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“La última bienaventuranza”, por José Mª Castillo José Mª Castillo, teólogo

Sábado, 26 de agosto de 2017

35662781224_ff1f20f44f_oDe su blog Teología sin Censura:

En la primera semana de agosto, se ha celebrado en Italia una importante Semana de Estudios Bíblicos sobre un tema que siempre tiene la máxima actualidad y que, sin embargo, no se suele analizar a fondo. Me refiero al tema de la muerte.

No la muerte de los demás, sobre todo si son víctimas de la violencia o la injusticia. En tal caso, el problema de la muerte se analiza como problema social, político o jurídico. Lo cual, sin duda alguna, es uno de los asuntos más urgentes y más graves que tenemos que afrontar en este momento. Esto es un hecho indiscutible.

Pero también es un hecho que la muerte personal -de la que nadie se escapa- es un tema que cada cual suele afrontar en su intimidad secreta, pero en la que poca gente piensa, compartiendo su pensamiento con otros, a no ser cuando vamos al médico, para un problema serio, o cuando tenemos que ir al cementerio para dar el pésame por la muerte de un pariente o un amigo.

La Semana a la que me refiero -y en la que he tenido la suerte de participar- ha sido organizada en el Centro de Estudios Bíblicos “G. Vannucci“, con sede en Montefano (Maccerata), no lejos de Ancona. Asistencia más que plena, con gentes venidas de toda Italia, desde Sicilia a Trieste o Génova. Señal indiscutible de que el problema de la muerte nos preocupa a todos. ¿Qué ha dicho y qué dice la religión sobre este asunto?

El fundador y director del Centro de Estudios Bíblicos de Montefano, Alberto Maggi, ha estado (hace poco) a las puertas de la muerte durante meses. En él, la vida ha sido (y es) más fuerte que la muerte. Fruto de su experiencia única, el precioso libro L’ultima beatitutdine. La morte come pienezza di vita (Garzanti, Milano).

Sobre el contenido de este libro, con la valiosa ayuda del profesor del “Marianum”, de Roma, el español (de Granada), Ricardo Pérez Márquez, quienes hemos tenido la suerte de poder asistir a la Semana, de estudio y reflexión sobre la muerte, hemos podido pensar a fondo en lo que ha sido y debe ser el hecho de “tener que morir”. Y esto, tanto en la vida de la Iglesia, como sobre todo en la experiencia de cada uno de los creyentes en Jesús, el Señor.

Dado que yo me encontraba entre los asistentes, la amistad que me une a los profesores de la Semana Bíblica, Alberto y Ricardo, me puso en la grata obligación de exponer (brevemente) a los oyentes tres temas relacionados con la muerte: el pecado original, el pecado personal, el infierno.

Por desgracia, el uso pastoral que la Iglesia ha hecho (tantas veces) de la muerte, ha sido el abuso del miedo, que todos tenemos a morir, para obtener la sumisión de la gente a la normativa moral y sacramental que la ley eclesiástica impone a los fieles. No hace falta explicarlo. Todos lo hemos soportado y sufrido.

Cuando en realidad, como bien dice Alberto Maggi, la muerte es “la plenitud de la vida“. No es el final. La “vida eterna”, de la que tanto habla el Nuevo Testamento, la tenemos ya, en esta vida, según la asombrosa e insistente afirmación del cuarto evangelio. La muerte no puede ser el final. Es la última y la más grande de todas las “bienaventuranzas que nos dejó el recuerdo genial de Jesús.

Y acabo resumiendo mi modesta aportación a la “Semana“:

1) Pecado original“: no es pecado alguno, ni por semejante pecado entró la muerte en el mundo (Rm 5, 12). La religión no puede convertir un mito (Adán y Eva) en historia y menos aún en teología.

2) Pecado personal: se ha explicado como “culpa”, “mancha”, “ofensa” (P. Ricoeur). Pero, ¿puede el ser humano, inmanente, ofender al Trascendente? “Sólo si actuamos contra nuestro propio bien” (Tomás de Aquino).

3) “Infierno”: no existe. Ni está definido como dogma de fe. Además, ¿puede el absolutamente Bondadoso ser, a la vez, absolutamente castigador eternamente, o sea sin otra posible finalidad que hacer sufrir? Si creemos en el Infierno, no podemos creer en Dios.

La muerte da que pensar. Para el creyente, es una fuente inagotable de esperanza y felicidad, ya poseída y lograda.

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