Tener vida en su nombre.
¡El Crucificado ha resucitado! Aquel a quien hemos contemplado clavado en una cruz, ¡está vivo!
¿Acaso no lo reconocemos también nosotros? Jesús, que sabe bien de nuestras oscuridades y terquedades, de los miedos y bloqueos que nos habitan, se hace presente en medio de nuestras vidas abriendo las puertas cerradas y pacificando nuestro interior: “paz a vosotros”. Así nos lo repite una y otra vez. Insistentemente. Pacientemente.
Él viene a nuestro encuentro y se empeña en re-crearnos, exhalando su aliento sobre nosotros como lo hizo Dios en el principio de todo. Ahí donde sigue habitando el caos, la incertidumbre y la desconfianza, él ofrece alegría, paz y fortaleza. Alienta nuestra fe y renueva nuestras relaciones personales y comunitarias. Gratuitamente. Con infinito amor. Con el mismo con el que nos anunció la Buena Nueva y nos liberó de nuestras enfermedades. Con el que se puso a nuestros pies para lavarlos. Con el que entregó su vida hasta el final.
Hoy, resucitado, sigue exponiéndose, dejándose tocar sin resistencias, mostrando sus heridas, permitiendo -incluso- que, como Tomás, “metamos el dedo en la llaga”… ¡Qué paradójico resulta! Las señales de la Resurrección se hallan ahí donde antes se encontraban los signos de dolor y muerte. Sólo si asumimos esta realidad podremos testificar, como los primeros discípulos, que ¡el Crucificado ha resucitado!
Sí… ¡El Resucitado es el Crucificado!
Son éstas, sus heridas y llagas en unas manos tendidas y un costado abierto, las señales que el Resucitado nos muestra para que podamos reconocer las cicatrices que nos han curado (Is 53,5). Son éstas las señales que nos muestra para que podamos poner también nuestros ojos en las heridas que siguen abiertas en nuestro mundo, en las manos y costados de tantas hermanas y hermanos, de tantos pueblos, de nosotros mismos. El Resucitado sigue cargando con ellas e invitándonos a tocarlas, a acariciarlas, a acogerlas… a reconciliarnos con las que sea necesario hacerlo, a empeñarnos en la transformación de aquellas que son fruto de la injusticia y del mal.
¡Señor mío y Dios mío!
A este Señor adoramos, en este Dios creemos. En el que siempre nos da una nueva oportunidad para encontrarnos con él y reconocerle vivo a pesar de nuestras cegueras y pesadumbres. En el que siempre coge nuestra mano para acercarla a la herida abierta y mostrarnos, en las huellas dejadas por los clavos, que la muerte no tiene la última palabra. En el que nos convierte, por gracia, en testigos de su presencia.
Que su paz aliente nuestro anuncio alegre para que otros puedan creer y, creyendo, todos tengan vida en su Nombre.
Inma Eibe, ccv
Fuente Fe Adulta
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