José María Castillo: “En la codificación de los derechos en la Iglesia, la mujer ni se menciona”
“Jesús jamás prohibió a las mujeres actividad alguna en su comunidad”
“La violencia no tiene más solución que suprimir toda desigualdad en derechos”
(José M. Castillo, teólogo).- La desigualdad en derechos, dignidad y seguridad de las mujeres, respecto a los hombres, en España al menos, va en aumento. El dato aterrador de la cantidad creciente de mujeres, que son maltratadas, amenazadas y asesinadas por los hombres, en nuestro país, es elocuente y preocupante. Y conste que las religiones – y nuestra Iglesia en concreto – tienen una dosis importante de responsabilidad en este patético asunto.
Un dato sospechoso: he buscado en el “Índice de materias”, del vigente Código de Derecho Canónico, la palabra “mujer” y resulta que, en la codificación de los derechos en la Iglesia, la mujer ni se menciona. ¿Es que la mujer carece de derechos en la Iglesia? Y si en la Iglesia, los derechos de la mujer son inferiores a los de los hombres, ¿con qué autoridad puede la Iglesia pedir a los poderes públicos que respeten a la mujer?
¿Qué pensó Jesús sobre este asunto? Para dar respuesta a esta pregunta importante, es necesario tener alguna idea sobre la situación social de la mujer en el pueblo y en la cultura en que nació y vivió el mismo Jesús.
Afortunadamente, contamos con abundante documentación histórica sobre este asunto. Uno de los mejores estudiosos del tema, el profesor Joachim Jeremias, se fija, más que en teorías, en hechos muy concretos. Por ejemplo: Cuando la mujer judía de Jerusalén salía de casa, llevaba la cara cubierta con un tocado que comprendía dos velos sobre la cabeza, una diadema sobre la frente con cintas colgantes hasta la barbilla y una malla de cordones y nudos; de este modo no se podían reconocer los rasgos de su cara (Billerbeck III, 427-434).
Es más, la mujer que salía sin llevar la cabeza cubierta, es decir, sin el tocado que velaba el rostro, ofendía hasta tal punto las buenas costumbres, que su marido tenía el derecho, incluso el deber, de despedirla, sin estar obligado a pagarle la suma estipulada, en caso de divorcio, en el contrato matrimonial (Kat. VII, 7).
Pero había algo peor. El sabio judío Filón de Alejandría nos informa de que “mercados, consejos, tribunales, procesiones festivas, reuniones de grandes multitudes de hombres, en una palabra: toda la vida pública, con sus discusiones y sus negocios, tanto en la paz como en la guerra, está hecha para los hombres. A las mujeres les conviene quedarse en casa y vivir retiradas” (J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, 372).
Y conste que lo más duro era el derecho matrimonial. Hasta la edad de doce años y medio una hija no tenía derecho a rechazar el matrimonio decidido por su padre, que podía incluso casarla con un deforme. Más aún, el padre podía incluso vender a su hija como esclava (Ex 21, 7).
Pues bien, así las cosas, los evangelios nos informan de que Jesús, en cuanto empezó su actividad pública, lo primero que hizo fue reunir un buen grupo de discípulos, que “le seguían” por caminos y pueblos. Lo notable es que era un grupo mixto, de hombre y mujer, como explica (con sus nombres y origen familiar) el evangelio de Lucas (8, 1-3). Una lista paralela a las demás listas de discípulos (Lc 6, 12-16; Hech 1, 13; Mc 3, 13-19; Mt 10, 1-4) (F. Bovon). Y conste que las mujeres, que enumera Lucas (con sus nombres, algunas de ellas), eran lo mismo personas de la mejor sociedad (B. Witherington), que mujeres de las que Jesús había tenido que expulsar “siete demonios” (Lc 8, 2).
Además, en una sociedad sin la justa libertad, Jesús creó, para él y para quienes le acompañaban, su propia libertad. De ahí que se dejó perfumar y besar por mujeres (Mc 14, 3-9; Mt 26, 6-13; Jn 12, 3), en algún caso personas de la peor fama (Lc 7, 38). Un tema que, con frecuencia, los predicadores eclesiásticos se han callado o lo han disimulado, como tantas otras cosas que indebidamente se suelen ocultar en ambientes clericales.
La llamativa confianza, que Jesús tuvo con una samaritana poco ejemplar (Jn 4, 4-30), con Marta y María (Lc 10, 38-41), con la Magdalena (Lc 8, 2; Jn 20, 11-18), el hecho de que, cuando los discípulos les habían abandonado en la pasión (Mc 14, 30), quienes iban junto a él llorando eran un grupo de mujeres (Lc 23, 27).
Además, se nos recuerda que hasta el mismo momento de la muerte, en el Calvario estuvieron un buen grupo de mujeres (Mc 15, 40-41). Y, para concluir este rápido recorrido de recuerdos evangélicos, no debemos olvidar que, en los relatos de apariciones del Resucitado, las mujeres tuvieron la más destacada preferencia (Mc 16, 1-8; Mt 28, 1-10; Lc 24, 1-12; Jn 20, 11-18).
La Iglesia naciente comprendió – y lo dejó testificado en la “memoria subversiva” de Jesús – que la “humanización de Dios”, en Jesús (eso es el misterio de la Encarnación), solamente se acepta y se vive cuando el respeto y la puesta en práctica de la igualdad, en dignidad y derechos, del hombre y de la mujer, se hace, no meramente ley, no simplemente derecho, sino únicamente cuando eso es una realidad patente y palpable.
Una realidad que todas las autoridades, empezando por la de la Iglesia, luchan y se aferran al empeño por conquistar la plena igualdad, respetando (como es lógico) las diferencias inherentes a nuestra condición natural.
Mientras las mujeres no tengan los mismos derechos económicos que los hombres, la misma dignidad para cualquier trabajo, la misma libertad en las relaciones domésticas, profesionales, sociales y religiosas, habrá familias en las que la mujer aguanta lo que le echen encima, porque sabe que, si el marido la deja, ¿de qué vive? ¿cómo sale adelante? ¿qué hace con sus hijos? La “violencia de género” no se resuelve con un teléfono. Ni con alejar al violento doscientos metros. La violencia no tiene más solución que suprimir toda desigualdad en derechos, respetando las diferencias.
Y para terminar, ¿dónde está dicho que las mujeres no pueden ser sacerdotes o no pueden ejercer cargos de gobierno en la Iglesia? La respuesta a esta pregunta no pertenece a la fe. Es un asunto cultural. Jesús jamás prohibió a las mujeres actividad alguna en su comunidad. Y se enfrentó a los fariseos cuando le plantearon la pregunta sobre el privilegio unilateral del varón para repudiar a la mujer (Mt 19, 1-12; cf. Deut 24, 1).
Como se enfrentó igualmente a letrados y fariseos cuando le trajeron a una mujer sorprendida en adulterio (Jn 8, 1-11). ¿Y el individuo que estaba adulterando con aquella mujer no tenía responsabilidad en aquello? ¿No tendrían que haberlo traído a él también? ¿O es que aquel hombre tenía derecho a quedar oculto, mientras que a la mujer había que matarla? ¿Por qué quiénes somos religiosos, seremos, a veces, tan hipócritas?
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