“Mirad cómo se aman”
En su ambiente [Jesús] chocaba con muchas almas acostumbradas que creían conocer a Dios porque habían oído hablar mucho de él. La gran paradoja de la historia cristiana consiste en esto: cuando Dios se manifestó al pueblo que se estaba preparando desde hacía dos mil años, casi nadie le reconoció, le recibió y le siguió hasta el final. Creían desde hacía tanto tiempo que ya no creían. El hábito de creer se había ido cambiando, de una manera insensible, en el hábito de no creer. Rezaban desde hacía tanto tiempo que ya no hacían otra cosa más que recitar oraciones. Esperaban desde hacía tanto tiempo que ya estaban seguros de que nada vendría a descomponer esa costumbre de esperar que se había ido convirtiendo, poco a poco, en una costumbre de no esperar nada.
Hay en esto una advertencia terrible para todos aquellos que, como nosotros, se creen familiarizados con las cosas divinas, piensan que están garantizados por su ascendencia o por su educación, se imaginan que la frecuentación de las iglesias o la práctica de los sacramentos constituyen un testimonio seguro de su pertenencia a Dios.
Nadie puede poner su confianza en las estructuras religiosas […]. Ahora bien, todo el problema consiste en saber si somos nosotros quienes servimos a estas estructuras, las conservamos, las respetamos, o si, en cambio, nos servimos de ellas de una manera activa y personal. Ninguna estructura, por muy santa que sea, puede salvar por sí misma. Las estructuras son indispensables. A buen seguro, repugna una institución sin inspiración, pero toda inspiración engendra una institución. No hay matrimonio sin amor, pero un verdadero amor crea un verdadero matrimonio. No hay Iglesia sin Espíritu vivificador, pero el Espíritu se muestra visible y activo sólo en una comunidad fraterna: «Mirad cómo se aman».
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Louis Evely,
Meditaciones sobre el Evangelio, Asís 1975, pp. 224-226).
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