¡Ánimo! soy yo, no temáis.
Todos compartimos –más allá del tiempo y del espacio en el que nos hallemos- la misma bella y frágil naturaleza humana. Por eso, aunque las circunstancias que nos rodean son diferentes y ciertamente éstas pueden favorecernos o dificultar nuestro seguimiento a Jesús, a poco que ahondemos en nosotros mismos, reconoceremos que los verdaderos obstáculos para vivir centrados en Dios y comprometidos con su Reino no nos vienen de fuera sino que brotan de nuestro propio interior.
Los miedos acompañan nuestra vida cotidiana. Quien se pregunta honestamente ¿qué temo? reconoce sin duda una pequeña o gran lista de miedos que le habitan. Tenemos miedo al mañana y a veces al hoy. Miedo a lo desconocido. Miedo a lo diferente. Miedo a los otros e incluso miedo a nosotros mismos…
Ahora bien, lo relevante para un creyente no son los miedos. La cuestión es ser capaces de acogerlos, reconocer de dónde vienen y afrontarlos para que no paralicen nuestro seguimiento a Jesús y nuestra pasión por su causa.
En el evangelio de hoy Mateo describe con detalle la escena. Los discípulos acaban de vivir junto a Jesús uno de los acontecimientos más señalados en los evangelios: la multiplicación de los peces y los panes (cf. 14, 13-21). Han descubierto que organizarse desde las claves de Jesús (la compasión ante el sufrimiento de los demás; la acogida y atención a todos, incluidos quienes no cuentan en la sociedad; la solidaridad y el compartir; el trabajo en equipo…) favorece la vida, sacia el hambre y alegra el corazón de todos. Esta experiencia les ha fortalecido y animado después de un momento de duda en el que llegaron a solicitar a Jesús que despidiera a la gente, temerosos de encontrarse con una situación que desbordara sus posibilidades.
Quizás por eso, cuando el Maestro les envía por delante hacia la otra orilla, todos obedecen sin poner objeción. Pero la ausencia de Jesús se les hace insostenible. Mateo muestra con claridad que este tiempo de ausencia es muy significativo. Jesús les insta a “adelantarse” mientras despide a la gente, pero la realidad es que luego sube al monte para orar a solas y que al llegar la noche aún estaba allí. También indica que la barca ya estaba muy lejos de la orilla y que no es hasta el final de la noche cuando regresa junto a ellos.
Seguramente las primeras comunidades cristianas, al igual que nosotros hoy, se identificarían fácilmente con ese grupo de discípulos embarcados en medio de una tormenta que sacude con fuerza su barca. Vivir con Jesús ausente requiere confianza absoluta, esperanza firme y capacidad para descubrirle presente en su ausencia. En el envío que recibimos de Él a ir hacia la otra orilla es fácil que nuestra barca se tambalee por los oleajes de los miedos y que estos nos hagan ver fantasmas que nos impidan reconocerle resucitado y caminando a nuestro lado.
La palabra de Jesús resuena con autoridad en medio de la crisis: ¡Ánimo, soy yo, no temáis! Son sus palabras la que sacan a Pedro de la situación de parálisis en la que se halla. El texto no señala que las aguas se calmen en ningún momento. Lo que nos dice es que Pedro suplica poder ir hacia Él a pesar y en medio del fuerte oleaje y del viento contrario. La fe y el estar encaminado hacia el Señor (el texto nos indica que Pedro iba hacia Jesús) lo sostienen con tanta fuerza que le es posible caminar sobre las aguas. Sobre esas mismas aguas que poco antes habían tambaleado sus certezas y le habían hecho confundir a su Maestro con un fantasma.
Todavía hay algo más. Pedro comienza a hundirse de nuevo cuando vuelve a dudar y a dejarse llevar por los miedos. “Pero al ver la violencia del viento se asustó”… Mateo indica claramente el por qué: el miedo crece en intensidad cuando Pedro desvía su mirada, cuando deja de tener sus ojos fijos en Jesús y mira al viento contrario.
Hoy la Palabra nos da la oportunidad de reconocer nuestros propios miedos para acogerlos desde la confianza absoluta de que Jesús, el Señor, camina a nuestro lado hasta en las situaciones más límites y dolorosas. En el encuentro sereno con Él podemos experimentar que nos tiende su brazo para que no nos hundamos en nuestros temores y dificultades. Él nos dará la fuerza necesaria para arriesgarnos por aquellos caminos que nos parecen intransitables.
Sigamos adelante con los ojos fijos no en nosotros mismos, ni siquiera en nuestra pequeña o gran barca, sino en el Señor que conduce la Historia y nuestros pasos, en el Hijo de Dios que nos hace estar siempre de travesía con el fin de anunciar su Buena Noticia y sanar a los enfermos (cf. 14, 34-36).
Inma Eibe, ccv
Fuente Fe Adulta
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