“Y ahora… ¿qué creo que creo? “, por Gonzalo Haya:.
Hace ya ocho años publiqué un librito con el título “Lo que creo que creo” (ediciones feadulta) en el que reunía mis reflexiones al jubilarme y repensar la teología que había estudiado hacía más de 20 años. Durante estos últimos años se han producido profundos cambios socioculturales – “Paradigmas emergentes” decimos en un grupo de estudio- y ya próximo a la hora de la verdad me pregunto: Y ahora… ¿qué creo?
Quiero compartir estas reflexiones resumidas para compensar mis limitaciones con otros puntos de vista.
Límites del conocimiento
Creo que tenemos tres vías de conocimiento: la experimental, la racional, y la intuición (percepción que se identifica con lo conocido). Simplificando mucho: la ciencia, la filosofía discursiva (vías aristotélicas, esprit de géométrie, que tratan de demostrar) y la sensibilidad ética, estética, o mística. (Vía platónica, esprit de finesse, que solamente pretende mostrar, desvelar aletheia la evidencia). Y sabemos que lo más importante en esta vida -dignidad humana, amor, justicia, y el mismo principio de no contradicción- no se demuestran; se perciben por vía inuitiva. Descartes primero constató que pensaba, y de ahí dedujo “luego existo”.
Las tres vías son válidas pero limitadas, y deben complementarse para rectificar sus inevitables errores y desviaciones. Incluso así, no estamos capacitados (al menos en el estadio actual de la evolución) para comprender la realidad en sí misma, porque la realidad rebasa nuestras limitaciones de espacio-tiempo; sólo podemos vislumbrarla intuitivamente y aspirar a una explicación más o menos coherente de nuestra situación en esa realidad.
La cultura occidental ha valorado el conocimiento experimental y el racional; en cambio la sensibilidad intuitiva destaca más en la cultura oriental, y creo que también es la característica tanto de las personas sencillas como de las geniales. Las personas sencillas pueden equivocarse con la letra, pero aciertan con la música; los “ilustrados” acertamos con la letra, pero desafinamos con la música. Dios se manifiesta a los sencillos (Mt 11,25).
Creer no es saber y, menos aún, demostrarlo; creer es adherirse a una explicación -o a un comportamiento- conscientes de que es una explicación inevitablemente parcial y progresiva, pero nos parece la explicación más adecuada dentro de nuestras posibilidades, y la que coordina mejor los resultados de estas tres vías del conocimiento.
La conciencia
En la portada de aquel librito plasmé su mensaje principal: un puente de tablas sobre un abismo; las débiles barandillas de cuerda eran las creencia, el suelo de tablas era la conciencia ética. La imagen me vino quizás por aquel puente de tablas en Mozambique, hacia 1994; lo atravesamos reponiendo tablas en los huecos que se habían producido.
Hoy me reafirmo. Están cambiando las creencias -las explicaciones- pero mi apoyo más firme es mi conciencia; sé que tiene mucho de subjetivo, que necesita ser completada, pero es la base más sólida por la que puedo avanzar.
Puedo rebatir o dudar de muchas explicaciones filosóficas o religiosas -¿dualidad o no dualidad?- pero no puedo dudar del sufrimiento humano. No puedo dudarlo: aliviar ese sufrimiento es mejor que provocarlo, la empatía compasiva es mejor que el egoísmo. “No quieras para tu prójimo lo que no quieres para ti”, es la regla de oro tanto para laicos como para creyentes de cualquier religión. Esto es algo objetivo, no mera educación o consuelo de débiles.
Un fundamento
Entramos en el terreno de las explicaciones; necesitamos las barandillas del puente para caminar con más seguridad y no ceder al vértigo. He sentido ansiedad al atravesar un puente de cristal. El proceso evolutivo nos ha capacitado para salirnos del presente y proyectarnos hacia el pasado y hacia el futuro, para preguntarnos cómo funcionan las cosas y por qué funcionan, para ampliar nuestro horizonte más allá de las nubes y de las galaxias. Sin embargo no ha conseguido -al menos por ahora- darnos respuestas definitivas a las preguntas más radicales.
¿Por qué existe algo en vez de nada? ¿Por qué la generosidad es mejor que el egoísmo? ¿Por qué es malo abusar de los débiles? ¿En qué consiste el amor?
Cada cultura, y cada época, ha tratado de responder a estas preguntas y ha explicado el fundamento objetivo de esas cuestiones según los conceptos elaborados por su propia filosofía y sus experiencias éticas o místicas.
Creo que mayoritariamente, los que han admitido la necesidad de ese fundamento, lo han concebido como Dios, como un ser necesariamente distinto (porque si fuera igual no serviría de fundamento último) pero necesariamente semejante (porque si fuera totalmente distinto no podríamos pensarlo).
Este Ser y fundamento, visto desde lo racional, es un postulado, un misterio, que ha sido confirmado por la intuición mística y ética de muy diversas culturas. Se ha dicho, con razón, que cada uno de nosotros tiene su propia idea sobre Dios.
En qué Dios creo
El acuerdo más común sobre Dios es que es un misterio indecible. La teología oriental y los místicos tienden a la teología apofática, que se refiere a Dios por negación de los atributos humanos (derivados de nuestra limitada experiencia); la teología positiva prefiere considerar el sentido analógico de los atributos humanos, y después de afirmar algo sobre Dios tiene que reconocer que “tampoco es eso”.
El dilema principal se presenta entre una Realidad única o dual, y entre un Dios personal o impersonal. Actualmente se está extendiendo la idea de la no-dualidad, pero muchos de sus defensores explican que no se trata de un monismo sino de una única realidad fundamental que se manifiesta en diversas formas; “La ola es el mar; pero el mar es más que la ola”. La intuición mística se nos presenta como unidad, pero nuestra mente sólo puede pensar en forma dual.
Creo que Dios tiene, o supera, los atributos personales -conocimiento y amor- pero no es un individuo (una persona considerada independientemente de los demás); me gusta considerarlo como “energía lúcida”.
La imagen más entrañable, a la que no quiero renunciar, es el acercamiento a Dios como Padre, sin embargo creo que la imagen más adecuada a nuestros tiempos es la imagen bíblica de Dios como Espíritu. “Padre” acentúa la dualidad y la distancia; el Espíritu es común a todos nosotros en cualquier tiempo y espacio, pero se diferencia de nosotros.
Actualmente va difundiéndose una concepción de Dios “no teísta”. No niega su existencia, pero defiende a ultranza la auto-nomía humana y rechaza cualquier intervención de Dios en el mundo, especialmente la hetero-nomía y los milagros. Una total autonomía del hombre sería contraria al mensaje del evangelio y nos llevaría a un orgulloso pelagianismo y, lo que es socialmente peor, a las dictaduras de los más poderosos.
Creo que algunos autores consideran que la acción de un Dios trascendente invadiría la autonomía inmanente del hombre; sin embargo la trascendencia de Dios no excluye su inmanencia en el universo y en el hombre. “Intimior intimo meo” (más íntimo que mi misma intimidad) reconocía san Agustín.
Dios es el fundamento de la existencia y de la actividad del hombre, y además lo trasciende. Creo recordar que Lenaers, autor consgarado en esta línea, rechazaba la hetero-nomía pero también la mera auto-nomía, y prefería considerarla teo-nomía, porque Dios es inmanente en el hombre.
Creo en el Dios de Jesús; él lo sintió en su experiencia del Jordán como amor de Padre que le enviaba a anunciar la Buena Noticia de la liberación a sus hijos marginados y oprimidos (Lc 4,17-21). Dios es amor; nosotros tratamos de explicarlo con nuestras categorías actuales, pero sólo comprenderemos a Dios -los cristianos o cualquier ser humano- en la vivencia del verdadero amor.
Seguiré reflexionando sobre Jesús y la Iglesia, de la que formo parte.
Gonzalo Haya
Fuente Fe Adulta
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