“Generosidad y miseria”, por Francisco Massó
La palabra generosidad proviene de genus, el linaje, siendo generosus, lo linajudo, la adquisición de nobleza, decantada por el buen hacer de alguien, que da ejemplo y sienta cátedra de un modelo a seguir. La semántica, la significación de las palabras, es una vía de acceso a la semiótica, uno de los campos de la interacción simbólica.
Spinoza entendía la generosidad como el deseo de ayudar a los demás y unirse a ellos por amistad. Es una actitud desinteresada, que no espera otro retorno que la amistad. Quien es generoso no viene a cobrar después, ni sus actos son una inversión para recolectar beneficios materiales en el futuro.
Todos los días, casi todos los padres que dan la vida, son ejemplo de generosidad. Por regla general, ellas, las madres, son mucho más generosas que ellos, porque los comportamientos que facilitan sus estrógenos, no los permiten los andrógenos. La integración deja un saldo linajudo, de generosos.
Hace poco ha habido dos episodios, ambos sublimes, uno épico que se realizó blandiendo un monopatín, y otro didáctico, que enseña que la elegancia de compartir va más allá de los impuestos. Ninguno de los dos protagonistas ha pretendido epatar a nadie; pero ambos han provocado reacciones dispares.
Ignacio Echeverría dio su vida, lo mejor que tenía, para salvar la de otra persona, un ser anónimo para él, que sufría y estaba en riesgo de morir. Es un acto de generosidad espontánea, intrépida y absoluta de alguien que no duda en auxiliar a un semejante que lo está necesitando y acude solícito, sin reparar en sus propios riesgos. Su acción sólo es compatible con arrojo, valentía y una inmensa capacidad de amar inespecífica. Son valores de carácter, del ethos, de donde brota el coraje necesario para enfrentarse a semejante tesitura.
Hoy por hoy, la acción de Ignacio no es usual. Estamos en las antípodas, presos entre barrotes de narcisismo, de molicie lánguida del individualismo e indiferencia por los demás, propia de don Tancredo. Esta cárcel es transversal…Por eso, no todos han estado dispuestos a rendirle homenaje.
Otro hombre, uno que se hizo a sí mismo, comenzó a trabajar de niño como repartidor de un supermercado de La Coruña y hoy tiene una de las primeras fortunas del mundo, ha dado una gran lección de bonhomía y generosidad haciendo entrega de 320 millones de euros, para modernizar los servicios públicos de diagnóstico del cáncer. Sin duda, es una lección magistral, universal, urbi et orbe, que empequeñece aún más la miseria de quienes se acogieron a la amnistía fiscal decretada por Montoro, fueran del PP, del clan Pujol, del Instituto Noos, o de la UGT. Del rey abajo, ninguno.
Las reacciones congruentes ante la lección de don Amancio Ortega son dos simultáneas: en primer lugar, integrar el aprendizaje; ya que, en proporción, cada uno podemos hacer donación de algún excedente, por modesto que sea. Y superpuesta, la gratitud hacia alguien que comparte sus bienes con largueza.
Sin embargo, la miseria rezuma por donde puede. Hay personas que no sólo no integran aprendizaje, tampoco se muestran agradecidas e incluso han rechazado el gesto, la gesta más bien. Tal reacción, aparentemente insólita, no es debida a que sean mal nacidos, no; sus padres, posiblemente, les enseñaran a ser generosos. Es su mente “cuantofrénica” la que les impide catalogar las gestas y experimentar sentimientos acordes con las mismas.
Con el neologismo, me refiero al carácter pretenciosamente objetivo de algunas mentes, condicionadas por el materialismo, dialéctico, o absoluto, que sólo están dispuestas a medir y pesar objetos materiales; se fijan en aquello que puede preverse en un protocolo; sopesan los hechos por sus consecuencias objetivas, gastos que acarrean, costes y recursos que demandan.
El espíritu subjetivo, que late detrás de cada acción humana, no entra en el paradigma materialista; y mucho menos la espiritualidad del altruismo, la filantropía o la caridad. A ésta última sólo la entienden como diaconía, nunca como expresión amorosa; por eso, la atacan, por si la diaconía fuera a competir con el providencialismo estatal.
En el espectro materialista tampoco encaja el espíritu objetivo y los valores de civilización que entraña, como la compasión y la solidaridad. Quizá sea por el carácter hegeliano del espíritu objetivo. Hegel ya resulta un antecesor de Marx.
El cuantofrénico ni siquiera concibe qué pueda ser eso de las sinergias en un sistema estocástico como la sociedad. Piensa linealmente y atendiendo a la lógica de la materia, siguiendo el protocolo metodológico de su ideología, nunca exenta de paranoia, por cierto. Todo eso le impide ser agradecido y aun comprender las gestas, sea épica, sea magistral.
Tales personas son miserables por limitación psíquica y, por tanto, acreedores a conmiseración. La miseria es siempre una desventura. La material puede paliarse con gestas como las de Ignacio y Amancio; pero la espiritual sólo puede enjugarse con la comprensión empática y la piedad de los demás, que han de ser generosos con los miserables. Paradojas del vivir juntos.
Francisco Massó
El Imparcial
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