Hoy la palabra “salvador” nos suena raro, sobre todo cuando nos empeñamos en juzgar las expresiones del pasado con criterios actuales. Muchos entienden la salvación como el hecho individual de alcanzar la vida eterna a base de méritos, pero como decía un amigo jesuita: “El sueño de Dios no puede ser la raquítica salvación de media docena de perfectos, sino toda la Humanidad realizada y perfecta que alcanza su plenitud”. Una humanidad formada por personas que no viven esclavas del dinero ni de las cosas que se pueden comprar con dinero. A las que se les remueven las entrañas ante la desgracia ajena. Que son tolerantes y conciliadoras. Que trabajan por la paz y la justicia. Una humanidad en la que los más importantes son los más necesitados; en la que los primeros son aquellos que se hacen servidores de todos y esclavos de todos…
La expresión “Jesús nos salva, nos libra del pecado”, no tiene nada que ver con ningún acto jurídico por el cual alcanzamos el perdón de unas supuestas ofensas a Dios –miremos lo ofendido que se sentía el padre del hijo pródigo–, sino con el hecho de que nos ayuda a liberarnos de la fascinación que nos producen muchas cosas que no merecen la pena y que acaban arruinando nuestra vida… ¿Y cómo lo hace?… Pues con una propuesta fascinante que da todo el sentido a nuestra vida; que nos empuja a vender nuestros pequeños ídolos, banales e irrelevantes, para comprar, llenos de alegría, el tesoro que hemos encontrado escondido en un campo.
Las primeras comunidades cristianas participaban de este espíritu, eran fértiles y no dejaban de crecer. En ellas no había necesitados “porque nadie consideraba sus bienes como propios”. Les ocurría igual que a su maestro; que causaban fascinación entre la gente e irritaban sobre manera a los dirigentes –que los perseguían y los mataban–. Luego aquello se contaminó con filosofías ajenas a la Buena Noticia, vino Constantino, el poder, la influencia, la jerarquía de corte monárquico… y aquel espíritu inicial comenzó a decaer. Hoy, tras muchos siglos, hay motivos para la esperanza y no podemos desaprovecharla.
Pensamos que un cristiano es el que trata de parecerse a Jesús de Nazaret, “que pasó por el mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal” –según palabras de su íntimo amigo Pedro–, y punto final. Todas las demás manifestaciones de cristianidad probablemente estén muy bien, pero no constituyen la esencia del cristiano. En nuestra sociedad, a los cristianos se nos identifica con gente acomodada que ha sido capaz de hacer pasar al camello por el ojo de una aguja, es decir, de compaginar sin ningún rubor, su condición de cristiano con la plena participación en la sociedad de consumo.
Volvamos a la Navidad. Una celebración es importante en la medida en que lo es el acontecimiento que se celebra, y lo que estos días celebramos es de la máxima importancia. Porque celebramos que en aquel niño, hemos descubierto que podemos vivir, que esto tiene sentido, que está pensado por una Madre. Quizás importe poco que la hayamos convertido en una orgía de consumo –antítesis de lo que en principio se celebra–, porque seguirá mereciendo la pena si hay personas que se reencuentran con aquel espíritu capaz de transformar el mundo… y destinado a ello.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
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