy parcialmente. El pronóstico de Lévi-Strauss es de irónico castigo”. Tales mitologías religiosas se han mostrado y llegado a nosotros -utilizando el veredicto de Steiner para el marxismo- como “una de esas grandes iglesias vacías”. Sin embargo, el problema de fondo subsistió: el hambre de lo absoluto del ser humano.
Hubo, sin embargo, una muy limitada oportunidad con Juan XXIII y el Concilio Vaticano II. Pero, se malogró. Siguieron muy activas ciertas fuerzas internas, empeñadas en neutralizar sus efectos reformadores (airear las estancias) a fin de ‘relativizar’ y ‘aguar’ el impulso conciliar. A fuer de objetivo, he de reconocer que tuvieron pleno éxito. La política restauracionista de los últimos papas legó al Cardenal bonaerense una Iglesia muy gravemente enferma. Precisamente, en base a este diagnóstico, se explica el encargo que se le hizo: aplicarle una ‘terapia causal’, como había recetado Hans Küng. Esto es, ir a las verdaderas causas de la enfermedad, combatir los procesos patógenos y, en caso necesario, extirpar ciertos abscesos. Había que cambiar el rumbo. No se podía seguir en la misma dinámica.
Diagnosis de ciertos rumbos
Ahora bien, no conviene engañarse. La realidad es muy tozuda. Ciertas cosas ya no volverán. La descristianización de la sociedad es realidad palpable en todo Occidente. Las Iglesias están vacías. Los católicos no rigen su vida temporal de acuerdo con su fe y apenas están presentes en las decisiones sociales y políticas.
Tal descristianización también se aprecia en otros países en la medida en que acceden a un cierto desarrollo económico. Estamos ya en un contexto post secular en el que prima el pluralismo en todos los ámbitos y una civilizada laicidad. No hay que darle vueltas ni hacerse la ilusión de ‘volver atrás’. Los tiempos pasados que tanto añoran algunos no volverán. Tales “nostalgias” son, como ha subrayado el cardenal Angelo Scola, meros “sueños abstractos”.
¡Sabía reflexión! Ya no tienen sentido muchos anhelos y aspiraciones de tantos fundamentalismos e integrismos. Son pasado. ¿Por qué no se acepta esta realidad con todas las consecuencias que conlleva?
Tampoco la Iglesia, en mi opinión, podrá imponer a la sociedad su visión sobre el hombre, el mundo y las relaciones humanas. En todo caso, no en el modo en que parece percibirse cuando uno escucha voces y propuestas de cierta Jerarquía y/o de creadores de opinión pública, supuestamente en sintonía con Francisco. El estado actual democrático y de derecho -no se debe de olvidar- es muy plural y, por tanto, es laico. En esta línea, se puede aspirar (difícil empeño) a concertar con el poder político una cierta recomposición y redimensión de las actuales relaciones mutuas. Esto es, se puede buscar el activar (dentro del marco legal) un mayor compromiso político del católico, una efectiva cooperación en orden a proponer (oferta) junto con otras fuerzas concurrentes ideas y acciones concretas al servicio de la dignidad del hombre, Pero -no nos equivoquemos- el Estado no es teocrático: no se rige por el Evangelio. Con el noble afán de influir en la sociedad del momento, tan descristianizada, se corre el riesgo de hacerlo -en nombre de Francisco- en los mismos términos que ciertos integrismos.
En la vigente situación de postsecularismo, en efecto, me parece que la respuesta de la Iglesia (al anhelo de absoluto del hombre) debería orientarse prioritariamente a “dar testimonio” del mensaje cristiano (Cardenal Scola)., esto es, a sembrar. Francisco ha insistido proféticamente en ello desde el primer momento de su pontificado. El Cardenal Tobin lo ha expresado de modo inequívoco: “El reto más grande al que la Iglesia se enfrenta hoy es el abismo entre la fe y la vida”. También en la misma dirección se puede aludir al reciente libro (Sólo el Evangelio es revolucionario) del Cardenal Maradiaga y a las reflexiones (RD) de José Antonio Pagola: “su tarea es sembrar, no cosechar“ o “Tarde o temprano, los cristianos sentiremos la necesidad de volver a lo esencial. Descubriremos que solo la fuerza de Jesús puede regenerar la fe en la sociedad descristianizada de nuestros días”.
Entiendo que abrazar este último rumbo (el del testimonio) es complicado. Obliga a mucho en el modo de vivir la vida. Es más fácil decir a los demás (sermonear) qué han de hacer o qué se ha de reformar. Se suelta y punto. Lo difícil es cambiar la vida personal (conversión) en coherencia con la fe que decimos profesar. Esta es la verdadera reforma pendiente.
Sólo cuando los cristianos seamos capaces de volver a lo esencial (testimonio de vida), seremos creíbles y fiables (respetados) en el mundo. A partir de aquí, gozaremos de autoridad para concurrir en la sociedad con nuestra visión del hombre, del mundo y de las relaciones humanas en todos sus ámbitos. Eso sí, siempre en forma de propuesta y oferta.
Fuente Religión Digital
Espiritualidad, Iglesia Católica
Concilio Vaticano II, Iglesia Católica, Juan XXIII, Laicidad, Nostalgias, Testimonio
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