Espera
A modo de imagen, voy a partir de la experiencia de ciertos monjes de los primeros tiempos de la Iglesia, allá por los siglos III y IV. De noche se mantenían de pie, en posición de espera. Se erguían allí, al aire libre, derechos como árboles, con las manos levantadas hacia el cielo, vueltos hacia el lugar del horizonte por el que debía salir el sol de la mañana. Su cuerpo, habitado por el deseo, esperaba durante toda la noche la llegada del día. Esa era su oración. No pronunciaban palabras. ¿Qué necesidad tenían de ellas? Su Palabra era su mismo cuerpo en actitud de trabajo y de espera. Este trabajo del deseo era su oración silenciosa. Estaban allí, nada más. Y cuando llegaban por la mañana los primeros rayos del sol a las palmas de sus manos, podían detenerse y reposar. Había llegado el sol.
Esta espera, de la que es imposible decir si es más corporal o espiritual, si es más específicamente conceptual o afectiva, se encuentra en la experiencia espiritual. Siempre será para nosotros una tentación constante pretender identificar a Dios con algo de orden afectivo o bien de orden racional, de orden físico o bien de orden cerebral. La espera afecta a todo nuestro ser. Y lo que llega a nosotros es, precisamente, el rayo que, iluminando las palmas de nuestras manos y cambiando poco a poco el paisaje, nos anuncia que viene el sol, diferente a lo que la noche nos permite conocer
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Michel de Certeau,
Mai senza l’altro Magnano 1993.
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