“¿Qué es la Cuaresma y qué implica para los creyentes?”
No pocos cánticos chirigoteros y cuchufletas (*) habrían de ser otros tantos puntos de reflexión y examen de conciencia para corregir comportamientos, también jerárquicos, dentro y fuera de la Iglesia.
De “tiempo santo y aceptable” califica la liturgia a los 46 días comprendidos entre el “Miércoles de Ceniza” y el Domingo de la Pascua de la Resurrección –“quadragésimo dies”– y que se consagra a la penitencia y al ayuno “modelado sobre el ejemplo de Moisés y Elías antes de ser admitidos ante la visión de Dios”. Las siguientes reflexiones podrán contribuir a la reconversión de tiempo tan sagrado en marco y academia doctrinal y ascética para la auténtica vida cristiana.
Ya en el concilio de Nicea (a.325), en su cánon 5, se da por supuesta en las principales Iglesias de Oriente la dedicación de este tiempo litúrgico al ayuno riguroso, a veces mitigado, como preparación adecuada para el bautismo- y con-resurrección de Cristo Jesús. “Como el líquido no rompe el ayuno”, las fórmulas para sobrellevarlo en conformidad con el ritual litúrgico no siempre resultaban tan enfadosas e incómodas como para llegar a impedir el trabajo propio o ajeno.
Además, a los ricos, con bulas e indulgencias, se les facilitaban cuantas dispensas fueran precisas para eximirles de las culpas y pecados, aún los incluidos en el apartado de la gula y la glotonería.
El número “cuarenta” se hace reiteradamente presente en los textos bíblicos, por lo que la consideración e interpretación literales, no siempre tienen por qué ser fieles, sino más o menos aproximadas y simbólicas. El diluvio universal duró cuarenta días. La estancia de los israelitas en Egipto perduró cuatrocientos años. La peregrinación por el desierto, camino de la Tierra Prometida, fue de cuarenta años.
Las horas que permaneció enterrado Cristo en el sepulcro resultaron ser cuarenta, al igual que los días de su ayuno antes de haber sido bautizado por Juan. Alrededor de cuarenta años se aceptaba en aquellas épocas el tiempo transcurrido entre una y otra generación entre los humanos…
La Cuaresma, es decir, toda la vida, es también el tiempo del segundo bautismo, no habiéndose insistido catequísticamente en que también lo es la penitencia, en igualdad de condiciones que la abstinencia, la limosna y la oración, que son valores tan cuaresmales, o más, que los sacrificios y actos de mortificación corporales.
Estos, como otros tantos frutos y consecuencias de la pujanza y validez de la fe, convirtieron la vida de muchos en constantes programaciones de tristezas, incomodidades y desesperanzas, sin posibilidad de disfrutar de lo bueno que con legitimidad proporciona la vida en esferas familiares, sociales y amistosas, no confiando ser verdad aquello de que “Dios creó el mundo para nuestra satisfacción y servicio”.
La certeza de esta aseveración está documentada hasta en el propio organigrama de la liturgia cuaresmal. Exactamente el cuarto domingo -“dominica laetare“- se denomina de esta manera, por la generosa aportación de santa alegría y apacible serenidad contenida en los textos sagrados de la misa y del Oficio Divino, permitiéndose además que el altar sea revestido de flores, que suene el órgano, y que los celebrantes usen las dalmáticas “jucunditatis”, con el color rosa, y no el morado habitual.
La bendición de la “Rosa de Oro”, que les era concedida por el papa a benefactores de la Iglesia y a determinadas instituciones u obras, exactamente en este domingo, y las bullanguerías populares que se organizaban en tal ceremonia cívico-religiosa, manifiesta con claridad y tersura que la tristeza, por tristeza, es menos, mucho menos, religiosa, que la fe verdadera. La fe es alegría, por lo que cualquier Cuaresma que se ritualice sobre textos y símbolos de desesperanza y tristeza, reclama hoy revisión y restructuración esencialmente litúrgica y piadosa.
Es religiosamente constructivo desvelar que los términos “carnestolendas” y “carnaval” definen el periodo de tres días que precede a la Cuaresma y a la fiesta popular, que consiste generalmente en mascaradas, bailes y comparsas. Los dos términos están compuestos con las palabras “carne” y “tollere” o “levare”, que significa la desaparición de este alimento de la dieta, además del uso y disfrute de determinados encuentros en la intimidad amorosa. “Antruejo”, equivalente también a carnestolendas y a carnaval, procede en su etimología de “introito” o entrada.
Merece destacarse además y penitencialmente que no pocos cánticos chirigoteros y cuchufletas habrían de ser otros tantos puntos de reflexión y examen de conciencia para corregir comportamientos, también jerárquicos, dentro y fuera de la Iglesia. Lo de “irreverente” no deja de ser, normalmente, y por vulgar, un simple, disculpable y anecdótico episodio.
Como punto y aparte de estas sugerencias aporta la anécdota de que el obispo de una diócesis española prohibió la celebración de un festival taurino en el que intervendrían los más “famosos y notables espadas” en beneficio de la promoción de un grupo de viviendas para pobres…
La razón “oficial” aportada no fue otra que la coincidencia del citado festival con el tiempo litúrgico de la sagrada Cuaresma. (Si a alguien le asaltara la tentación de pensar que se trata de un invento antiepiscopal por mi parte, estoy dispuesto a proporcionales cuantos datos, circunstancias, nombres y apellidos, precisen). Algunos lo justificarán aseverando que se trataba de otros tiempos y hasta de otros obispos…
(*) Bromas, con letras llenas de ingenio, que se cantan en los carnavales en España y más propiamente en Cádiz.
Antonio Aradillas
Fuente Religión Digital
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