“La gratuidad y el descanso”, por Gabriel Mª Otalora.
Todos buscamos poseer cosas, a ser posible que sean gratis al calor del conocido dicho de que, sin esfuerzo o sin un precio a pagar, todo sabe mejor; de ahí que la manzana robada siempre resulte tan apetitosa ¿Qué son las rebajas más que un negocio en el que nos ofertan llevarnos parte de lo que compramos sin pagar?
Conseguir un buen precio puede ser mayor victoria que el propio artículo comprado. Pero la cosa se complica cuando asociamos lo barato con lo mediocre, y lo caro como sinónimo de valioso. Y de esto se alimenta la poderosa industria del lujo a base de insuflarnos este tipo de esquemas hacia el poder aparente del consumismo. Lo paradójico es que todos los días tenemos al alcance de la mano un gran número de experiencias estupendas que no nos han costado ningún esfuerzo: nadie se gana la visión de la luna llena o se merece una puesta de sol maravillosa en verano; gozar de buena salud, de las personas que nos quieren por lo que somos y no por lo que tenemos, disfrutar de un sueño reparador… Hemos perdido la capacidad de admirarnos con las maravillas cotidianas y de valorar en su justa medida a las buenas personas que jalonan nuestra vida. No hay como caer enfermo o sufrir el azote del paro o la soledad para ordenar el chip de las prioridades…
Ansiamos muchas cosas pero, curiosamente, las esenciales no se logran con dinero, tal como lo resume este proverbio oriental: “El dinero puede comprar una casa, pero no un hogar. El dinero puede comprar un reloj, pero no el tiempo. El dinero puede comprar una cama, pero no el sueño. El dinero puede comprar un médico, pero no la salud. El dinero puede comprar una posición, pero no el respeto y la aceptación. El dinero puede comprar sangre, pero no la vida”.
Sabemos estas cosas de sobra, pero la presión del día a día no deja el espacio necesario dejarnos trabajar sin la presión del frenesí de las prisas, espoleados como estamos por una publicidad agresiva y omnipresente que empuja en dirección contraria. Al final descubrimos que lo fiamos casi todo a la seguridad del dinero y del poder, incluso cuando se trata de realidades tan poco ligadas al vil metal, pero radicalmente esenciales, como la paz, la alegría, el amor.
Las olas nos van llevando hasta confundir lo apetecible con lo verdaderamente necesario. En pleno verano ya, a ver si somos capaces de cumplir los buenos propósitos de cargar las pilas que nos humanizan, pero sabiendo que muchas personas no van a poder descansar, aunque sea un derecho elemental. Dios es el primero que desea unas felices vacaciones porque necesitamos el descanso tanto el físico como el anímico; algunos no aprenden a desconectar por un sentido consumista del tiempo, como si esto fuese algo malo, engullidos por el trabajo muy mal entendido. Otros no pueden porque sus dolores no se lo permiten. Y un tercer grupo de personas lo fían todo al consumismo, como si gastar más dinero en vacaciones garantizase el descanso que tanto necesitamos, cosa que no es verdad, ni remotamente.
Como buen maestro, Cristo nos muestra que descansar es un derecho y un deber. Ya en el Génesis 2, Dios fue el primero en hablarnos del descanso. Y en el Éxodo 20. En Juan 4, 6 se dice que Jesús mismo, cansado del camino, se sentó junto a un pozo. El descanso dominical de los judíos tuvo también esta finalidad. Incluso evangelizar pide descanso, para reponer fuerzas, como nos cuenta Marcos: “Entonces los apóstoles le contaron a Jesús todo lo que habían hecho, y lo que habían enseñado. El les dijo: Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco. Porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer”.
Feliz descanso veraniego, que no es el menor regalo de nuestro Padre Dios.
Gabriel Mª Otalora
Fuente Fe Adulta
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