“El infierno no es nunca un castigo de Dios, sino una ‘tragedia’ para Él”
“Que Dios es amor y que sólo quiere y busca por todos los medios nuestra salvación”
(Andrés Torres Queiruga, teólogo).- El texto está tomado del no 93 de Encrucillada: Revista Galega de Pensamento Cristián, y existe una versión más amplia en un pequeño libro publicado por Sal Terrae, 1995. Empieza afirmando que, afortunadamente, del infierno se habla poco, pues bastantes estragos ha hecho; pero que es preciso hablar, porque los tópicos y las aberraciones siguen proliferando. Por brevedad, omite la introducción, que aclara los presupuestos hermenéuticos e insiste en una lectura no fundamentalista de la Biblia.
2. Lo intolerable en el tratamiento del infierno
Criticar la historia pasada es nuestro derecho, pero los juicios están siempre expuestos al riesgo de la injusticia y de la intolerancia. Lo advierto, porque la intención primaria de lo que aquí intento decir no se dirige a juzgar el pasado, sino -mucho más modestamente- a iluminar el presente. Más de una vez, algo que hoy resulta realmente inconcebible, pudo estar justificado en su época histórica. ¿Quién puede, por ejemplo, calibrar el efecto moralizador que la predicación del infierno tuvo sobre costumbres bárbaras e inhumanas o frente a autoridades ante las que no cabía otro freno ni control? 1 Aparte de que los significados reales funcionan en sus contextos concretos, de forma que palabras, imágenes o conceptos perfectamente asimilables en un momento dado pueden resultar insoportables en otro distinto.
Hablar de “intolerable”, por tanto, se refiere aquí, ante todo, a lo que hoy no debe ser afirmado por una teología “honesta con Dios” ni anunciado por una predicación respetuosa con la dignidad de los oyentes actuales (por otra parte, trabajados en nuestro tiempo por una larga y nueva tradición de libertad y tolerancia).
2.1 No “castigo”, sino “tragedia” para Dios
En este sentido conviene empezar afirmando que de ningún modo resulta ya lícito hablar del infierno como castigo por parte de Dios o, mucho menos aún, como venganza. Hemos oído tantas veces este tipo de expresiones, que puede acabar escapándosenos lo monstruoso que en sí mismas insinúan. Pues convierten a Dios en un ser interesado, que castiga a quien no le rinde el debido “servicio”; en un juez implacable, que persigue al culpable por toda una eternidad; y, en definitiva, en un tirano injusto, que crea sin permiso, que no deja más alternativa que la de servirlo o de exponerse a su ira y que castiga con penas “infinitas” fallos de criaturas radicalmente débiles y limitadas.
No digamos ya si, encima, por una lectura literalista de ciertos pasajes (sobre todo Rm 9-11, que en el fondo quieren decir lo contrario) 2, se habla de predestinación al infierno. Y no de modo metafórico, sino ateniéndose a una literalidad que proviene de autores tan grandes como San Agustín, quien con toda seriedad la interpreta como decisión definitiva e incondicional de Dios, en el sentido de que, con total independencia de la conducta futura de las personas -ante praevisa merita-, destina sólo unas a la salvación, mientras deja a otras -vassa irae, vasos de ira- destinadas de manera irreversible a la condenación como una massa damnata (en definitiva, culpable, que para eso pecó Adán…).
Por fortuna, esta doctrina, que, como justamente dice Berthold Altaner, “parte de una idea de Dios que nos hace estremecer”3, nunca ha sido plenamente acogida en la iglesia. Pero tampoco cabe negar su influjo, obscuro y subterráneo, a lo largo de la teología4, reforzando sombras y fantasmas que nunca hubieran debido acercarse siquiera a nuestra idea ni a nuestro hablar de Dios. En todo caso, su evocación sirve de aviso saludable para no mantener conceptos o representaciones con una carga tan peligrosamente negativa.
Para comprender la gravedad del peligro, basta con traer a la memoria que el despertar crítico de la Ilustración encontró aquí uno de los más graves motivos de escándalo y rechazo de la fe, con enormes consecuencias culturales. No cabe ignorar que, si se da por válida esa concepción, los argumentos resultan muy difícilmente refutables. De modo paradigmático argumenta Hume: 1) que resulta inaceptable un castigo eterno para ofensas limitadas de una criatura frágil, y 2) que, encima, ese castigo no sirve para nada, puesto que sucede cuando ya “toda la escena ha concluido”5.
Este tipo de críticas tiene siempre algo de esquemático e injusto; pero, en lugar de protestar contra ellas, lo que conviene es hacerlas imposibles, revisando conceptos obsoletos y recuperando el sentido genuino de la experiencia cristiana. Porque desde la intuición de un Dios que crea por amor, más aún, que desde Jesús acabamos descubriendo como “Padre” que consiste en amar (1 Jn 4,8.16), en la condenación -sea ella lo que sea, dejémoslo por ahora- de cualquier hombre o mujer sólo cabe ver no algo que Dios desea, quiere o impone, sino todo lo contrario: algo que El padece, con lo que sufre, pero que no puede evitar. ¿Cómo podría ser de otro modo, si crea únicamente por nosotros y para nosotros: para comunicarnos su amor y su salvación, buscando tan sólo nuestra realización y nuestra felicidad?
Apena ver que algo tan obvio haya podido quedar tanto tiempo recubierto por lógicas extrañas al evangelio o por simples rutinas del pensamiento. Cuando además basta la razón normal para verlo, siempre que se acerque a este campo con la actitud y las categorías apropiadas. ¿No es esto lo que sucede con un padre o una madre simplemente honestos y normales, cuando ven que un hijo entra en el camino de la autodestrucción: en la droga, pongamos por caso? Le darán sus mejores consejos y lo ayudarán con todas sus fuerzas; pero, si persiste, no lo “castigarán”, añadiendo desgracia a su desgracia o haciendo aún más perdurable el proceso de su autodestrucción. Más bien sucederá lo contrario (y cualquiera que tenga el mínimo contacto con alguno de estos casos desgraciados, sabe muy bien que esto no es retórica): sufrirán con él y aún más que él, sentirán como propio el fracaso de su hijo.
Si, alertados por la crítica y animados por una razón verdaderamente humana, prestamos atención a la revelación evangélica, eso mismo resulta evidente más allá de toda comparación. Ya sé que hay algunos pasajes -en realidad, para una lectura crítica del Nuevo Testamento, muy pocos y en directa contradicción con otros- que parecen no cuadrar con esto, pues hablan de castigo, de gehenna o de tinieblas… Pero veremos que tienen otra explicación. Y, desde luego, en una elemental corrección hermenéutica, deben ser leídos desde la clave central de la experiencia bíblica: todo lo que Dios hace o manifiesta va exclusivamente dirigido a la salvación.
Basta con mirar la actitud de Jesús con los pecadores, o simplemente leer con corazón limpio la parábola del hijo pródigo, para ver por dónde va aquella clave. O, para verlo afirmado de manera explícita, examinar las palabras en las que San Pablo intenta descubrir el núcleo de la actitud divina ante el destino humano:
“¿Cabe decir más? Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra? Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús, el que murió, o mejor dicho, el que resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede en favor nuestro (Rom 8, 31-34).
Se comprende bien que Hans Urs von Balthasar no exagera, sino que expresa la dinámica más fina y más sensible de la actitud de Dios en cuanto nos es dado entreverla, cuando califica de “trágica” la situación:
Trágica no solo para el hombre que puede frustrar el sentido de su existencia, su propia salvación, sino para Dios mismo, que se ve forzado a tener que juzgar allí donde quería salvar y -en el caso extremo- a tener que juzgar justo porque únicamente quería aportar amor. De este modo el tener-que-ser-repudiado del hombre que repudia el amor de Dios, aparece como una derrota de Dios, que fracasa en su propia obra de salvación6.
Estas ideas pueden sonar novedosas y aun atrevidas. En realidad, enlazan con lo más profundo y mejor de la tradición cristiana sobre Dios. Véase, si no, lo que dice el Maestro Eckhart en uno de sus sermones:
La verdad es que Dios sentiría una alegría tan grande e inefable por el que le fuese fiel, que el que frustrase esa alegría le frustraría totalmente en su vida, su ser, su deidad…, le quitaría la vida, si es que uno puede hablar así7.
En inmediata continuidad con las palabras antes citadas, von Balthasar prosigue con toda razón afirmando que “este aspecto del juicio debe ser hecho patente desde los escritos neotestamentarios: no como punto final sino más bien como punto de partida para una ulterior reflexión más profunda”.
2.2 Contra el abuso moralizante
Punto de partida, pues. Y cabría decir más: también principio que debe sustentar toda la reflexión, determinando su lógica, sin que en ningún momento pueda ser anulado o puesto en cuestión por intereses ajenos o lógicas divergentes, que acaben por anularlo. Con lo cual se están enunciando dos capítulos de verdadera transcendencia en la cuestión. Leer más…
Espiritualidad
Andrés Torres Queiruga, Dios, Infierno
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