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Un canto de amor a la viña.

Domingo, 8 de octubre de 2017

red-vineyards-vincent-van-gogh-12483405-723-575Mt 21, 33-43

El símbolo de la viña nos está acompañando desde hace varias semanas. Dos domingos atrás contemplábamos a Jesús explicando a sus discípulos a qué se asemeja el Reino de los Cielos, a través de una parábola sobre un propietario que, desde el amanecer hasta el anochecer, contrata jornaleros para su viña y, al final del día, paga lo mismo a todos.

El domingo pasado el evangelio nos presentaba al Maestro contando una nueva historia –esta vez a los sumos sacerdotes y a los ancianos- en la que los protagonistas son los dos hijos de un hombre que pide a ambos que vayan a trabajar a la viña. La respuesta del primero fue negativa sin embargo, más tarde, se arrepintió de lo dicho y fue a trabajar. El segundo hijo, en cambio, respondió afirmativamente a su padre, pero finalmente no cumplió su palabra. La narración acaba con una sentencia de Jesús acusando a sus oyentes de ser como el segundo hijo y afirmando que los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el Reino de Dios.

Hoy el evangelio nos invita a escuchar a Jesús dirigiéndose, de nuevo, a los sumos sacerdotes y senadores del pueblo y escogiendo, una vez más, el símbolo de la viña. En esta ocasión, y en progresión ascendente con respecto a las anteriores, la parábola que Jesús cuenta es tremendamente impactante. Tal y como comienza la narración y, después de haber leído la primera lectura de Isaías con su canto de amor a la viña (Is 5,1ss), no podemos más que imaginarnos el amor y la ternura del propietario de una viña que, con sus propias manos la planta, la rodea con una cerca, cava en ella un lagar y hasta construye, para protegerla, la casa del guarda. La mima y cuida y, tras atender hasta el último detalle, la confía a unos labradores.

Lo doloroso comienza en el momento en el que, al enviar a sus criados para recibir los frutos de la viña, el dueño ve cómo uno tras otro es apaleado, apedreado o asesinado por estos labradores hasta llegar a un final desgarrador: el asesinato del heredero de la viña, de su propio hijo. Jesús concluye el relato declarando con firmeza a los oyentes: “se os quitará a vosotros el Reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”.

Tras todo este recorrido se hace innecesario explicar el símbolo de la viña y, puesto que el evangelio de Mateo fue escrito en el seno de unas primeras comunidades cristianas procedentes del judaísmo, podemos entender aún mejor que, para este evangelista, la viña es símbolo del pueblo elegido y que el propietario no es otro sino Dios que ha ido enviando uno a uno a sus profetas hasta llegar a enviar a su propio hijo Jesucristo. Los labradores son esos sumos sacerdotes, senadores y ancianos que le escuchan, los jefes religiosos de su tiempo, que en lugar de entregar los frutos de la viña -el derecho y la justicia a las que se refiere el texto de Isaías-, entregaron lo que el mismo profeta expresa como asesinatos y lamentos.

Una parábola dura, pero que hoy es también Palabra que se dirige a nosotros. Puede suceder que nos cueste identificarnos con esos labradores “egoístas y malvados” que parecen querer la viña para ellos solos. Sin embargo, seguramente se nos hará más cercana la historia si pensamos que esa alegoría hace referencia a la actuación de los responsables religiosos judíos. Aún más si somos capaces de observar a estos dirigentes sin prejuicios adquiridos y comprender que su actuación no surge del egoísmo y la maldad, sino de un celo real por la Ley, por el culto, por aquello que ellos habían aprendido como “lo deseado por Dios”.

Cuando, en nuestra jerarquía de valores, lo relativo queda por encima del Absoluto; cuando nos preocupamos por “cumplir”, pero no por cuidar la relación con el Propietario de la viña a la que hemos sido enviados, podemos estar actuando como los trabajadores de la parábola. Los labradores, de hecho, hicieron bien su trabajo. A diferencia de la lectura de Isaías, en la que se explica que en lugar de dar uvas, la viña da agrazones, en el evangelio no se cuestiona que la viña haya dado frutos. Lo que se pone en cuestión es el modo en el que los labradores se han situado en esa viña, no llegando a reconocer que dichos frutos no les pertenecían a ellos sino al dueño de la misma.

También la viña puede ser para nosotros hoy símbolo de nuestra casa común, la Madre Tierra. El Dios de la ternura, de la humanidad y el cuidado ha puesto en nuestras manos una viña que ha embellecido y preparado para dar abundantes frutos. Como a los labradores de la parábola, también a nosotros nos hace co-creadores con Él en su obra, para que la cuidemos, protejamos y amemos, posibilitándole dar todos sus frutos. También para que la disfrutemos, pero conscientes de ser obreros en ella, no dueños de la misma. El Dios de la entrega y del amor extremo nos invita a relacionarnos con Él, a acoger esta encomienda y a reconocer que todo es del Hijo, quien será la piedra angular de nuestra vida si lo acogemos y sabemos entregarle todo lo que hemos recibido. Sólo de esa manera nuestra viña dará su fruto y sabremos trabajar en ella desde la creación de lazos de fraternidad y entendimiento, junto a otras y otros que también fueron llamados a cuidar de ella. Y así, unidos en el Hijo, continuaremos cantando un canto de amor a la viña.

Inma Eibe, ccv

Fuente Fe Adulta

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