¿Quién es este que viene?
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¿Quién es este que viene,
recién atardecido,
cubierto por su sangre
como varón que pisa los racimos?
Éste es Cristo, el Señor,
convocado a la muerte,
glorificado en la resurrección.
¿Quién es este que vuelve,
glorioso y malherido,
y, a precio de su muerte,
compra la paz y libra a los cautivos?
Éste es Cristo, el Señor,
convocado a la muerte,
glorificado en la resurrección.
Se durmió con los muertos,
y reina entre los vivos;
no le venció la fosa,
porque el Señor sostuvo a su elegido.
Éste es Cristo, el Señor,
convocado a la muerte,
glorificado en la resurrección.
Anunciad a los pueblos
qué habéis visto y oído;
aclamad al que viene
como la paz, bajo un clamor de olivos. Amén.
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El pueblo que fue cautivo
y que tu mano libera
no encuentra mayor palmera
ni abunda en mejor olivo.
Viene con aire festivo
para enramar tu victoria,
y no te ha visto en su historia,
Dios de Israel, más cercano:
Ni tu poder más a mano
ni más humilde tu gloria.
¡Gloria, alabanza y honor!
Gritad: “¡Hosanna!”, y haceos,
como los niños hebreos
al paso del Redentor.
¡Gloria y honor
al que viene en el nombre del Señor! Amén.
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(Himnos de las Primeras Vísperas y de los Laudes de la Liturgia de las Horas del Domingo de Ramos, )
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No se puede abordar la vida de Jesús a sangre fría, porque ahí se juega el destino del hombre: Jesús se presenta como el Maestro de la vida.
Sus lágrimas nos conmueven aún más al aproximarse el domingo de Ramos, donde asistimos a una especie de triunfo del Señor que no le lleva a engaño. Pocos días antes de su crucifixión, lleva sobre sí a toda la humanidad, a toda la historia, a todo el universo, a la luz de esta revelación formidable que hará de la muerte de Dios una afirmación de su omnipotencia.
¿Cómo puede llorar Dios? ¿Qué significa esto? ¿No se repite hasta el infinito que Dios es omnipotente? Pues bien, no: lo que Dios ha revelado al mundo es precisamente el fracaso de un Dios que se revela como amor, que no es otra cosa que amor. ¿Y qué puede hacer el amor? Sólo amar. Y cuando el amor no encuentra amor, cuando siempre choca con un rechazo obstinado, se queda impotente, y sólo puede ofrecer las propias heridas. Si Dios no se hubiese comprometido con nuestro destino y nuestra historia hasta morir en la cruz, sería un Dios incomprensible y escandaloso. Por suerte, Jesús nos ha librado de tal escándalo y ha abierto los ojos de nuestro corazón: él imprime en lo más hondo de nuestra alma ese rostro de un Dios silencioso, de un Dios incapaz de obligarnos y que se entrega en nuestras manos, de un Dios que nos concede un crédito insensato; de un Dios, finalmente, que no puede entrar en nuestra historia sin el consentimiento de nuestro amor. Quien no se aleja de sí mismo para tomar contacto con Jesús no puede pretender haberlo encontrado.
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Maurice Zundel,
Scintille, Cinisello B. 1990, 98s.
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