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Las “mujeres diácono” en la era apostólica y subapostólica, por Giancarlo Pani

Martes, 26 de septiembre de 2017

image-13La figura de la mujer en la sociedad ha cambiado radicalmente en comparación a los tiempos antiguos, y las perspectivas para el futuro podrían cambiar en el seno de la iglesia. Por el momento, el Papa Francisco quiere escuchar a las mujeres con la guía del Espíritu y se ha comprometido a instituir una comisión para estudiar el papel de la mujer en la iglesia católica. Es por eso que en el siguiente post os dejamos una reflexión de carácter histórico de la mano del escritor Giancarlo Pani S.I.

El 12 de mayo de 2016, en ocasión de la audiencia general a las superioras generales de las órdenes religiosas, una hermana preguntó al papa Francisco por qué las mujeres estaban excluidas de los procesos de decisión en la Iglesia y de la predicación en la celebración eucarística, siendo así que, según sus mismas palabras, «el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida de la Iglesia y de la sociedad».[1]

En su respuesta, Francisco hizo referencia a la existencia de diaconisas en la Iglesia antigua: «Parece que el papel de las diaconisas era ayudar en el bautismo de las mujeres […], también para hacer las unciones sobre el cuerpo de las mujeres».

Y tenían también otra tarea: «Cuando había un juicio matrimonial porque el marido golpeaba a la mujer y ella iba al obispo a lamentarse, las diaconisas eran las encargadas de ver las marcas en el cuerpo de la mujer por los golpes del marido e informar al obispo».

Por último dijo el Papa: «Quisiera constituir una comisión oficial que pueda estudiar la cuestión: creo que hará bien a la Iglesia aclarar este punto; estoy de acuerdo, y hablaré para hacer algo de este tipo».[2]

Tres meses más tarde, el 2 de agosto, el Papa hizo honor a su compromiso e instituyó la comisión para estudiar el tema del diaconado femenino sobre todo en la historia. La comisión ya ha comenzado su trabajo. En espera de conocer sus conclusiones, queremos realizar aquí una reflexión de carácter histórico.

Los Evangelios y las mujeres

La novedad saltó de inmediato a los medios del mundo católico y no católico, provocando reacciones diversas y opuestas. Algunos consideran que el diaconado permanente de las mujeres es un regreso a lo que estaba en vigor en la Iglesia antigua, y, por tanto, algo legítimo. Otros, por el contrario, lo consideran el primer paso hacia el sacerdocio de las mujeres y estiman que esto no es posible en la Iglesia católica.

Los Evangelios muestran, respecto de la mujer, una actitud nueva y positiva, libre de prejuicios: Jesús habla en público con mujeres, comportamiento que en la época se consideraba poco digno de un maestro. Él «se opone a todos los hombres que en nombre de la ley judía querían condenar a la adúltera, defiende el gesto afectuoso de María de Betania contra las críticas, alaba en la pecadora arrepentida una actitud de amor muy superior a la de Simón el fariseo, en el tiempo de la resurrección se aparece a María Magdalena antes de mostrarse a los apóstoles».[3] Esta última elección es, tal vez, la más significativa: el Señor confió a María Magdalena el primer mensaje de la resurrección, sobre el cual se funda el cristianismo, y su testimonio se difundió en el mundo entero mediante el anuncio evangélico.[4]

Jesús sabía bien que el testimonio de las mujeres iba a ser recibido como «delirio» (cf. Lc 24,11), pero las eligió igualmente para una tarea primordial de testimonio en la Iglesia y para iluminar a los mismos apóstoles.[5] Análogamente, la primera comunidad cristiana tiene un modo innovador de relacionarse con la mujer, hasta tal punto que este período es considerado por los estudiosos como «una primavera para el ministerio femenino. […] Varios historiadores están convencidos de que, en el tiempo de la primera evangelización, las mujeres no solo participaban en la misión, sino que dirigían también ekklēsíai domésticas».[6]

Las «mujeres diácono» en la era apostólica y subapostólica

En cuanto a las «mujeres diácono», pocos son los pasajes del Nuevo Testamento en los que se hace referencia a ellas. La carta a los Romanos habla de ellas en el último capítulo, donde Pablo dice: «Os recomiendo a Febe, nuestra hermana, que además es servidora [diákonos] de la Iglesia que está en Céncreas» (Rom 16,1). Febe es la única mujer diácono de la Iglesia del siglo I cuyo nombre se conoce.[7] Su condición de «diácono de la Iglesia» está en femenino,[8] algo puesto de manifiesto por la estructura misma de la frase, que hace resaltar su función diaconal pero sin especificar los ámbitos de servicio. Pablo le asocia otra cualificación, la de prostatis (el que se ocupa, el benefactor), para indicar otra tarea específica de Febe.[9]

En cualquier caso, es difícil no dar al término «diácono» el mismo significado de «diácono del Evangelio» que Pablo atribuye a sí mismo y a sus colaboradores.[10] Orígenes comenta de la siguiente manera este pasaje: «También hay mujeres constituidas en el ministerio de la Iglesia. […] Por eso, [el Apóstol] enseña […] que en la Iglesia hay mujeres ministras, y que deben ser incorporadas al ministerio aquellas que hayan asistido a muchos y que, por sus buenos servicios, hayan merecido llegar a la alabanza apostólica».[11]

Las mujeres ejercían también funciones de apostolado y de profecía, como resulta de Rom 16,7: «Saludad a Andrónico y a Junia, mis parientes y compañeros de prisión, que son ilustres entre los apóstoles [en toîs apostólois] y además llegaron a Cristo antes que yo». Se trata, tal vez, de una pareja de cónyuges. En el texto griego resulta problemático el género del nombre Junia, que podría ser masculino,[12] pero de hecho es femenino.[13]

San Juan Crisóstomo comenta: «Estar entre los apóstoles es ya una gran cosa, pero ser ilustres entre ellos [es] un gran elogio. […] Esta mujer es estimada digna del apelativo de los apóstoles».[14] Según Crisóstomo, el nombre de Junia es el de una mujer, y se la califica con el título de los «apóstoles». Se trata del mismo término con el cual Pablo se define a sí mismo en la presentación de las cartas.[15]

Otro documento es el pasaje de 1 Tim 3,11, donde el autor, después de haber dado instrucciones para los obispos y los diáconos, se refiere a las «mujeres», que deben ser «respetables, no calumniadoras, sobrias, fieles en todo». Pero ¿quiénes son estas «mujeres»? ¿Son, tal vez, las esposas de los diáconos que se acaban de mencionar? En este caso habríamos esperado la expresión «sus mujeres». La opinión de los exégetas es hoy unánime: se trata de las «mujeres diácono» de la comunidad.[16] Este pasaje es considerado como un argumento importante para el instituto de las «mujeres diácono».[17]

También hay que señalar en este lugar una carta de Plinio el Joven al emperador Trajano (ca. 111-113) en la que se habla de ministrae, un término que podría ser la traducción de diákonoi.[18] El gobernador daba una noticia recibida de los mismos cristianos: «He creído necesario someter a la tortura a dos esclavas a las que se llamaba ministrae».[19] Si es imposible precisar las funciones a las que hace alusión el término, lo cierto es que el autor aporta un testimonio en favor de la existencia, en el siglo II, de una forma de diaconado femenino.[20]

Corresponde recordar aquí que, para los dos primeros siglos, los términos «diácono» y «epíscopo» no tienen una codificación particular (como la que se sigue de una «ordenación»), sino que indican un encargo, por parte de una autoridad de la Iglesia, a un cristiano para una tarea particular en la comunidad. No se puede proyectar sobre estos términos el significado que se funda en una interpretación sacramental posterior.[21]

Los siglos siguientes

En los primeros tiempos de la historia de la Iglesia, semejante protagonismo de las mujeres no duraría mucho tiempo, sino que probablemente fue reabsorbido por la tradición judía. El pasaje de 1 Cor 14,33b-35, en el que se ordena a las mujeres guardar silencio en las asambleas, podría ser precisamente la señal de tal influencia (los exégetas lo consideran un agregado posterior); de todos modos, la restricción allí expresada se confirma en 1 Tim 2,11-12, donde dice el texto, categóricamente: «No consiento que la mujer enseñe ni que domine sobre el varón».

No obstante, en el siglo III las mujeres diácono son atestiguadas tanto por Clemente de Alejandría[22] como -según se ha visto- por Orígenes, pero de ahí no puede deducirse que en su época existiese un «orden» de «diaconisas». En cambio, eso mismo está documentado por la Didascalia de los apóstoles (un texto del año 240, en el ámbito siríaco).

Según el liturgista Aimé G. Martimort, se trata de un texto «que nos presenta a la diaconisa como un verdadero ministerio, a la vez pastoral y litúrgico».[23] En él se hace referencia al bautismo de las mujeres, que se administraba por inmersión; a las diaconisas se les pedía también que realizaran la unción bautismal y que asumieran la tarea de la instrucción religiosa de las neófitas. También debían cuidar de las enfermas. Su ministerio, no obstante, parece limitado: no podían ni bautizar ni enseñar.[24]

En el siglo IV hacen referencia al ministerio de las diaconisas Epifanio y las Constituciones apostólicas. El primero confirma que en la Iglesia existe «un orden de las diaconisas»[25] con la tarea de asistir a las mujeres durante la inmersión bautismal y en caso de enfermedad. Epifanio se muestra polémico contra las sacerdotisas de los montanistas, censuradas porque ejercen funciones sacerdotales, y remite a la Escritura, haciendo notar que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se excluye la existencia de cualquier sacerdocio femenino; subraya, además, que entre los apóstoles no hubo mujeres y que María, la madre de Jesús, no tuvo el sacerdocio.[26]

A finales del siglo IV las Constituciones apostólicas dan indicaciones concretas acerca de las funciones femeninas que las diaconisas desarrollan dentro del rito del bautismo, confirmando las indicadas por Epifanio y agregando que se prohíbe a las mujeres enseñar y bautizar, porque les está vedado el sacerdocio.[27]

En el rito de bendición de las diaconisas, tanto la palabra «ordenación» como la «imposición de las manos», como también las oraciones, son las mismas que se utilizan para el subdiácono y el lector.

En Occidente es el Ambrosiaster (a finales del siglo IV) el que afirma con fuerza que solo el varón es imagen de Dios y que, por tanto, sería una vergüenza que las mujeres hablaran en la Iglesia, del mismo modo que es inconcebible ordenar a una mujer al diaconado.[28] También algunos concilios particulares se pronuncian contra las mujeres que se arrogan funciones sacramentales.[29] No obstante, la Iglesia latina tiene una Oratio ad diaconam faciendam presente en el sacramentario Hadrianum de finales del siglo VIII.[30] En general puede afirmarse, de todos modos, que el diaconado femenino tuvo escasa difusión en Occidente.

Del siglo IV-V en adelante se producen hechos nuevos: disminuyen los bautismos de adultos y el tipo de vida de las diaconisas se acerca al de las mujeres que conducen una comunidad monástica. La «diaconisa» -atestiguan los padres capadocios- es ahora responsable de un cenobio femenino, y se ocupa de la atención a los pobres y necesitados.[31] Juan Crisóstomo tiene un amplio intercambio epistolar con varias diaconisas, entre ellas Olimpia, higúmena (o sea, abadesa) de un monasterio. El canon 15 del concilio de Calcedonia (año 451) afirma que las diaconisas son ordenadas mediante la imposición de las manos (cheirotonía); el ministerio se denomina leitourgía y no se permite a las diaconisas contraer matrimonio después de la ordenación.[32]

En Oriente, por lo menos a lo largo de toda la época bizantina, se ordena a diaconisas en los conventos femeninos. Las Iglesias ortodoxas tienen todavía hoy «diaconisas ordenadas», un instituto que nunca fue abolido.[33]

El «problema» del diaconado femenino

En Pentecostés de 1994 el papa Juan Pablo II resumió en la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis el punto de llegada de una serie de intervenciones precedentes del Magisterio (entre ellas la declaración Inter insigniores), concluyendo que Jesús eligió solamente a varones para el ministerio sacerdotal. Por tanto, «la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres […] Este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia».[34]

El pronunciamiento resultaba claro para cuantos consideraban poder discutir el rechazo de la ordenación sacerdotal de las mujeres. No obstante, dejaba también emerger de forma imprevisible un pasaje de Pablo VI del año 1975, en el que se afirma que la Iglesia debe «reconocer y promover el papel de las mujeres en la misión evangelizadora y en la vida de las comunidades cristianas».[35]

Algún tiempo después, como consecuencia de los problemas suscitados no tanto por la doctrina como por la fuerza con la que se la exponía, le era presentada a la Congregación para la Doctrina de la Fe una duda al respecto: si la Ordinatio sacerdotalis «se ha de entender como perteneciente al depósito de la fe». La respuesta fue: «Sí» [affirmative], y la doctrina fue calificada como infallibiliter proposita, es decir, que «se debe mantener siempre, en todas partes y por todos los fieles».[36]

Las dificultades de recepción de la respuesta crearon «tensiones» en las relaciones entre Magisterio y teología por los problemas asociados a ella; problemas que tienen que ver con la teología fundamental acerca de la infalibilidad. Es la primera vez en la historia que la congregación invoca explícitamente la constitución Lumen gentium, n.º 25, donde se proclama la infalibilidad de una doctrina por ser enseñada como debe considerarse de manera definitiva por los obispos dispersos por el mundo pero en comunión entre ellos y con el sucesor de Pedro.[37]

Además, la cuestión toca la teología de los sacramentos, porque se refiere al sujeto del sacramento del orden, que de manera tradicional es, precisamente, el varón, aunque sin contemplar los desarrollos que en el siglo XXI han tenido la presencia y el papel de la mujer en la familia y en la sociedad.[38] Se trata de dignidad, de responsabilidad y de participación eclesial.

Una observación del P. Congar

El hecho histórico de la exclusión de la mujer del sacerdocio por el impedimentum sexus es innegable. No obstante, ya en 1948, es decir, mucho antes de las contestaciones de los años sesenta, el P. Congar recordaba que «del hecho de que la Iglesia no haya hecho una cosa […] no es siempre prudente concluir que la Iglesia no pueda hacerla y que nunca la hará».[39]

Además, agrega otro teólogo, «el consensus fidelium de muchos siglos ha sido invocado en el siglo XX sobre todo con motivo de los profundos cambios socioculturales que han tenido que ver a la mujer. No tendría sentido sostener que la Iglesia tiene que cambiar solamente porque los tiempos han cambiado, pero sigue siendo verdad que una doctrina propuesta por la Iglesia pide ser comprendida por la inteligencia creyente.

La disputa sobre las mujeres sacerdote podría ser puesta en paralelo con otros momentos de la historia de la Iglesia; en todo caso, en la cuestión del sacerdocio femenino son claras las auctoritates, es decir, las posiciones oficiales del Magisterio, pero a muchos católicos les cuesta comprender las rationes de opciones que, más que expresión de autoridad, parecen significar autoritarismo. […] Hoy hay un malestar entre quienes no llegan a comprender cómo la exclusión de la mujer del ministerio de la Iglesia puede coexistir con la afirmación y la valorización de su igual dignidad».[40]

La objeción de fondo, que ha resurgido en el debate, sigue siendo la misma: ¿cómo es que la Iglesia antigua admitió a algunas mujeres al diaconado e incluso al apostolado? ¿Y por qué se excluyó después a la mujer de tales funciones?

La «gracia del diaconado» para las mujeres

En una intervención para las congregaciones generales antes del cónclave del año 2005, el cardenal Carlo Maria Martini habló de la posibilidad de estudiar la institución del diaconado para las mujeres, dado que la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis no había tocado la cuestión. Recordaba Martini que en la historia de la Iglesia antigua había diaconisas[41] y sugería un criterio de discernimiento, que es el mismo Concilio Vaticano II: regresar a las fuentes, estudiar los orígenes, valorar todo en la libertad de los hijos de Dios, pero sobre todo en una rigurosa fidelidad al Evangelio. Es el mismo criterio de discernimiento espiritual del papa Francisco.

Nuestra revista se ha interesado varias veces por el tema. Cabe señalar las aportaciones del P. Jean Galot, que se remontan a los años del Concilio y hacen referencia a la situación pasada.[42] Más reciente es el artículo del P. Piersandro Vanzan, que trata específicamente sobre las «diaconisas».[43] El autor rastrea su historia a través de las publicaciones posconciliares. El problema que no se llega a solucionar tiene que ver con la sacramentalidad de tales tareas, pues del examen de los textos antiguos los teólogos llegan a conclusiones opuestas.

J. Daniélou, R. Gryson y C. Vagaggini avalan una analogía sustancial entre la ordenación de las diaconisas y la de los diáconos.[44] En cambio, A. G. Martimort considera que las ordenaciones de las diaconisas orientales se sitúan, por decirlo así, a medio camino entre los órdenes mayores (diaconado, presbiterado, episcopado) y la amplia serie de ministerios menores (subdiaconado, acolitado, ostiariado, etc., que no son «ordenados»).[45]

Por último, el P. Corrado Marucci ha encarado el intrincado problema que tiene que ver con la presencia, las funciones y la sacramentalidad del diaconado femenino en la Iglesia del primer milenio.[46] Él afirma que la mayor parte de los estudiosos reconoce que las ordenaciones de las diaconisas tenía dignidad sacramental, y concluye subrayando que «la casi totalidad de los argumentos lleva a considerar muy probable que las diaconisas de la Iglesia antigua y medieval recibiesen una ordenación sacramental análoga a la de los diáconos».[47] Es la gracia del diaconado para las mujeres.[48]

Observaciones finales

Según lo dicho no hay duda alguna de que en el siglo V (can. 15, concilio de Calcedonia)[49] la Iglesia tenía diaconisas «ordenadas». Si tal «ordenación» (cheirotonía) era considerada un sacramento (con la imposición de manos, cheirothesía) o solo una bendición o un sacramental, es un problema que habrá que aclarar en el futuro teniendo también en cuenta la evolución y precisión de la misma terminología litúrgica.[50] Y habrá que hacerlo sobre todo para responder a las peticiones, formuladas desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días, de revivir el diaconado femenino.[51]

La palabra clarificadora puede venir del Magisterio, intérprete autorizado de la tradición. En cualquier caso, no siempre se puede recurrir al pasado, como si solo en él hubiese indicaciones del Espíritu. También hoy el Señor conduce a la Iglesia y sugiere asumir con valentía perspectivas nuevas. Por lo demás, la afirmación del papa Francisco citada al comienzo no se limita a lo que ya se conoce, sino que quiere adentrarse en un campo complejo y actual para que sea el Espíritu el que guíe a la Iglesia.

El verdadero problema no es solamente el diaconado femenino, sino también la sacramentalidad del diaconado masculino. Algunos teólogos consideran que esta fue implícitamente declarada en el concilio de Trento (DH 1765 y 1776). El Concilio Vaticano II, en la constitución Lumen gentium, da a entender que considera el diaconado como sacramento: a los diáconos se les imponen las manos «para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio», para ser «fortalecidos […] con la gracia del sacramento […] en comunión con el obispo y sus presbíteros».[52]

Con el motu proprio «Omnium in mente», del año 2009, Benedicto XVI excluyó el diaconado de los ministerios configurados in persona Christi capitis. Por eso los diáconos «son habilitados para servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad».[53]

También la Comisión Teológica Internacional considera el diaconado como una realidad sacramental, [54] pero excluye explícitamente a las mujeres porque, según la tradición de la Iglesia primitiva, sus funciones «no son pura y simplemente asimilables a los diáconos».[55]

Perspectivas para el futuro

En el pasado, pero también actualmente, en algunos monasterios cartujos femeninos se practicaba la entrega solemne de la estola diaconal por parte del obispo para habilitar a la superiora a presidir la liturgia de las horas y a proclamar el Evangelio en ausencia del presbítero.[56] Los estatutos de los cartujos definen tal entrega como «el gran sacramento que se realiza en la soledad, el de Cristo y de la Iglesia, del cual se tiene el ejemplo eminente en la Virgen María».[57] Es un signo importante de la presencia de un ministerio femenino en la Iglesia.

Giancarlo Pani sj

La Civiltá Cattolica

[1] Pregunta de una religiosa en Discurso del santo padre Francisco a la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG), 12 de mayo de 2016, en w2.vatican.va. Cf. Exhortación apostólica «Evangelii gaudium» del santopadre Francisco (24 de noviembre de 2013), n.º 103.

[2] Discurso del santo padre Francisco a la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG), op. cit.

[3] J. Galot, «L’accesso della donna ai ministeri della Chiesa», La Civiltà Cattolica II (1972), p. 325. El año pasado, la memoria litúrgica de María Magdalena fue elevada al rango de fiesta por deseo del papa Francisco. El decreto, con el significativo nombre de Apostolorum apostola, está fechado el 3 de junio de 2016. El título «apóstola de los apóstoles» proviene de Hipólito de Roma.

[4] Cf. M. Perroni y C. Simonelli, Maria di Magdala. Una genealogia apostolica, Ariccia, Aracne, 2016, pp. 81-117.

[5] Cf. A. Destro y M. Pesce, Dentro e fuori le case. Il ruolo delle donne da Gesù alle prime Chiese, Bolonia, EDB, 2016, pp. 19-30.

[6] E. Cattaneo, I ministeri nella Chiesa antica. Testi patristici dei primi tre secoli, Milán, Paoline, 2012, p. 182. Véase Comisión Teológica Internacional, El diaconado: evolución y perspectivas [trad. cast. de Santiago del Cura Elena], Madrid, BAC, 2003. El documento puede leerse también en http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_pro_05072004_diaconate_sp.html. A esta publicación elec-trónica se remite en lo que sigue indicando número de capítulo y de párrafo.

[7] Cf. K. Madigan y C. Osiek, Ordained Women in the Early Church, Baltimore / Londres, Johns Hopkins University Press, 2005, p. 12ss.

[8] Oúsan diákonon: «la» diácono, puesto que en la comunidad no está todavía en uso el término «diaconisa», que aparece por vez primera en el siglo IV.

[9] Cf. M. Scimmi, Le antiche diaconesse nella storiografia del XX secolo. Problemi di metodo, Milán, Glossa, 2004, pp. 166-171.

[10] Cf. 1 Cor 3,5; 2 Cor 3,6; 6,4; 11,15-23; 1 Tes 3,2. Véase C. Marucci, «Il “Diaconato” di Febe (Rom 16,1-2) secondo l’esegesi moderna», en Diakonia, Diaconiae, Diaconato. Semantica e storia nei Padri della Chiesa. XXXVIII incontro di studiosi dell’antichità cristiana, Roma, Institutum Patristicum Augustinianum, 2010, pp. 684-696; en particular, p. 689.

[11] Orígenes, In Epistolam ad Romanos Comment., X, 17 (PG 14, 1278)

[12] No obstante, el nombre masculino no está atestiguado en griego en ninguna fuente literaria o epigráfica.

[13] Esta interpretación ha prevalecido en el texto de la Vulgata latina y en la historia. Cf. R. Penna, Lettera ai Romani, Bolonia, EDB, 2010, p. 1084ss.

[14] Cit. en ibíd., 1086 (PG 60, 669-670).

[15] Cf. Rom 1,1; Gál 1,1; 1 Cor 1,1, etc. Véase también P. A. Gramaglia, Le diaconesse, Turín, Tipografia Saviglianense, 2009, pp. 216-236.

[16] Cf. C. Marucci, «Storia e valore del diaconato femminile nella Chiesa antica», Rassegna di Teologia 38 (1997), pp. 771-795, en particular 772ss. Nótese que diákonos en masculino (cf. Flp 1,1; 1 Tm 3,8-12) se considera como una prueba escriturística del diaconado, mientras que en femenino resulta problemático o, en cualquier caso, se tiende a interpretarlo en sentido traslativo (cf. la versión de Rom 16,1 en el texto de la Conferencia Episcopal Italiana del año 2008, que traduce el nombre en forma verbal: «Febe, che è al servizio [ousan diakonon: “la” diacono] della Chiesa di Cencre»).

[17] Cf. C. Simonelli y M. Scimmi, Donne diacono? La posta in gioco, Padua, Messaggero, 2016, pp. 84-89.

[18] Análogamente, en la Vulgata latina ministrare se traduce como diakonéō(cf. Mt 20,28; Lc 10,40, etc.).

[19] Plinio el Joven, Carta 10, 96, 8. Cf. C. Simonelli y M. Scimmi, op. cit., pp. 55-57.

[20] Cf. M. Scimmi, op. cit., p. 173ss.

[21] Cf. K. Madigan y C. Osiek, op. cit., p. 5.

[22] Cf. Clemente de Alejandría, Stromata II, 6, 53, 4. No obstante, Clemente se refiere a los tiempos de Pablo.

[23] A. G. Martimort, Les diaconesses. Essai historique, Roma, Centro Liturgico Vincenziano, 1982, pp. 73-80.

[24] Cf. E. Cattaneo, op. cit., p. 193; A. Borras y B. Pottier, La grazia del diaconato. Questioni attuali a proposito del diaconato latino, Asís, Cittadella, 2005, pp. 165-206.

[25] Epifanio, Panarion 79,3: pero las diaconisas no tienen oficios sacerdotales o funciones directivas. Cf. P. Sorci, «Ministeri liturgici della donna nella Chiesa antica», en C. Militello (ed.), Donna e ministero, Roma, Dehoniane, 1991, pp. 17-96; en particular, pp. 57-60.

[26] Cf. A. Piola, Donna e sacerdozio. Indagine storico-teologica degli aspetti antropologici dell’ordinazione delle donne, Cantalupa, Effatà, 2006, pp. 129-131.

[27] Las Constituciones apostólicas surgen en el ámbito siríaco y retoman textos de la Didascalia apostolorum. El sacerdocio está vedado a las mujeres con la siguiente argumentación de Pablo: «Si “el hombre es la cabeza de la mujer”, no es justo que el resto del cuerpo [en este caso, la mujer] gobierne a la cabeza» (Const. III, VI,17-18 [Funk]; cf. 1 Cor 11,3).

[28] Cf. Ambrosiaster,In 1 Cor 14,34, CSEL 81/2, p. 163ss;Ad Tim 3,11, CSEL 81/3, p. 268.

[29] Por ejemplo, el concilio particular de Zaragoza del año 380, el de Nimes del 394 a 396, el primero de Orange del año 441, etc.

[30] Cf. Comisión Teológica Internacional, op. cit., c. III, 2.

[31] Cf. los testimonios de Basilio de Cesarea y de Gregorio de Nisa véanse en I. Trabace, «La figura della diaconessa negli scritti dei Padri Cappadoci», en Diakonia…, op. cit., pp. 639-651.

[32] Cf. Comisión Teológica Internacional, op. cit., c. II, p. 4.

[33] Cf. A. Borras y B. Pottier, op. cit., p. 175ss.

[34] Juan Pablo II, Carta apostólica «Ordinatio sacerdotalis», n.o 4.

[35] Pablo VI, Discurso al Comité organizador del Año Internacional de la Mujer (18 de abril de 1975), AAS 67 (1975), p. 266.

[36] Congregatio pro Doctrina Fidei, Responsio ad propositum dubium (28 de octubre de 1995), AAS 87 (1995), p. 1114. Para una versión en español, véase Congregación para la Doctrina de la Fe, Respuesta a la duda propuesta sobre la doctrina de la carta apostólica «Ordinatio sacerdotalis», en Íd, Documentos 1966-2007, Madrid, BAC, 2008, p. 563.

[37] La historia del infallibiliter es compleja: «C’est dans ce contexte qu’apparut une notion relativement nouvelle concernant la “hiérarchie des vérités”. Le document de la CDF [Congregación para la Doctrina de la Fe] de 1990 fait en effet mention par cinq fois de la notion de “vérité proposée de manière définitive” (cfr. CDF 1990, § 16 [2 fois], 17 et 23 [2 fois]), renvoyant au serment de fidélité proposé l’année précédente (Professio 1989), et s’appuyant sur une formule de LG 25, definitivo actu proclamat. Le motu proprio de Jean-Paul II de 1998, Ad tuendam fidem, reprend cette question et y insiste à nouveau, modifiant le Code de droit canonique aux canons 750 et 1371 pour y introduire cette notion. Cette troisième catégorie de vérités, qui s’insère entre les vérités auxquelles “je crois”, et celles auxquelles “j’adhère”, regroupe les vérités que “j’embrasse et je tiens”, pour reprendre les formules du serment de fidélité. Cette nouvelle catégorie de vérités a étonné quelque peu certains théologiens (cfr. Sesboüé). L’affaire n’est pas encore totalement tirée au clair» (B. Pottier, «Théologie scientifique et théologie ecclésiale. Prendre soin du corps vivant de l’Église», ET-Studies 7 [2016], pp. 107-127; véase esta cita en pp. 117-118).

[38] Cf. Juan XXIII, s., Pacem in terris (11 de abril de 1963), n.o 22. Para el Papa, el papel de la mujer es uno de los fenómenos que connotan la época moderna. Véase también T. Beatty, «Simboli infranti. Riflessioni sull’ antropologia dei documenti ecclesiastici dal Concilio alla “Mulieris dignitatem”», en M. Perroni y H. Legrand (eds.), Avendo qualcosa da dire. Teologhe e teologi rileggono il Vaticano II, Milán, Paoline, 2014, pp. 107-123.

[39] El P. Congar lo señalaba con relación a las relaciones entre sacerdotes y obispos: «Du fait que l’Église a fait une chose, on peut conclure qu’elle pouvait et peut le faire. Mais du fait qu’elle n’a pas fait une chose, ou du moins qu’on n’a pas connaissance qu’elle l’ait faite, il n’est pas toujours prudent de conclure qu’elle ne peut le faire et ne le fera jamais» (cf. Y. Congar, «Faits, problèmes et réflexions à propos du pouvoir d’ordre et des rapports entre le presbytérat et l’épiscopat», La Maison-Dieu 14 [1948], p. 128).

[40] A. Piola, op. cit., p. 8ss.

[41] Ya había hablado con anterioridad al respecto también en el Congreso Eucarístico de Siena, en 1994, «esperando una reflexión seria sobre el tema del diaconado» para hacer comprender la naturaleza y la fuerza de la presencia de la mujer en la Iglesia (cf. Il Regno-Documenti 41 [1996], p. 34).

[42] Cf. J. Galot, «La missione della donna nella Chiesa», La Civiltà CattolicaII (1966), pp. 16-20; Íd., «La donna e il sacerdozio», en ibíd., pp. 255-263; Íd., «L’accesso della donna ai ministeri della Chiesa», La Civiltà CattolicaII (1972), pp. 317-329.

[43] Cf. P. Vanzan, «Diaconato permanente femminile. Ombre e luci», La Civiltà CattolicaI (1999), pp. 439-452.

[44] J. Daniélou, «Le ministère des femmes dans l’Église ancienne», La Maison-Dieu 61 (1960), pp. 70-96; R. Gryson, Il ministero della donna nella Chiesa antica. Un problema attuale nelle sue radici storiche, Roma, Città Nuova, 1974, p. 124; C. Vagaggini, «Le diaconesse nella tradizione bizantina», Il Regno-Documenti 42 (1987), p. 672ss.

[45] Cf. A. G. Martimort, op. cit., p. 155.

[46] Cf. C. Marucci, op. cit., pp. 771-795.

[47] Ibíd., p. 792.

[48] Véase el título de A. Borras y B. Pottier, op. cit.

[49] Cf. Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bolonia, EDB, 1991, p. 94.

[50] C. Vogel considera que los dos términos (cheirotonía y cheirothesía)son prácticamente equivalentes (cf. «Chirotonie et chirothésie. Importance et relativité du geste de l’imposition des mains dans la collation des ordres», Irenikon 45 [1972], pp. 7-21 y 217-238).

51] En el último Sínodo de los Obispos sobre la familia, Mons. P.-A. Durocher, presidente de la Conferencia Episcopal Canadiense, manifestó la esperanza de que se inicie un proceso que abra a las mujeres el acceso al diaconado.

[52] Lumen gentium, n.º 29: «Diaconi, quibus “non ad sacerdotium, sed ad ministerium” manus imponuntur. Gratia etenim sacramentali roborati…». De ello se habla también en el decreto Ad gentes, n.o 16, así como en el decreto Orientalium ecclesiarum, n.o 17.

[53] Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de «motu proprio» «Omnium in mentem», art. 2 (CIC 1009 §3). Cf. H. Legrand, «”Traditio perpetuo servanda”. La nonordinazione delle donne: tradizione o semplice fatto storico?», en C. Militello (ed.), op. cit., pp. 210-213; P. A. Gramaglia, op. cit., pp. 673-676.

[54] Cf. Comisión Teológica Internacional, op. cit., cap. VII, p. 2.

[55] Comisión Teológica Internacional, op. cit., Conclusión. El texto agrega que «la unidad del sacramento del Orden […] subrayada por la Tradición eclesial, sobre todo en la doctrina del concilio Vaticano II y en la enseñanza posconciliar del Magisterio», implica que un eventual ministerio del servicio para las mujeres no puede asimilarse al del diaconado sacramental.

[56] Cf. H. Becker y A. Franz, «Die Frau mit der Stola. Zum “Ordo Consecrationis Virginum proprius Monalium Ordinis Cartusiensis” von 1978», Theologische Quartalschrift 192 (2012), pp. 320-328.

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