Felipe Manuel Nieto Fernández
Vicario Parroquial de la Santísima Trinidad
Madrid.
ECLESALIA, 09/04/18.- A ver, he comenzado mi oración, como siempre que me encuentro con el evangelio expresando nuestra relación con los demás: diciéndome por qué lo primero que me viene a la cabeza es la indebida traducción de la parábola del ‘pobre Lázaro’ (aquí tengo que hacer ejercicio mental para no titular la perícopa evangélica como el rico epulón: ¡que el protagoniza es Lázaro, por Dios!, me digo a mi mismo) a imperativos éticos, especialmente los que tienen que ver con la moralidad entendida como conducta ‘políticamente correcta’. Y digo políticamente como el adverbio inglés ‘politely’, es decir amablemente, correctísimo, todo lo cortésmente necesario para la buena convivencia. O de otra manera, pensar y actuar así que implica aceptar sin preguntar el do ut des, da para que te den. Está en la regla de oro del utilitarismo.
Aquí, lo que está en juego es una obligación para saber ver al que es hermano, para cambiar yo de conducta. Tiene que ver con el pathos, las entrañas, no con el ethos (costumbre, norma). Las mismas entrañas de Jesús que se le remueven y abrazan al leproso, saltándose la ley y prohibición de ni siquiera tocarlos; las mismas lágrimas de desconsuelo ante la tumba de otro Lázaro, su amigo, en Betania; cómo nota que algo se mueve en su interior cuando una mujer enferma, a pesar de una multitud que le está tocando, le pasa la mano por la orla de su manto; el corazón que le da un vuelco al cruzarse con un entierro, ¡es el hijo de una viuda! Sin él la mujer va a quedar arrogada al desamparo, el ostracismo y la miseria, un vuelco que le lleva a resucitarlo. Y paré de recordar iconos de entrañas de misericordia, porque se me amontonaban en la memoria por casi incontables.
Qué hizo mal, qué fue lo incorrecto a los ojos de Dios Padre el rico ‘epulón’, incluso visto como algo cruel por parte de las personas de buena voluntad: pues casi evidente hasta para nuestros ojos; en un momento del camino de su desarrollo pleno como persona, hizo de las riquezas su dios. Este dios mató su corazón, su sensibilidad y su humanidad, se quedó sin entrañas, pues a su alrededor ya no existían otras personas más que su sí, mí, me, conmigo mismo.
¿Cómo iba a poder ver a aquel pobre hombre despreciable o llegar a saber su nombre siquiera -Lázaro- tumbado a la puerta de su palacio esperando algunas sobras para comer? ¿no es esta misma pregunta la que me hago cuando me arrogo el derecho para decidir la invisibilidad de mi hermano, cuando al pecho cargo con la cota de malla de mis apegos y mis propios desamparos? Me pregunto más, está vez sin querer ni pronunciar en alto lo que contestó Caín a Dios, ¿es que acaso soy yo el guardián de mi hermano?
Pero aún queda la mejor parte: cuando se acordó de sus hermanos, justo al desvelarse su corazón acorazado para las desdichas ajenas. ¡Qué se salven los míos! Aún hay tiempo, ellos llevaban el mismo camino equivocado que él y le pidió a Abrahán: ¡que vaya Lázaro a avisarles! Pero ¿Serviría para algo ese testimonio de Lázaro siendo como era un pobre lleno de llagas, tumbado a la puerta de la casa y al que sólo los perros se acercaban? Se burlarán de él diciendo: ¡Qué nos puede enseñar un hombre tan miserable! ¡Qué sabrá él de la “otra vida!
Para cambiar su forma de ser y comportarse con los demás como hermanos les bastaría con escuchar el Evangelio y ponerse la mirada de hermano y padre para visibilizar a los demás, al vecino, al próximo, al prójimo. Pero cuantas veces se leen estos textos hoy y no sienten que deban cambiar nada. Piensan que el dinero, lo material e inmaterial que poseen gracias a su esfuerzo se lo han ganado y pueden hacer con él lo que les venga en gana.
Lo que interesa es disfrutar de esta vida y nada más. Todos queremos ser felices, pero el Papa Francisco se ha referido al dinero como el “que roba el alma”. “Las riquezas son buenas y sirven para hacer muchas cosas buenas, para sacar adelante a la familia: ¡esto es verdad! Pero si las acumulas como un tesoro, ¡te roban el alma!”. “El dinero enferma también el pensamiento, y lo hace ir por otro camino. Algunos incluso llegan a considerar la religión como una fuente de ingresos”. “¡Sí, el dinero lo corrompe todo! ¡No hay salida!”.
Por eso en su mensaje para esta Cuaresma nos escribe: “El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. Al igual que me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás”.
No siempre Dios te da lo que le pides, pero siempre te dará lo que de verdad necesitas. Y cuidado, escuchemos bien cuando hacemos la oración de los fieles y decimos roguemos al Señor, amén, que a veces se cumple lo que pedimos .
Nota importante: cuando leemos este texto tenemos que dejar a un lado nuestro imaginario sobre el juicio final, sobre cómo va Dios a hacer justicia con los que en este mundo no han tenido ni la posibilidad de desarrollarse como personas, ni siquiera la de ser feliz. Es un relato compuesto con una lógica narrativa con la suficiente fuerza para ser entendida por los que oían a Jesús. No es Dios ni su seno donde va tras su muerte biológica Lázaro, sino al de Abrahán. ¿No tendríamos que repensarnos todas esas imágenes que ocupan nuestra mente sobre el ‘final’ y el ‘juicio’? Habría que aventurarse por los senderos de otras palabras de Jesús: la del dueño de la viña que paga igual a los que trabajan una hora o doce; o la parábola del samaritano y el prójimo; o el juicio de las naciones sobre lo que hemos hecho a los demás que el dueño del Reino reclama como hecho a él mismo… hay que seguir orando y ayunando mucho para expulsar a esos demonios que no fueron capaces de controlar los discípulos de Jesús.
*Mi agradecimiento a Carlos Latorre, Misionero Claretiano, inspirador de muchas de mis oraciones.
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Espiritualidad
Jesús, Lázaro, Misericordia
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