“Por ser mujer”, por José Arregi
“¿No vas a escribir sobre el asesinato de mujeres a manos de sus maridos?”, me preguntó mi mujer hace unos días. “¿Otra vez? –le respondí–. Además, se está escribiendo tanto…”. Así quedó. Pero luego, como tan a menudo (no me dirás que no, Itziar) recapacité. Y aquí vengo, uniendo mi voz insignificante al grito de tantos.
Las cifras están ahí, son escalofriantes: 55 en el estado español, desde Estefanía, de 24 años, arrojada por la ventana por su pareja en Madrid el 1 de enero, hasta Arancha (que en vasco significa espina), de 37 años, acuchillada por su pareja delante de sus tres hijos menores en Azuqueca de Henares (Guadalajara) el 28 de diciembre, día de los santos inocentes. Nadie somos inocentes.
Pero más allá de las cifras y las denuncias, más allá también de los juicios y de las penas impuestas a los culpables, una doble pregunta se impone si queremos ser responsables, y la responsabilidad es lo fundamental y nos atañe a todos: ¿por qué siguen tantos hombres matando a “sus” mujeres? y ¿qué podemos hacer para evitarlo?
Digo “siguen matando”, pues, hasta donde mi información alcanza, los feminicidios y la violencia de género en general no son ahora un fenómeno más grave y frecuente, en términos relativos, que hace 60 años o hace siglos. Solo que ahora se denuncian y salen más a la luz, gracias en primer lugar a ellas, las mujeres, porque han gritado “basta ya”, aunque su grito y el nuestro no es aún común ni basta todavía.
¿Por qué siguen maltratando los hombres a sus mujeres, hasta el punto más terrible de matarlas? En el fondo se debe a eso, a que ellos las consideran “suyas”, a que aún llevamos inscrito en los genes el instinto de dominio y lo aplicamos sobre todo lo que tenemos más cerca y es más débil, también sobre la mujer, por ser mujer, por no ser varón.
Podemos ser los animales más tiernos, pero también los más crueles. Y la raíz del problema es el patriarcalismo que, desde hace milenios, ha dominado casi todas las culturas conocidas y ciertamente todas las religiones. El patriarcalismo que nos ha llevado a creer que el hombre es superior a la mujer, que tiene derechos sobre ella y puede pegarla e incluso matarla si ella se resiste, ¿quién se ha creído?
¿Y qué podemos y deberemos hacer para erradicar de nuestros genes y de nuestras instituciones ese patriarcalismo violento? ¿Aumentar las penas, hasta “la prisión permanente revisable”? Para las víctimas, incontables, la cárcel siempre llega tarde. Y está demostrado que no resocializa a los criminales ni disuade a los autores de futuros crímenes. ¿Seremos incapaces de buscar algún medio más humano y eficaz para lograr esos fines que aducimos para justificar la prisión? En cuanto a las víctimas, solo las honraremos y les haremos justicia verdadera si nos dejamos inspirar por su memoria y sus sueños, si abrimos los ojos, si somos sensibles, si no toleramos que la mujer siga siendo inferior al hombre en ningún campo de la vida familiar, social, laboral, política; por poner unos ejemplos: que, trabajando más, posean solamente el 10 % del dinero existente y sufran el 70 % de la extrema pobreza y el 80 % de la desnutrición que padece la humanidad, y que ocupen solamente el 23 % de los puestos parlamentarios, el 17 % de los puestos ministeriales y el 24 % de los puestos de dirección económica, y así en casi todo.
Creo que aquí se impone una referencia especial a la institución eclesial, la más patriarcal de todas. Es insólito que muchos obispos enseñen todavía que, al abandonar la religión, la sociedad se deshumaniza y aumenta la violencia de género. Insólito me parece que el obispo de San Sebastián José Ignacio Munilla haya criticado recientemente la última entrega de una conocida serie porque “se ha infiltrado en ella la ideología dominante del feminismo”. Insólito y atroz es que Braulio Rodríguez, arzobispo primado de Toledo, haya llegado a sugerir hace diez días que lo que ellos llaman “ideología de género” está en el origen de los asesinatos de género.
La memoria de las mujeres víctimas urge a la Iglesia a superar ese patriarcalismo que lleva prendido desde casi sus orígenes, a volver al evangelio igualitario de Jesús, a lamentar que el papa Pío XI, fiel a la tradición, en 1930 enseñara todavía que el amor implica “la sumisión solícita de la mujer así como su obediencia espontánea” al marido, y a reconocer que el Espíritu de Dios o de la Vida se expresó mucho mejor en el poeta ateo, comunista, Louis Aragón cuando en 1963 escribió: “el futuro del hombre es la mujer. Ella es el color de su alma. Ella es su rumor y su ruido. Y sin ella él no es más que un blasfemo”.
José Arregi
Comentarios recientes