Jueves Santo, huella y camino de amor: La próxima Copa en el Reino
Jesús ha sabido beber y ha bebido la Copa del Reino, con sus seguidores y amigos, a quienes ha invitado al banquete de su vida. Desde ese fondo se entiende su gesto y entrega de amor hasta la muerte.
Él ha muerto, en el sentido antiguo (le han matado), pero ha empezado a vivir de un modo nuevo más alto. corazón de amor en la arena de la gran Playa del Mundo, abierta a todos los mares de la vida.
Sintiéndose amenazado, sabiendo que su anuncio y camino de Evangelio culminaba, Jesús quiso beber con sus amigos el vino del gozo compartido, desde esta ribera, junto al mar de todos, abierto a sus olas, prometiendo que la próxima vez lo bebería con ellos en el Reino.
— Éste es el sentido del texto central del Jueves Santo: “La próxima copa en el Reino”: Al acabar su camino en el mundo antiguo, Jesús nos invita a la “nueva copa de Dios”, que es nuestra vida (nuestra herencia).
— Esperando esa copa vivimos y bebemos, compartiendo la Eucaristía del camino, el signo supremo de la comunión: Vivir unos con otros (en los otros), sabiendo que esa misma comunión de amor es Dios.
— Por eso, el Jueves Santo es el día del amor fraterno, que es, al mismo tiempo, materno y paterno, filial y de amistad, amor enamorado y solidario, revelación de Dios, allí donde culmina el camino de Jesús y se abre a todos los hombres y mujeres.
Éste es el principio y sentido del Jueves Santo, la raíz y sentido del amor cristiano, universal, gozoso… pues la copa final queda siempre pendiente para el Reino, pero el camino podemos y debemos recorrerlo, dejando nuestras huellas bien plantadas en la arena del reloj de la vida, que es Dios.
“Logion” o texto escatológico. El vino del reino.
Uno de los textos más misteriosos y profundos del evangelio es aquel donde Jesús, en su cenal final, de despedida, dice a sus discípulos que no beberá ya más vino en este mundo viejo… porque la próxima copa con ellos será la del Reino.
Por eso, el Jueves Santo es para los cristianos el día del Vino. Éste es el día del amor que se expresa del modo más perfecto por eel vino. “En verdad os digo, que ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta que beba (con vosotros) el vino nuevo del Reino” (Mc 14,25). Esta palabra tiene dos elementos, implicados:
Mc 14, 25a par. Voto de abstinencia: «En verdad os digo, que ya no volveré a beber del fruto de la vid…». Como he puesto de relieve en mi comentario de Marcos, este logion (pasaje) vincula dos elementos:
(1) Jesús hace un voto de renuncia, comprometiéndose a no tomar más vino mientras siga existiendo el mundo actual.
(2) Jesús hace un voto de abundancia: promete a los suyos el vino del Reino.
El texto comienza de un modo elevado (en verdad os digo…), y sigue con una triple negación (que ya no beberé: ouketi ou mê…), que debe interpretarse como juramento o voto sagrado, en el que el mismo Dios actúa como testigo, en fórmula que podría traducirse: «así me haga Dios en el caso de que…».
En el momento más solemne de su vida, rodeado por sus discípulos, tomando con ellos la última copa, Jesús se compromete a no beber más hasta que llegue en plenitud el Reino que él ha prometido e iniciado (cf. Mc 9, 1; 13, 30). Este juramento puede interpretarse como voto de abstinencia escatológica, en línea de compromiso total, de tal manera que, de ahora en adelante, Jesús puede presentarse como nazareo (voluntario) del Reino de Dios.
El vino (con el pan) ha sido un signo importante de su vida y esperanza. Lógicamente, al acercarse el momento decisivo, Jesús proclama que ya no beberá más vino en este mundo viejo, en este orden de cosas (pues podrán matarle), pero añade que llega (se está acercando de inmediato) el reino.
Mc 14, 25b. Vino nuevo del Reino. Jesús promete abstenerse de beber vino “hasta que beba (con vosotros) el vino nuevo del Reino”. Eso significa que ha puesto su destino al servicio de la viña de Dios, es decir, de la plenitud escatológica. Con el “vino de este mundo”, en la fiesta de su despedida (entrega), ha prometido a sus amigos el “vino nuevo” (es decir, el vino de la nueva cosecha del Reino).
Este juramento escatológico deriva de todo su camino de evangelio: Jesús ha ofrecido su mesa (pan y peces) a los marginados y pobres, a los publicanos y multitudes. Ahora, en el momento final, asumiendo y recreando la mejor tradición israelita, él declara y proclama delante de sus amigos que ha cumplido su camino, ha terminado su tarea: sólo queda pendiente la respuesta de Dios, el vino del “año nuevo”, la fiesta del Reino.
Así pasa del “vino viejo” de esta fiesta de despedida (que el ritual de la institución eucarística interpreta como sangre de alianza: Mc 14, 23-24) al “vino nuevo” de la promesa de culminación mesiánica: al beber así la última copa (copa vieja), en compañía de sus discípulos, Jesús les está invitando a tomar la “nueva copa” en el Reino, es decir, en la vida compartida para siempre.
Entendido de esta forma, este logion desborda el nivel de los elementos centrales de la pascua judía (pan sin levadura, hierbas amargas o cordero sacrificado), abriéndose a la nueva tierra y vino del Reino.
Recordando esa palabra sobre el vino, la tradición evangélica sabe que Jesús se ha mantenido fiel a su proyecto de Reino, hasta la muerte. Sin esa “fidelidad” hubiera sido imposible el camino posterior del evangelio (el nacimiento de la Iglesia). Pues bien, esa fidelidad se inscribe en un contexto de “negación” de los discípulos que, en el momento decisivo, no han querido (o no han podido) aceptar el proyecto de Jesús, abandonándole y dejándole a solas con la muerte. En este mismo contexto se sitúa el relato de la “fundación eucarística” (Mc 14, 22-24 par).
Vino. La tradición de la entrega.
Junto al logion anterior (del vino), la tradición de Jueves Santo ha trasmitido la palabra de Jesús sobre el pan y el vino, es decir, la eucaristía. En su forma actual, el relato eucarístico consta de dos signos, uno de pan, otro de vino (cf. Mc 14, 22-24), que, al unirse, forman el mejor retrato de Jesús, hombre del pan compartido con los pobres (con todos), hombre del vino de la fiesta del Reino.
a. La bendición del vino
Tal como ha sido narrado por Marcos, ese signo del vino (Mc 14, 23-24 par: Mt 26, 26-0; Lc 22, 152º y 1 Cor 11, 23-25), que concretiza y desarrolla el sentido del “logion escatológico” del texto que acabo de explicar (Mc 14, 25), incluye tres momentos:
1. Tomó una copa (potêrion).
La copa es señal de agradecimiento (eukharistía). Mientras un grupo de hombres y/o mujeres sean capaces de beber juntos una copa podrán dar gracias a Dios, no están abandonados sobre un mundo adverso. El mismo vino, fruto de la tierra y del trabajo humano, es para ellos un signo del cuidado de Dios, expresión del valor de la vida. Jesús no ofrece a sus discípulos una sesión de ayuno, hierbas amargas, en plano de sudores, sino el más gozoso y bello producto de la tierra mediterránea.
De esa forma el vino, que no es bebida diaria de pobres/pobres (¡no pueden comprarlo!), empieza a ser signo de alegría y abundancia futura para todos. En ese sentido, Jesús quiere que sus discípulos puedan vivir en plenitud de gozo, empezando a beber ya en este mundo el vino prometido para el Reino. De esa forma, su camino se distingue del camino de juicio del Bautista.
2. Y bebieron todos de ella (de la copa),
en gesto muy preciso de participación. Por un lado se dice “todos”; por otro lado se habla de “una misma copa”, la copa de Jesús, por la que se vinculan en alianza. Teniendo eso en cuenta, en sentido estricto, las palabras interpretativas:
«Ésta es la Sangre de mi alianza» (Marcos y Mateo), «es la nueva Alianza en mi Sangre» (Pablo y Lucas), no eran necesarias, pues el gesto en sí resulta elocuente: Jesús, un perseguido, mensajero del Reino de Dios, pero amenazado de muerte por los hombres, ofrece a sus amigos, en signo de solidaridad y esperanza escatológica, una copa que simboliza su propia sangre (su vida entregada por el Reino).
3. Y les dijo: “Esto” es mi sangre, del pacto (= éste es el pacto de mi sangre).
Para los israelitas, la sangre constituye el mayor de los tabúes. Ellos pueden comer la carne de animales pero nunca su sangre «porque ella es la vida de la carne y os la he dado para uso del altar, para expiar por vuestras vidas, porque la sangre expía por la vida» (Lev 17, 10-12; cf. Gen 9, 4). El Dios bíblico se ha reservado la sangre, como signo de poder originario, de manera que comer carne no sangrada o beber sangre constituye la mayor de las impurezas (cf. Hech 15, 29).
Pues bien, manteniendo su experiencia de trasgresión sacral y ruptura de límites, Jesús ha ofrecido a los discípulos su sangre en el signo del vino. Difícilmente podemos hoy imaginar la extrañeza de este gesto, que rompe la distinción entre lo sagrado y lo profano. Todo en Jesús es sagrado, siendo todo profano. Todo es amor de madre y amigo, que da su vida (sangre) por los otros, compartiéndola con ellos.
b. Bendición del Pan, la vida compartida
La palabra sobre el pan constituye la culminación de la obra en Galilea (cf. multiplicaciones de Mc 6, 30-44; 8, 1-10), condensado en el signo del pan en la barca (cf. Mc 8, 14-21). Los discípulos no habían comprendido (cf. Mc 8, 21) y así, para superar su propia incomprensión, fue trazando Jesús su camino de entrega, iniciada en 8, 27-9, 1 y expresada en su palabra sobre el templo/higuera del judaísmo (cf. 11, 12-26). Ahora deberían comprender: Jesús les dice claramente que el pan es su cuerpo, es la vida compartida, el amor que les vincula y unifica
1. Tomando el pan (arton).
De los panes y peces del campo, que expresaban el gozo mesiánico del pueblo que se unía y saciaba en la comida, hemos pasado al mismo Jesús que dando el pan se da a sí mismo (muriendo por los otros). Entre las multiplicaciones y la eucaristía se establece un camino de ida y vuelta: sólo se multiplica el pan allí donde el creyente entrega su vida por los otros, volviéndose comida y creando comunión con (para) ellos. El signo central de la pascua judía era el cordero sacrificado y compartido en familia de puros. La pascua cristiana se expresa en el pan que Jesús ofrece a todos.
2. Lo bendijo, lo partió y se lo dió.
Es evidente que al fondo de ese signo está el gesto de un padre de familia (o representante de grupo) que, presidiendo la mesa, pronuncia la oración y reparte el pan. Pero aquí hallamos también el recuerdo de las multiplicaciones de Jesús que toma los panes, bendice a Dios, los parte… (6, 41; 8, 6). De todas formas, en medio de la continuidad hay una profunda diferencia. Antes Jesús daba el pan a los discípulos para que lo repartieran a la muchedumbre, en gesto de servicio. Ahora se lo ofrece para que ellos mismos coman. No es un pan cualquiera sino el de Jesús, abierto al misterio (bendecido) y a la comunicación fraterna (partido, dado).
3. Y les dijo: ¡tomad!
Ha desaparecido el cordero como principio de unidad y comunión del pueblo; en su lugar aparece Jesús con un pan en las manos. Ya no pronuncia una palabra de sacralidad exterior, como si un cordero fuera expresión y presencia de Dios. La sacralidad mesiánica se identifica con su misma vida, simbolizada en un pan que es su cuerpo regalado (labete, tomad) a sus discípulos. No vincula a los humanos con palabras de doctrina, ni con ideales de pura esperanza sino con el pan de su vida entregada.
4. Esto es mi cuerpo… (sôma).
Jesús personaliza la experiencia del pan compartido de las multiplicaciones, diciendo: Esto (=el pan que llevo en mis manos) es mi propio cuerpo, mi verdad, el sentido de mi vida. Gramaticalmente el sujeto puede ser la última palabra de la frase, de manera que podemos traducirla: Mi cuerpo (=mi vida mesiánica, mi reino) es este pan que llevo en manos y que os doy para que lo compartáis.
La mujer del vaso de alabastro (Mc 14, 3-9) había perfumado (ungido) el cuerpo de Jesús para la sepultura, es decir, para la entrega hasta la muerte, en clave de anuncio de evangelio y experiencia pascual (14, 8).
Jesús ofrece ahora su cuerpo en el signo del pan que se parte (entrega y comparte) a fin de que los suyos se vinculen a su vida, pues ella se ha vuelto principio de unidad para los humanos. Allí donde se asume y recorre el camino de Jesús quedan vencidas, rotas, las barreras que dividen a hombres y mujeres, puros e impuros, enfermos y sanos, judíos y gentiles. Todos participan de su signo, se hacen cuerpo en Jesús.
Conclusión
Así, en proceso de fuerte identificación mesiánica, Jesús mismo aparece como realidad y sentido (verdad y plenitud) de su mensaje. El signo del pan y del expresan la tarea y culminación de su vida. Por eso, en el momento final de su entrega, él ha podido identificarse con el pan y el vino que él ofrece y comparte incluso con aquellos le traicionan, fundando así la iglesia sobre el signo de su cuerpo convertido en fuente de existencia (encuentro) para todos los humanos.
Esta es la señal que los discípulos no habían entendido (cf. Mc 8, 11-21), el sacramento mesiánico: lo que Jesús ha hecho en Galilea (multiplicaciones) se cumple así en Jerusalén. Lógicamente, ellos tendrán que volver a Galilea tras la pascua para retomar el camino del pan multiplicado (cf. Mc 8, 8), para compartir la vida, con Jesús (como Jesús), en el signo del vino. La eucaristía, es decir, el sentido más hondo del vino y del pan del Jueves Santo, sólo podrá entenderse y vivirse tras la Pascua (como Pascua).
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