“Sacudirse la culpa”, por Carlos Osma
De su blog Homoprotestantes:
Cada día conozco más homosexuales cristianos de esos que los heterosexuales exclaman cuando se enteran: ¡Quién lo diría! Homosexuales ejemplares que se embarcan en acciones loables para salvar el mundo, su país, su ciudad, su barrio, a cuatro amigas suyas, o incluso a la foca con capucha que está en peligro de extinción. Mujeres y hombres, hay de todo, que se pasan por el forro lo que piense la mayoría fundamentalista y se niegan a abandonar sus iglesias solo porque la ignorancia y la falta de empatía se hayan apropiado del discurso cristiano políticamente correcto. Y no es que hayan renunciado a nada, porque hay algunos que incluso después de las celebraciones dominicales o de los estudios bíblicos de los miércoles por la tarde, se van a su casa a re(to)zar con su pareja del mismo sexo que conocieron en un curso de meditación o en una discoteca de ambiente.
Es verdad que más de una tiene que escuchar de vez en cuando desde el púlpito predicaciones en las que el mensaje liberador del evangelio brilla por su ausencia, e incluso en ocasiones, con la excusa de ir al baño, han preferido escapar de una charla en la que un teólogo sin estudios, un psicólogo sin escrúpulos, o simplemente alguna sabelotodo con aspiraciones papales, hablan sobre el peligro de la ideología de género o de lo perversas y antinaturales que son las relaciones sexuales entre dos hombres o dos mujeres. Pero no les importa, de hecho, mientras esperan que terminen los ataques de odio, envían sentados desde la taza del váter un whatsapp a sus parejas para decirles que las quieren mucho y que les esperen despiertos porque esa noche quieren guerra. Después, al salir del lavabo, sonríen como si nada hubiera pasado y se integran con sus hermanas de la iglesia en conversaciones sobre cómo hacer un mundo mejor y más humano.
Son cristianas que levantan la voz contra la falta de políticas sociales, que se rasgan las vestiduras frente a la corrupción política, o que se manifiestan para pedir salarios dignos y una renta mínima garantizada para toda la población. Incluso a veces, mirando dentro de sus comunidades, se atreven a animarlas a implicarse en todas esas luchas, a ser una voz profética y a vivir un cristianismo encarnado en la vida de los más desfavorecidos. Sin embargo, cuando se habla de la discriminación a las personas lgtbi, su voz profética se diluye en un susurro y prefieren no entrar en confrontación. Como mucho a veces, balbucean afirmaciones como: “quién esté libre de culpa que tiré la primera piedra”, “no somos nadie para juzgar”, o “parece que las cosas no están tan claras y hay otras interpretaciones”.
Incongruencias y contradicciones tenemos todas, eso que vaya por delante, pero creo que es justo indicar que hay algo en esta actitud que chirría. ¿Defienden al pobre por coherencia con el evangelio o porque el cristianismo políticamente correcto afirma que hay que hacerlo? Y si lo hacen por coherencia, ¿por qué no son coherentes cuando tiene que ver con algo que les implica personalmente como es su identidad sexual o de género? ¿No será en el fondo que, para parecer aceptables, para pagar el precio por no ser lo que los demás esperan, juegan a ser abanderados de otras luchas por la justicia? ¿No será que en realidad más que seguir el evangelio, viven presas de un sentimiento de culpa?
También es cierto que prefiero mil veces a una persona que intenta hacer un mundo mejor porque necesita silenciar su malestar y su falta real de aceptación, que otra que se siente maravillosamente consigo misma lo destruya. No quiero minusvalorar el trabajo y la actitud de estas personas, ya me gustaría a mí parecerme un poco a muchas de ellas, pero dudo de que su motivación nazca de un compromiso real con el evangelio. (Aunque que yo lo dude no tiene aquí la mínima importancia, más bien lanzo esta duda a esas personas -si me leen- por si quieren pararse a pensar si en algo tengo razón, o estoy completamente equivocado). Creo que, si una persona cristiana es consciente de una injusticia que vive en carne propia, debe posicionarse y denunciarlo. Evidentemente la denuncia tiene un precio, pero: ¿No tiene un precio tomar partido contra el autoritarismo de un gobierno? ¿No tiene un precio ayudar a la gente que no tiene techo y denunciar a los bancos por arrebatarles sus casas? ¿O es que en realidad solo hacemos discursos bonitos porque no nos acarrean consecuencias? ¿Es el evangelio una denuncia de todo aquello a lo que somos inmunes? ¿Sobre lo que nos incumbe debemos mantenernos callados?
Ser cristianos lgtbi nos convierte necesariamente en activistas por los derechos lgtbi. Y el activismo empieza siempre en nuestro entorno más cercano. Junto a la familia, las amistades y la iglesia. Esos son los lugares donde nos curtimos más, los lugares más difíciles para ser activistas, porque la incomprensión y el rechazo duele más de la gente a la que queremos. Aquí es donde ponemos a prueba si nos aceptamos tal y como somos, o estamos intentando hacer trampas con discursos rimbombantes. Si de verdad hemos entendido qué es el evangelio de Jesús, o si estamos decididos a edulcorarlo para no enfrentarnos al rechazo y la incomprensión. Es mejor sincerarse con una misma y no decir que en nuestras iglesias nos callamos lo que somos porque no nos gusta ponernos una etiqueta; o porque nuestras hermanas son buenas personas, pero incapaces de entender el tema. Se hace por pura cobardía, por temor a perder algo que aporta mucho en multitud de aspectos, porque se es consciente (con razón) de que todo va a cambiar cuando se sepa y nadie volverá a mirarnos de la misma forma.
Se hace por miedo, pero en la medida que de verdad creamos que el evangelio nos mueve a construir un mundo más justo para todas, levantaremos nuestra voz para defender un mundo más justo también para nosotras. Si no somos capaces de afrontar el propio dolor, el rechazo o la incomprensión; es poco creíble que pidamos a otras personas que luchen por salir del lugar donde otros las han marginado. Si no podemos decirles a nuestras familias, amistades, a nuestra iglesia, que cometen una injusticia con nosotras; perdemos toda credibilidad cuando lo hacemos hacia instituciones o gobiernos que hacen lo mismo con otras personas. Si no somos valientes, es lógico que los demás se pregunten qué nos motiva para pedirles a otros que lo sean. Y para eso yo solo veo una solución: sacudirse la culpa. No digo que sea sencillo, pero sí que es lo coherente.
Carlos Osma
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