Cristianos homosexuales que decidieron salir del armario cuentan su historia
Mi abuela creció en el seno de una familia que no concebía vida alejada del catolicismo. Después de besar la estampa del Cristo de su dormitorio, una noche me reveló la verdad de su hermano Bartolo: “Nunca se casó. Solía andar con sus amiguitos. No se atrevió a decirlo, pero estoy convencida de que le gustaban los hombres”. Cristiano y bisexual. Cristiano y homosexual. Cristiano y transexual. O cristiano con una forma ‘distinta’ de amar.
Quizás para ella, y por lo que le tocó vivir, estas son realidades que pueden ir de la mano. Por desgracia, la realidad es que hay un incontable número de creyentes que han estado condenados al ostracismo por no cumplir los estándares que el Vaticano insiste en imponer.
Óscar Escolano, 37 años: “A los 10 años me di cuenta de que era gay. Me puse a llorar”
Entre la homofobia que se respiraba en los noventa y la educación de una familia muy religiosa, Escolano pasó un tiempo enfadado con Dios. “Me preguntaba a mí mismo: ‘¿Por qué me manda esto si quiero ser bueno?’”, recuerda sobre su adolescencia. Mientras lo que se esperaba de los jóvenes mayores de edad era que se juntaran con una persona del sexo opuesto para labrar un futuro, él se planteó entrar en el seminario para evitar preguntas indiscretas.
Pero sin una vocación de sacerdote a la que aferrarse y con una afectividad que acabaría ganando el pulso a las convenciones sociales del momento, acabó optando por mostrarse cómo era. La aceptación de su madre y conversaciones con tres jesuitas que le aseguraron que sus sentimientos no le convertían en pecador, fueron su liberación.
Corría el año 2000, se apartó de la parroquia en la que algunos feligreses se habían compadecido de él y no se despojó de su fe. Fue a partir de entonces cuando comprendió que las armas más feroces del clero para repudiar la homosexualidad no son más que el resultado de una interpretación ‘errónea’ de textos bíblicos escritos hace miles años, que la homofobia jamás habría sido una enseñanza de Jesús.
Escolano reconoce que tuvo suerte. Hoy no se olvida de aquellos que han sido rechazados en sus iglesias, de otros que no pueden evitar odiar a las instituciones eclesiásticas, ni de un joven que creyó que el Opus Dei podía ‘curarle’. “Un día me lo encontré por la calle y me dijo: ‘¿cómo puedes ser homosexual y cristiano? No es posible’. Más tarde me enteré de que se había casado con una mujer. Pobre chico. ¿Cómo lo consiguieron?”, se pregunta.
Escolano es secretario de CRISMHOM, la asociación de Cristianas y Cristianos de Madrid LGBT+H
Paulina Blanco, 67 años: “Cuando aprendes que tienes que esconderte no haces otra cosa”
Los millennials LGTBI no solo hemos crecido sabiendo que podemos ser lo qué queramos, sino que tenemos legitimidad para combatir al que nos lo impida. Pero legislaciones como la de Ley de Vagos y Maleantes de 1933 y la de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970, posicionan a nuestra realidad a años luz del franquismo.
A Paulina le tocó sufrir ambas. En su pueblo natal de Cáceres fue bautizada, hizo la comunión y entró en un colegio de monjas. Después se percató de que era lesbiana. “¿A quién podía explicar lo qué me pasaba? A nadie. Pensaba que algún día llegaría mi príncipe azul y me libraría de ese tormento… Nunca lo reconocí”.
El deseo de ser una buena cristiana entró en confrontación con sus pulsiones al conocer con 23 años a Encarnita: su primer amor y actual esposa. Insultos de familiares, amigos que les dieron la espalda y una terapia de electro shock recomendada por un psiquiatra para ‘arrancar’ a Paulina sus sentimientos, son algunos de los infortunios que nunca tendrían que haber vivido.
Cuando el gobierno del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero aprobó el matrimonio homosexual en 2005, ya vivían juntas en Barcelona. Fue allí donde, al rezar en repetidas ocasiones por el colectivo LGTBI, un párroco les cerró las puertas de su iglesia para siempre.
Hoy se definen como ovejas sin pastor. Y sus fuerzas para seguir reivindicando la creación de una pastoral para personas LGTBI no piensan flaquear: “Estamos hartas de declaraciones insólitas del Papa Francisco. Queremos que actúen. Que nosotras no tengamos que salir de la Iglesia. Porque nosotras no somos personas indeseables”.
Paulina es asociada a AGCIL (Associació de Lesbianes, Gais, Bisexuals o Transexuals de Catalunya) y una de las fundadoras de la Fundació Enllaç.
Andrés Gioeni, 46 años: “Al terminar la jornada en una librería eclesiástica desfilaba en slips”
“¡Tortilleras!”. “¡Maricón!”. “¡Desviados!”. En alguna ocasión la mayor parte de nosotros hemos sido testigos de expresiones homófobas que inmediatamente nos han generado aversión. Aunque la sospecha de que el más intolerante puede esconder aquello que aborrece, es incluso capaz de suscitarnos compasión.
Desde Argentina, Gioeni escribió un guión muy similar. Durante el sacerdocio discriminó a compañeros que consideraba afeminados llegando a ordenar cuatro expulsiones del seminario. “Era muy homófobo. Tenía un espejo enfrente en el que no quería mirarme”, reconoce.
La verdadera lucha interna llegó después de su primera relación sexual con un hombre: “Me sentí sucio. Me convertí en todo lo que creía que era malo. Me bañé y fui directo a confesarme sin decir que era sacerdote”. Nada cambió. Cuando el paso de los meses le confirmó que entre las paredes de la iglesia nunca podría materializar sus sentimientos, colgó los hábitos.
En 2001 pasó a ser comercial de una editorial religiosa de Buenos Aires, pero no le faltaban ganas de querer romper la burbuja en la que había vivido asilado en el mundo eclesiástico. Lo consiguió. Trabajar de incógnito como modelo de ropa interior en una tienda de la calle Santa Fe le catapultó a posar desnudo para una revista gay de tirada nacional llamada Imperio.
Los llantos de su madre a través del teléfono le notificaron que las imágenes habían llegado a su Mendoza natal. Y una carta de expulsión del episcopado, aunque ya no era sacerdote, anunció que todo el clero estaba al corriente de su sexualidad. No le importó que llegaran palabras desconsoladas a sus oídos. Había alcanzado su meta: sacarse el disfraz que le oprimía. Más tarde llegó Luis. El marido que nunca le hizo elegir entre él y su fe.
Juani, 57 años: “Quiero que la Iglesia sea una comunidad en la que todos nos respetemos”
Juani siempre lo supo. Pero nunca se sintió culpable. “Desde que tengo uso de razón soy homosexual y creyente. Creo que si Jesús es amor y bondad es imposible que piense que soy mala persona”, dice con total convicción.
Durante años defendió en su parroquia de Madrid los derechos de los homosexuales hablando en tercera persona. Un día decidió que no quería esconderse ni un minuto más. Varios asuntos personales, junto a la certeza de que los feligreses no harían más que intentar convencerla de que era heterosexual, provocaron que dejara la comunidad en el 2002.
Un paso que la llevó a ensalzar su fe sin miedo entre grupos cristianos LGTBI y a ofrecer consuelo a monjas lesbianas que viven tan atrapadas como lo estuvo ella en su momento. Siendo presas de la culpa, sienten que llevan una doble vida que podría marcar el fin de su vida eclesiástica. Y para Juani eso solo puede tacharse de estupidez. “Tiene narices la cosa. Si estáis viendo que somos tan cristianas como vosotros, ¿qué os importa lo qué nos guste”?.
Hayamos tenido a un Dios al que venerar o no, seamos de la comunidad LGTBI o no, todos podemos sentir empatía por la verdad que se asoma entre estas cuatro historias. Nadie tiene potestad para determinar si somos dignos de espiritualidad. Y por descontado, tampoco para decirnos a quién debemos querer.
Juani, que prefiere conservar su anonimato, es activista y miembro de Nueva Magdala y de Mujeres y teología.
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