“Su majestad escoja: humor negro y dignidad”, por Ramón Martínez
Isabel de Borbón, mujer de Felipe IV, Rodrigo de Villadrando y Francisco de Quevedo
Cuenta la tradición que andábase un día Francisco de Quevedo con cierto amigo con quien apostó a que sería capaz de llamar “coja” a Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV, y así se presentó en palacio con dos flores, ofreciéndoselas a la reina pero pidiéndole que eligiera entre ellas: “entre el clavel y la rosa su majestad es coja”. Con este calambur, el más célebre de la historia del anecdotario literario español, quiero reflexionar hoy sobre los límites del humor negro, ahora que ciertos comentarios en redes sociales ha provocado la dimisión parcial de un concejal del Ayuntamiento de Madrid.
Hubo un tiempo, aquel en que “los cuerpos retozaban”, decía Foucault, que se reía de manera universal: todo y todos podían ser objetos de burla. Aquella cultura del Carnaval, época de esparcimiento que se oponía en el calendario al período de recogimiento, permitía que cualquier tema o persona fuera potencialmente risible, prestando gran atención a todo lo relacionado con lo corporal. Así cualquier diversidad relativa al cuerpo, concebido entonces como una entidad abierta, pública y vinculada a lo natural, podía convertirse en tema central de un chiste: bromas sobre personas con sobrepeso, diversidad funcional, sexual, de género, étnica, etc. servían como elemento transgresor de la realidad seria, perfectamente medida y jerarquizada.
Son conocidos varios poemas satíricos del propio Quevedo, insultando a Góngora por activa y sobre todo por pasiva, metiéndose con su celebérrima nariz una y otra vez; pero es menos famoso el entremés de El marión, que hoy llamaríamos maricón, en que presenta en dos partes la historia de un hombre que desempeña tareas socialmente consideradas como femeninas, primero cortejado por una mujer masculinizada y luego realizando labores del hogar bajo sus estrictas órdenes. Y resulta curioso que este homófobo don Francisco, con esta obrita, abriera todo un subgénero, los entremeses de mariones, que se desarrollan a lo largo del siglo XVII, al mismo tiempo que otros importantes cambios: tal como ofrece Rafael Carrasco en su Sodomía e Inquisición en Valencia, los tribunales que perseguían a las personas que mantenían relaciones sexuales con otras de su mismo sexo dejaron de condenarlas a la hoguera y, por otra parte, un replanteamiento de lo cómico produjo que este humor centrado en lo corporal, en los supuestos defectos, empezara a dejar de ser considerado apropiado. Llegaba despacio y de manera imperceptible la revolución de la burguesía que, centrada en perpetuar sus posesiones y, para disfrutarlas, su propio cuerpo, trasladó el foco de la risa hacia otras cuestiones, convirtiendo en tabúes los temas habituales para el chiste: las cualidades diversas, los comportamientos fuera de la norma, siguieron siendo motivo de chascarrillo y ridiculización, claro está, pero era ya necesario afrontarlos de otra manera. Y, aunque sea sólo una hipótesis, esa transformación del objeto de la risa consecuente con la privatización del cuerpo, ese cambio de paradigma, propició junto a otras muchas razones que las personas que no somos heterosexuales dejáramos de morir en la hoguera.
Llegamos a nuestra época y encontramos que ese proceso de la privacidad ha llegado a tal punto que el único humor posible es el más blanco que existir pueda. Los chistes sobre personas que profesan la fe judía o pertenecen a este pueblo, vinculados al Holocausto, y los chistes de mariquitas se condenan fuertemente porque, queramos o no, nuestro contexto cultural considera inapropiado el humor que atenta contra la dignidad de las personas. Bien es cierto que puede reivindicarse aquella risa carnavalesca, incluso como un medio de subvertir el orden –antes nobiliario, ahora burgués–, tal como se empleaba durante la Edad Media y el Renacimiento; pero la realidad en que nos desenvolvemos considera primordial –o al menos eso afirma en las encuestas– el compromiso con la no discriminación. Aunque podamos disfrutar del humor negro en la privacidad, paradójicamente, nuestras manifestaciones públicas deben corresponderse con el sistema de valores que compartimos, el que hemos forjado a partir de aquel cambio de paradigma que hizo a Occidente empezar a centrarse no ya sólo en el uso de la Razón, sino también en el respeto hacia las personas.
Todos hemos entendido que “maricón” era algo sobre lo que era necesario reírse mucho antes de saber realmente qué significaba ser maricón.
Y siguiendo con los planteamientos que hoy defendemos, es preciso considerar una ética colectiva, gracias a la que entendamos de una vez por todas que las acciones de una sola persona pueden afectar a todo un grupo. Quizá sea ése el siguiente paso en la evolución de nuestro pensamiento: aceptar que si bien nuestra libertad puede permitirnos determinadas actuaciones, no serán correctas si comprometen la libertad de otras personas. De este modo puede parecernos lícita la risa privada que menoscaba la dignidad de los otros, pero riéndonos así en público colaboramos con los discursos que fomentan la discriminación. Un chiste sobre el Holocausto refuerza algunas ideas inaceptables que cuestionan ese terrible acontecimiento histórico, además de convertir la cualidad de la judeidad en un motivo de risa y, por tanto, despreciarla. Un chiste de mariquitas puede considerarse el súmmum de la graciosidad, pero consolida la idea de que las personas que no somos heterosexuales somos risibles y, por tanto, despreciables; además de que si es escuchado por oídos infantiles introduce en su sistema de valores que la cualidad de no ser heterosexual es risible y, por tanto, despreciable. Todos hemos entendido que “maricón” era algo desdeñable, malo y sobre lo que era necesario reírse mucho antes de saber realmente qué significaba ser maricón.
Por consiguiente, nuestro compromiso con la defensa de los derechos de la Diversidad nos obliga a una ética que tenga en consideración las consecuencias últimas de nuestras acciones, y es preciso condenar tanto la violencia física que aparece en cualquiera de las muchas agresiones que padecemos como la violencia simbólica que se encierra en un chiste y que acaba trascendiendo y sosteniendo el discurso de odio. Bien es cierto que suele defenderse que la reapropiación del insulto, que las personas diversas nos llamemos a nosotras mismas con los adjetivos que se emplean habitualmente para menospreciarnos, desactiva la palabra ofensiva y la convierte en un arma; pero es necesario que consideremos más en profundidad si el uso de ese corpus de términos hirientes no legitima de algún modo que sigan siendo utilizados como agravios. Se dice que Isabel de Borbón respondió a Quevedo con un tajante “que soy coja ya lo sé, y el clavel escogeré” y, siguiendo con esta tradición literaria, comprendemos que don Francisco entendió que había sido comprendido en su ánimo ofensivo, pero que la palabra empleada no era censurable, pues la propia ofendida la utilizaba, y así le era permitido seguir empleándola.
Puede que en ocasiones generemos desde el discurso más activista mecanismos que parezcan muy efectivos pero que refuercen los patrones de pensamiento propios de nuestro contexto cultural, pues cuando el mensaje es autófago, de exclusivo consumo propio, tiene ciertamente un muy limitado potencial de transformación: el gigante de la discriminación sólo es combatible si conseguimos hacerle entender que es tan pequeño como somos nosotros, no danzando nuestra pequeña danza a su alrededor mientras él, desde sus alturas de privilegio o sus redes sociales, observa nuestros movimientos y, con una mueca aterradora, se ríe.
Fuente Cáscara Amarga
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