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“Conquistar Canaán” por Carlos Osma

Martes, 5 de diciembre de 2017

guerrabibliaDe su blog Homoprotestantes:

Cristianos y cristianas lgtbi corremos los mismos riesgos que el resto cuando, decididos a apropiarnos de las palabras del texto bíblico, lo alejamos de tal forma de su sentido original que más que actualizarlo para que nos interpele, lo convertimos simplemente en una justificación de nuestros planteamientos previos. Aconseja el libro de Josué aquello de: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la Ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que está escrito en él, porque entonces harás prosperar tu camino y todo te saldrá bien[1]”. Algunos y algunas, decididos a prosperar y liberarnos de la ideología heteronormativa que nos ha pretendido robar el acceso a la Biblia, nos acercamos a ella de manera acrítica, repitiendo los mismos errores que cometen quienes la utilizan para deshumanizarnos y hacernos daño. Y cegados por nuestra voluntad inquebrantable de demostrar que somos fieles a lo que “nos dice la Biblia”, nos apropiamos de las promesas que supuestamente ella nos otorga: “Mira que te mando que seas valiente; no temas ni desmayes, porque el Señor, tu Dios, estará contigo donde quiera que vayas[2]”.

La primera vez que escuché los dos versículos que he citado anteriormente tendría unos quince o dieciséis años, fue en un encuentro de jóvenes cristianos que todo el mundo identificaba como heterosexuales. Para quienes allí estábamos, acostumbrados a ser una minoría insignificante en nuestro entorno, y llamados a evangelizar a toda persona que tuviéramos cerca, escuchar que Dios estaba del lado de nuestra pequeña minoría y que no nos abandonaría nunca; aunque parezca estúpido, nos otorgaba una identidad, un proyecto, y la falsa seguridad de que finalmente siempre tendríamos éxito. Al acabar el encuentro y volver a casa, busqué de nuevo estos textos y leí íntegramente el libro donde se encuentran. Allí descubrí que estas palabras fueron puestas en boca de Dios para decirle a Josué que, después de la huida de Egipto y de vagar durante años por el desierto, los israelitas tenían frente a ellos la tierra prometida donde podrían vivir en libertad. Para conseguirla bastaba con someter o expulsar a las personas que la ocupaban. No se hablaba de los sueños, de los sufrimientos, de la vida de quienes vivían en aquella tierra, eran simplemente personas que no formaban parte del pueblo de Dios y que no seguían la Ley; por tanto, eran susceptibles de ser eliminadas. Y así lo hicieron, en Jericó por ejemplo, “destruyeron a filo de espada todo lo que en la ciudad había; hombres y mujeres, jóvenes y viejos, hasta los bueyes, las ovejas y los asnos[3]”. Algo que repitieron en el resto de ciudades hasta finalmente conquistar la tierra: “tomó Josué todas las ciudades de aquellos reyes y los hirió a filo de espada[4]”. Me escandalizó lo que leí, y me resultó imposible identificarme con el Dios de Josué, y la fe de quienes eran sus ciegos seguidores. Pero con el tiempo descubrí que todo lo que este libro explica forma parte del ADN de muchas comunidades cristianas: la fe en un Dios que divide el mundo en nosotros y ellos, y que anima a utilizar cualquier estrategia, por inhumana que sea, para imponer su voluntad. Todo ello apelando a una ley revelada e incuestionable.

Bastantes años después, estudiando más profundamente la Biblia, descubrí que el Dios con el que me topé en el libro de Josué, era realmente el Dios del rey Josías, que reinó en Judá entre el 639 y el 608 a.C. O más bien, al que apeló para llevar a cabo su proyecto político que consistía en expandir Judá hacia el norte para reconquistar el territorio de Israel, que casi cien años antes había caído en manos del Imperio Asirio, centralizar el culto en el Templo de Jerusalén y crear un gran Estado. Este proyecto necesitaba lo que hoy llamaríamos un relato que fuera consistente y le diera legitimidad. El libro de Josué lo consigue relacionando los anhelos de Josías con una historia heroica y triunfal sobre los orígenes del pueblo israelita, y haciendo del Libro de la Ley la norma divina básica que regía la vida del pueblo. Un Libro de la Ley que supuestamente el sumo sacerdote había descubierto en el Templo[5] durante el reinado de Josías, pero que los especialistas creen que fue compuesto en aquella época[6]. A Josías le importaba bien poco la vida de las personas que vivían en Israel, y por esa misma razón, su Dios quería acabar con ellas y robarles lo que era suyo. Pero de la misma manera, no daba valor alguno a la vida de sus súbditos, porque únicamente eran soldados al servició de sus aspiraciones. Que el Dios de Josías no podía cumplir sus promesas lo atestigua que finalmente este rey aspirante a mesías murió en la batalla de Meguido contra el rey de Egipto[7]. Veinte años después Nabucodonosor destruyó el reino de Israel, la ciudad de Jerusalén y el Templo, dando lugar a la deportación y el exilio a Babilonia de gran parte de la población israelita.

Muchos cristianos y cristianas de hoy, acostumbrados a reflexionar su fe a partir de una lectura literal de la Biblia que reconocen como Ley, siguen al Dios de Josías. Para ellos las personas lgtbi no tenemos vidas, ni esperanzas ni familias; solo somos una amenaza para sus deseos de conquistar el mundo a golpe de Biblia. Sus posiciones siempre son de lucha y confrontación, de posesión de la verdad frente a los que vivimos en el engaño, de depositarios de la salvación frente a quienes estamos perdidos en nuestro pecado. Y llaman a la guerra, una guerra que produce víctimas, que hace sufrir a gente a la que no quieren poner ni voz ni rostro, porque su teología se basa en la deshumanización de los diferentes. Se aferran a una Ley que llaman divina, pero que apesta a inhumanidad e intolerancia. Generan muerte sí, pero como Josías, no tienen futuro, porque quien predica y sigue a un Dios de muerte, finalmente logrará su objetivo de encontrarse cara a cara con él. Además, como en el caso de Josías, su discurso es sólo un falso relato disfrazado de religiosidad, con el que engañan a millones de personas que necesitan formar parte de un ejercito que les diga lo que tienen que hacer, y les prometa un mundo que no existe.

Ya hemos hablado de ellos, de quienes siguen al Dios de Josías, pero la pregunta más importante es sobre nosotros, sobre si las personas lgtbi debemos olvidar las promesas de Dios a Josué, y arrancar este libro de nuestras Biblias. En mi opinión, no creo que debamos hacer algo diferente a lo que hicieron los primeros cristianos cuando leían sus textos bíblicos: releerlos a partir del evangelio, de su experiencia con Jesús de Nazaret, y del Dios Padre que éste les había revelado. Un Dios de amor que llamaba a la salvación de todas y todos, que no hacía diferencia entre seres humanos, y que siempre se oponía a cualquier lectura legalista que produjese víctimas. Por eso más que idealizar la entrada de los israelitas en Canaán al gusto de los poderosos, quizás deberíamos tener en cuenta que en realidad sus tribus entraron de manera pacífica en el curso de las trashumancias[8]. Lo que buscaban no era expulsar o asesinar a otras personas, sino encontrar lugares donde poder vivir mejor junto a sus familias. Cuando cristianos y cristianas lgtbi llegamos frente a la tierra prometida, huyendo de aquel lugar donde no éramos humanos, sencillamente carne al servicio del Faraón heteronormativo; cuando por fin, tras dar vueltas por el desierto de la tentación, nos damos cuenta que ahora depende de nosotras y nosotros dar el paso definitivo que nos situará en una tierra más justa; deberíamos atrevernos a hacerlo teniendo en cuenta dos cosas importantes: Que las personas que allí viven deben ver respetada su voluntad de ser felices, y que nuestro bagaje, nuestra experiencia de liberación, no debe ser impuesta, pero sí compartida.

La sociedad en la que vivimos, la iglesia a la que pertenecemos, puede ser Egipto, y en ese caso solo nos queda la posibilidad de la huida si queremos ser felices. Pero también puede ser Canaán, una tierra con sus propias costumbres, que no nos lo pondrá fácil para construir lugares inclusivos pero donde es posible abrir espacios para la convivencia. En ese caso, podríamos dejar de escondernos, de permitir que otros y otras decidan por nosotros, de pasar desapercibidos. No es fácil, hemos sido educados para sobrevivir sin levantar sospechas, con una enorme capacidad para el mimetismo. Sin embargo, creo que ahora, para poder vivir en Canaán, ya no podemos conformarnos con eso, nuestro reto pasa por esforzarnos y ser valientes, no tener miedo ni desmayar, y confiar que el Dios de amor de Jesús esté a nuestro lado para poder vivir y compartir anhelos, sueños, temores, experiencias o deseos, de forma pública. Compartir no para hacer una sociedad a nuestra imagen y semejanza, sino una sociedad más inclusiva para todas y todos. Necesitamos una tierra como Canaán, pero Canaán también nos necesita a nosotras y nosotros. No lo lograremos con ejércitos ni con espadas, será el espíritu del Dios de amor de Jesús quien nos guie hasta la victoria definitiva. Una victoria donde la única víctima será la injusticia.

Carlos Osma

[1]    1,8

[2]    Jos 1,9

[3]    6,21

[4]    11,12

[5] 2 R 22,8.

[6] Finkelstein, I. “La Biblia desenterrada” (Editorial Siglo XXI. Madrid, 2003). Pág. 309.

[7] 2 R 23, 28-30.

[8] Von Rad, G. “Teología del Antiguo Testamento Vol I” (Ediciones Sígueme. Salamanca, 1969). Pág. 372.

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