Sergio López, un pastor protestante que abre la iglesia a parejas homosexuales
Por: Verónica Dema para La Nación
Sergio López abre la puerta de la iglesia danesa en el barrio de San Telmo e invita a pasar. Toda su cara, de boca generosa, sonríe, como quien recibe una querida visita. Contrasta con un templo que está en penumbras, apenas iluminado por la claridad que entra a través de los vitrales ubicados sobre el altar. Enseguida enciende las luces y en la iglesia de estilo gótico, construida en 1921, empiezan a aparecer una cruz desnuda, un candelabro de siete brazos, un velero que pende del centro de la nave principal, los antiguos bancos de madera tallados.
Sergio es el pastor para una pequeña comunidad de feligreses desde 2010 y es uno de los primeros abiertamente gay que alcanza este rango en el país. El año pasado se casó por civil con su pareja, Renato, y en mayo de este año tiene fecha para la boda por iglesia. La ceremonia religiosa será aquí, en esta “iglesia de puertas abiertas”, como la define. Desde que se aprobó la ley de matrimonio igualitario, cerca de un centenar de parejas, protestantes y de otros credos, recibieron la bendición matrimonial de manos de Sergio.
Sergio López se casó por civil con Renato Crédito: Facebook
El explica esta postura desde su formación como Teólogo. “En el protestantismo no tenemos ninguna autoridad por sobre la escritura. Y la palabra de Dios no dice nada respecto al matrimonio como matrimonio entre un hombre y una mujer. Podemos bendecir a una pareja que hoy decide vivir junta, en función de que el matrimonio no está para la procreación sino para hacer que la otra persona sea mejor y yo a su vez dar lo mejor de mí; el protestantismo se rige por una doble ley: la de los mandamientos y la del Estado, es decir, lo que el Estado dictamina como matrimonio, la iglesia puede bendecirlo”. Aclara que previo a la ley de matrimonio igualitario nunca realizaron una ceremonia de casamiento homosexual en la iglesia porque faltaba el aval del Estado.
Pero este es el final de la historia. Y Sergio quiere contar todo desde el comienzo. El tereré, esa costumbre correntina que convida en la casa parroquial, a una escalera de distancia de la capilla, lo dispone a conversar.
Sergio López junto a los fieles de su parroquia Crédito: Facebook
Recuerda que hacía calor en Apóstoles, el pueblo misionero en el límite con Corrientes donde vivía su abuela. El era un niño y la visitaba a menudo. Ella terminaba de lavar la ropa y, mientras que las sábanas se blanqueban con jabón en el patio, al rayo del sol, se sentaba; él se arrodillaba y rezaban juntos. “Me acuerdo todavía del delantal mojado cuando me apoyaba en sus rodillas. Mi abuela fue mi primera maestra de la oración”. A Sergio, que hoy tiene 46 años, rezar lo acompañó toda la vida. Desde pequeño sintió lo que en la iglesia definieron como una vocación religiosa.
Lo que también supo de niño, desde Jardín de Infantes, cree recordar, es que no le gustaban las chicas sino los varones, algo imposible de decir en aquellos años -mediados de los 70- en un pueblo. Ni siquiera se los pudo contar a sus padres. “Lo primero que aprendí en la escuela es cómo sobrevivir en un ambiente hostil en el cual se valora la hombría, el machismo y el hacer cosas que ‘son de varones’. Y me hizo consciente de cómo sentarme, cómo hablar, gesticular. Tuve que vivir controlando y reprimiendo cosas que fui sintiendo porque iban por caminos supuestamente equivocados”.
Sergio fue creciendo y la iglesia de su pueblo, Gobernador Virasoro, Corrientes, fue su refugio. Su referencia era la iglesia, algo que sus padres y abuelos fomentaban porque eran muy creyentes. “Fue un refugio para mí porque ahí está bien visto el celibato y nadie me iba a preguntar si tenía una novia”, dice. Al mismo tiempo, ser el monaguillo protegido del cura párroco lo expuso socialmente. “Me sentía resguardado y expuesto a la vez“, comenta ahora, que puede narrar su vida en retrospectiva después de años de terapia y reflexión.
Por entonces todo era más intuitivo y confuso para él, que sentía una vocación fuerte y que también encontraba en la iglesia católica la excusa justa para camuflar lo que percibía como una anormalidad a corregir. “Recuerdo que rezaba para despertarme siendo un chico normal”, dice ahora. Se ríe, como apiadándose de aquel niño.
En las puertas de la adolescencia, a los once años, decidió que lo mejor era ir a estudiar a un internado de varones a 300 kilómetros de su casa. “Se me venían encima preguntas que no podía responder: por qué no tenés novia, por qué no salís a bailar, todo ese tipo de cosas”, cuenta Sergio, por entonces un niño experto en callar y huir.
“Pero caí en la boca del lobo, porque en un ambiente pupilo, entre varones, estuve mucho más condicionado. Y al mismo tiempo todo lo que me pasaba con los enamoramientos, que reprimía porque no los podía decir”, recuerda. Por eso en tercer año volvió a su pueblo, donde se hizo más potente en él la idea de que el sacerdocio sería su “salvación”. Ingresó en el Seminario más cercano. “Hice toda la Filosofía en el Seminario Mayor de Resistencia y, otra vez, en la convivencia cercana los superiores fueron viendo signos. Uno puede disimular mucho, pero ciertos gestos se notan. Saltaba. Siempre que alguien me preguntaba qué pasaba con mis sentimientos no podía hablarlo, no podía asumirlo“.
Le gustaban los varones desde siempre, pero la adolescencia lo volvía más evidente.
“Mi meta era: el día que llegue a cura y esté solo en una parroquia no voy a tener problemas. Era pasar esto, con tal de llegar allá, y esa meta me aseguraba un mañana mejor”, dice. Vuelve a sonreír por lo que hoy siente como una reflexión equivocada. Tendría que transcurrir mucho hasta que él lo reconociera. Incluso, un viaje a Roma que terminó intempestivamente.
Decidió abandonar su formación en Resistencia para instalarse en Buenos Aires. “Seguí huyendo de mí”, dice, más de 26 años después. Como esta capital le pareció enorme se instaló en La Plata. Ahí trabajó de mozo, también como administrativo en el juzgado federal. Lo recuerda como una época tranquila. De a poco empezó a participar de una parroquia cerca de donde vivía: era de la orden católica reformista de los Teatinos, fundada por San Cayetano. Al principio iba como laico y luego pidió el ingreso a la Congregación, con sede en Villa Adelina. Hizo el estudiantado, después el noviciado en Brasil y luego lo mandaron a estudiar Teología a la Pontificia Universidad Gregoriana, en Roma. “El sueño del pibe”, dice. Pero con el estudio llegó el amor que, en su caso, complicaba los planes trazados para su vida.
Sergio López oficia una ceremonia religiosa Crédito: Facebook
“Ahí me enamoré de un sacerdote. Ese fue mi primer amor. Era un amor correspondido. Lo vivíamos a escondidas de los superiores pero abiertamente entre los dos”, rememora. Cuando ese vínculo salió a la luz, las autoridades decidieron enviarlos cada uno a su país: México y la Argentina. “Cuando se supo hablé con el superior, le dije que era gay pero que quería ser sacerdote. Me dijo: ‘No'”.
El regreso de Roma es algo que Sergio recuerda con mucho dolor. Se le juntaba la separación brusca de quien estaba enamorado, con el fin de su sueño de convertirse en sacerdote. Esa fue su salida de la Iglesia católica, su ruptura.
“Fue mi primer encuentro conmigo mismo. ‘Si esto es lo que soy, estoy condenado, entonces me da igual, Dios no me quiere'”, repasa sus trágicos pensamientos de aquella época, ya de regreso en Buenos Aires, sin iglesia, sin medios económicos, sin su enamorado y con un secreto que no podía develar aún a su familia. Ya no rezaba para que alguien lo volviera “normal”, como sí lo hizo al pie de su cama infantil. “Empecé a salir a bailar, me encontré en lugares donde había un montón de gente como yo, supe que no estaba solo”. Fue una época de asumirse gay, primero para sí y luego con sus padres.
“Cuando viajé y le conté a mi mamá, me dijo: ‘Tu maestra de primer grado me dijo que veía algo’. Le pregunté por qué no me había ayudado. No supo contestar por qué. Ella insistía en que hiciera deporte, cosas de varones. Entiendo que desde su ingenuidad y en la dinámica del silencio intentaba motivarme. Pero yo no era bueno en el deporte”, dice Sergio, y sigue buscándole la vuelta para comprender a aquellos padres, en aquel pueblo, en aquellos años.
Su vida siguió en Buenos Aires, una ciudad que estaba conociendo, que disfrutaba por el anonimato que le daba, algo que vivía como esa libertad necesaria para animarse a explorar su homosexualidad negada. En esa época conoció a quien sería su segunda pareja, un joven protestante que lo acercó a un Dios que desconocía.
Sergio López participa de la marcha del orgullo gay en Buenos Aires Crédito: Facebook
“Hay un principio muy fuerte dentro de la iglesia católica que es: ‘Fuera de la iglesia no hay salvación. Por eso irme fue un desgarro, porque significaba: ‘No me salvo'”, rememora. Hay un dejo de tristeza en su voz, pero el pastor en el que se convirtió sonríe ante su línea de la vida, será porque pudo conciliar aquellos dos aspectos que desde niño parecían antagónicos.
Así, abrazó el protestantismo, ese lugar al que siempre había mirado como de los herejes. “Al principio me acerqué porque me sentí aceptado en mi sexualidad. Pero, por otro lado, porque pude transitar un proceso religioso en el cual matás a Dios de tu vida, porque no podés vivir con esa idea de Dios; solamente que no te das cuenta de que en realidad cuando matás a Dios matás esa idea de él que no te deja vivir. Y a la vuelta de la esquina te espera otro Dios, con otro rostro, otra manera de ser“.
La conversación con Sergio, que se acompaña entre tereré y tereré, ahora abre un momento de silencio. El se detiene a pensar en esto que cree que es lo más importante de todo: “Descubrí a un Dios más benévolo, es cierto, pero por sobre todo que tiene que ver más conmigo, es un Dios que está en paz conmigo”. Y desarrolla esta idea nodal en su vida: “Creo que hubiera sido siempre un mal cura si hubiera llegado a serlo; en cambio hoy soy un pastor feliz porque está integrado en mi persona el pastor, Sergio y el gay que soy. Y todo eso dentro del ámbito religioso”.
Esta certeza le abrió las puertas de este templo danés de San Telmo que él a su vez ofrece a las parejas gays que quieran recibir una bendición. “Hacemos una ceremonia en la que entran juntos los esposos o esposas. Hay una oración de agradecimiento y bienvenida de Martín Lutero. Algunas lecturas bíblicas, porque la biblia tiene un montón de historias para el amor entre mujeres o entre varones. Después hay una predicación, cantamos y hacemos las promesas: con tus palabras le decís a tu pareja hasta qué punto estás dispuesto a comprometerte y siempre mientras dure el amor, no hasta que la muerte los separe, porque la muerte no es condicionante del amor”. La ceremonia termina cuando las parejas se ponen las alianzas.
A Sergio en este punto del relato se lo nota complacido de su labor. Se explaya en el disfrute que encuentra en las ceremonias, en esta y en todas las que le toca oficiar como pastor, sus momentos de prédica y de oración en soledad y frente a sus fieles. Dice que uno le reza a Dios pero en realidad también es un momento para mirarse al espejo, es una mezcla de adoración e introspección. Y rezar, para él, siempre es evocar el afecto, las sensaciones que vivía de niño con aquella abuela creyente que lo convidaba a esos ratos juntos al sol.
Fuente La Nación
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