Sábado Santo… en silencio ante el Señor.
(Fotografía de Carmelo Blazquez)
Durante el Sábado Santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte hasta que con su resurrección se inauguren los gozos de la Pascua, cuya exuberancia inundará los cincuenta días pascuales.
Hombre en Soledad
Contigo vengo, Dios, porque estás solo
en soledad de soledades prieta.
Conmigo vengo a Ti, porque estoy solo,
sintiendo por el pecho un mar de pena.
Qué tristeza me das, Dios, Dios, sin nadie
que te descanse, Dios, de tu grandeza,
que te descanse de ser Dios, sin nada
que te pueda inquietar o te comprenda.
Qué tristeza me doy, perdido en todo,
y todo mudo, tan lejano y cerca,
cada vez más presente ante mis ojos
en un mutismo que no se revela,
con el corazón loco por saberte,
preguntando en la noche que se adensa.
Con voz de espadas clamo por mi sangre,
rebusco con mis manos en la tierra
y escarbo en mi cerebro con mis ansias.
Y silencio, silencio, mudez tensa.
Dios, pobre mío, todo lo conoces.
Para Ti todo ha sido: nada esperas.
Hasta lo que me duele y no me encuentro
Tú lo conoces ya, porque en mí piensas.
Yo no conozco nada, Dios, y tengo
socavones de amor llenos de inquietas,
oscuras criaturas que me gritan
palabras, no sé dónde, que me queman,
preguntas que me tuercen y retuercen,
sábana viva chorreando estrellas.
Qué compasión me tengo, Dios, pequeño
llamando siempre a la inmutable puerta
con las palmas sangrando, a la intemperie
de mis luces y dudas y tormentas.
Qué compasión te tengo, Dios, tan solo,
siempre despierto, siempre Dios, alerta,
sin un pecho bastante, Dios, Dios mío,
que ofrezca su descanso a tu cabeza.
Cómo me dueles, Dios. Cómo me dueles,
herido por la angustia que te llena,
sin poder descansarte, sin caberte
en mis entrañas ni aun en mis ideas.
No puedo más Contigo, que me rompes
creciendo por mi dentro y por mi fuera,
cercándome, estrechándome, ahogándome,
dejando, sin saberlo, en mí tu huella.
Y soy hombre, Señor. Soy todo caspa
de angustiosa esperanza contrapuesta,
arcilla informe de reseco olvido,
quizá, capricho de tu indiferencia.
Señor, qué solo estás. Cómo estoy solo,
yo con mi carga insoportable a cuestas.
Tú, con todo y sin nada —(¡todo, nada! —
más que Tú, Dios perdido en tu grandeza,
muerto de sed de amor de algo supremo,
Dios, algo que te alegre y que te encienda.
Sin nada superior a Ti creado,
mi voz alzada al límite no llega
a rumor que resbale por tus sienes,
a brisa en tus oídos, que se secan
de no oír desde nunca una palabra
que antes de estar en hombre no supieras,
pobre Creador, Dios mío sin sosiego,
preso en tu creación, en diferencia.
A Ti vengo, Señor, porque estoy solo,
a veces aun sin mí. Pero no temas,
Señor que has puesto en mí necesidades
sin darme el modo de satisfacerlas.
Perplejo, recomido de inquietudes,
de Ti tengo dolor; de mí, conciencia
de ser como no quiero: ser inútil,
vana palabra, humana ventolera
con sabor de cenizas y de ortigas
clavándome alfileres en la lengua,
y un huracán de vida por la carne
que no ha encontrado carne que florezca.
Versos, versos, mas versos, siempre versos,
¿y para qué, Dios mío? Dentro queda
una fuente de llanto sofocado
minándome la hirviente calavera,
sin encontrar salida a la congoja
cada vez más patente. Y todo niebla.
Contigo vengo, Dios, porque estoy solo;
me huyes cada vez, más te me alejas.
¿No tienes qué decirme, Dios, qué darme?
¿No ves, Señor, no ves, Dios, cómo tiembla
este vaho que se alza de mi vida,
hierbecilla perdida que se hiela?
Encallece mi alma, Dios. Haz dura
la mano y la mirada: hazme de piedra.
Quítame el sentimiento que me escuece.
Borra, Señor, con sol, mi inteligencia.
Déjame en paz, en flor, en roca, en árbol,
en muda, resignada, dulce bestia
caminante con ritmo y sin sentido
por un mundo de instintos e inocencia,
o dame con la luz aquel sosiego
original del prado que apacientas
*
Ramón de Garciasol, Hombre en soledad,
***
El Cristo de Velázquez
(Fragmentos)
porque el sol de la vida la ha mirado
El Cristo yacente de Santa Clara (Iglesia de la Cruz) de Palencia
Éste es aquel convento de franciscas,
de la antigua leyenda;
aquí es donde la Virgen toda cielo
hizo por largos años de tornera,
cuando la pobre Margarita, loca,
de eterno amor sedienta,
lo iba a buscar donde el amor no vive,
en el seco destierro de esta tierra.
Éste es aquel convento de las Claras,
las hijas de la dulce compañera
del Serafín de Asís que desde Italia
sembró estas flores en la España nuestra,
blancos lirios del páramo sediento
que en aroma conviértennos la queja.
Las pobres en el claustro que un tenorio
deslumbró con la luz de la tragedia,
llevándose a la pobre Margarita,
con su sed de ser madre, la tornera,
mientras la dulce lámpara brillaba
que ante la Madre Virgen encendiera,
cunan, vírgenes madres, como a un niño,
al Cristo formidable de esta tierra.
Este Cristo, inmortal como la muerte,
no resucita; ¿para qué?, no espera
sino la muerte misma.
De su boca entreabierta,
negra como el misterio indescifrable,
fluye hacia la nada,
a la que nunca llega,
disolvimiento.
Porque este Cristo de mi tierra es tierra.
Dormir, dormir, dormir…, es el descanso
de la fatiga eterna,
y del trabajo del vivir que mata
es la trágica siesta.
No la quietud de paz en el ensueño,
sino profunda inercia,
y cual doliente humanidad, en la sima
de sus entrañas negras,
en silencio montones de gusanos
le verbenean.
Cristo que, siendo polvo, al polvo ha vuelto;
Cristo que, pues que duerme, nada espera.
Del polvo prehumano con que luego
nuestro Padre del cielo a Adán hiciera
se nos formó este Cristo tras-humano,
sin más cruz que la tierra;
de polvo eterno de antes de la vida
se hizo este Cristo,
tierra de después de la muerte;
porque este Cristo de mi tierra es tierra.
“No hay nada más eterno que la muerte;
todo se acaba —dice a nuestras penas—;
no es ni sueño la vida;
todo no es más que tierra;
todo no es sino nada, nada, nada…
y hedionda nada que al soñarla apesta.”
Es lo que dice el Cristo pesadilla;
porque este Cristo de mi tierra es tierra.
Cierra los dulces ojos con que el otro
desnudó el corazón a Magdalena,
y hacia dentro de sí mirando, ciego,
ve las negruras de su gusanera.
Este Cristo cadáver, que como tal no piensa,
libre está del dolor del pensamiento,
de la congoja atroz que allá en la huerta
del olivar al otro
—con el alma colmada de tristeza—
le hizo pedir al Padre que le ahorrara
el cáliz de la pena.
Cuajarones de sangre
sus cabellos prenden,
cuajada sangre negra,
que en el Calvario le regó la carne
pero esa sangre no es ya sino tierra;
grumos de sangre del dolor del cuerpo,
grumos de sangre seca.
Más del sudor de angustia
de la recia batalla del espíritu,
de aquel sudor con que la seca tierra
regó, de aquellos densos goterones,
rastro alguno le queda.
Evaporóse aquel sudor llevando
el dolor de pensar a las esferas
en que sufriendo el pobre pensamiento,
buscando a Dios sin encontrarlo, vuela.
¿Y cómo ha de dolerle el pensamiento
si es sólo carne muerta,
mojama recostrada con la sangre,
cuajada sangre negra?
Ese dolor espíritu no habita
en carne, sangre y tierra.
No es este Cristo el Verbo que encarnara
en carne vividera;
este Cristo es la Gana, la real Gana,
que se ha enterrado en tierra;
la pura voluntad que se destruye
muriendo en la materia;
una escurraja de hombre trogloditico
con la desnuda voluntad que, ciega,
escapando a la vida,
se eterniza hecha tierra.
Este Cristo español que no ha vivido,
negro como el mantillo de la tierra,
yace cual la llanura,
horizontal, tendido,
sin alma y sin espera.
Con los ojos cerrados cara al cielo
avaro en lluvia y que los panes quema.
Y aún con sus negros pies de garra de águila
querer parece aprisionar la tierra.
O es que Dios penitente acaso quiso
para purgar de culpa su conciencia
por haber hecho al hombre,
y con el hombre la maldad y la pena,
vestido de este andrajo miserable
gustar muerte terrena.
La piedad popular ve que las uñas
y el cabello le medran,
de la vida lo córneo, lo duro, supersticiones secas,
lo que araña
y aquello de que se ase la segada cabeza.
La piedad maternal de aquellas pobres
hijas de Santa Clara
le cubriera con faldillas
de blanca seda y oro
las hediondas vergüenzas,
aunque el zurrón de huesos y de podre
no es ni varón ni hembra;
que este Cristo español, sin sexo alguno,
más allá yace de esa diferencia
que es el trágico nudo de la historia,
pues este Cristo de mi tierra es tierra.
¡Oh Cristo pre-cristiano y post-cristiano.
Cristo todo materia,
Cristo árida carroña recostrada
con cuajarones de la sangre seca;
el cristo de mi pueblo es este Cristo:
carne y sangre hechos tierra, tierra, tierra!
Y las pobres franciscas del convento
en que la Virgen Madre fue tornera
—la Virgen toda cielo y toda vida,
sin pasar por la muerte al cielo vuelta—
cunan la muerte del terrible Cristo
que no despertará sobre la tierra,
porque él, el Cristo de mi tierra,
es sólo tierra, tierra, tierra, tierra…
carne que no palpita,
tierra, tierra, tierra, tierra…
cuajarones de sangre que no fluye,
tierra, tierra, tierra, tierra…
¡Y tú, Cristo del cielo,
redímenos del Cristo de la tierra!
*
Miguel de Unamuno
***
*
Cristo muerto de Holbein
***
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