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Tres Iconos de la Trinidad: Roublev, El Greco, Cartuja de Miraflores

Domingo, 11 de junio de 2017

19029367_807359026107958_73154290622402697_nDel blog de Xabier Pikaza:

Cuando era profesor del Tratado de Dios Uno y Trino, solía dedicar algunas clases a los iconos e imágenes trinitarias de la tradición de Oriente y Occidente, siguiendo el esquema las Bibliae Pauperum (Biblias Ilustradas de los siglos XIV-XV), que eran catequesis en Imágenes con explicaciones oportunas.

Mi amigo Gerardo Sánchez Cruz, dibujó las figuras y así preparamos un libro titulado Nueva Biblia de los pobres: Catequesis bíblica en imágenes (333 págs.), Desclée de Brouwer, Bilbao 1991.Más que “trinitario”, el tema de la portada es “mosáico” (con Dios Padre haciendo que emerja Moisés con el Libro de la Ley). Esta “trinidad mosaica” estaría formada por Dios Yahvé, Moisés su revelador y el Libro (en lugar del Espíritu Santo).

Aquel libro (de Gerardo y un servidor), con sus más de cincuenta trinidades, que me gustaría recuperar… tuvo una suerte desigual. Creo que no se vendió mucho, pero se hicieron ediciones pirata, entre ellas la del Movimiento Cultural Cristiano, cuyos ejemplares pueden aún verse en librerías de viejo… Así aparece también en http://www.seraporlibros.net/207301/Nueva-biblia-de-los-pobres.

Retoco con el motivo de la próxima fiesta de la Trinidad esta postal que publiqué hace tiempo… pero me la han pedido de nuevo, y así bajo el texto (lo pirateo yo mismo), conservando los comentarios antiguos, con un comentario a los tres tipos de imágenes trinitarias que solía comentar en otro tiempo. Recojo aquí el sentido de tres “imágenes trinitarias”:

a. El Icono de Roublev, icono “oficial” de la Trinidad angélica (los tres visitantes de Moisés).

b. El icono más “occidental” del Dios Padre que recoge en sus brazos al Cristo Muerto, con el Espíritu de Vida. Es más conocida la imagen del Greco, pero hay cientos y miles del tema las iglesias (católicas y protestantes) de occidente.

c. El icono/imagen de la Cartuja de Miraflores de Burgos… Una maravilla. Quizá lo más hermoso y teológico que se ha representado sobre el Dios de Cristo en Occidente, como verá quien siga leyendo.

Un saludo a todos los amigos.

1. Modelo oriental. Roublev

8955696894928150Es el modelo más bello, de tipo místico y origen ruso, pintado por Andrei Roublev (1360 – 1430). Ésta es la Trinidad del cielo, tres ángeles, en gesto de comunión, belleza, armonía de vida, diálogo pleno.

Roublev fue discípulo de San Sergio di Radonez (1314-1392) y recibió en encargo de pintar un icono para la Iglesia del monasterio fundado por San Sergio, un icono inspirado en la teofanía de los caminantes a Abraham, narrada el libro del Génesis.

Las Tres personas divina, simbolizadas en los vestidos de los tres personajes misteriosos que se aparecieron a Abraham en la encina de Mambré (Gn 18,1ss).

Ese icono, reconocido casi por todos como el signo más bello de la Trinidad, compendia de manera intensa la vida interior de la Iglesia ortodoxa rusa. La Trinidad aparece como misterio inefable de comunión de los Tres, que contemplan en la intimidad de su amor la realidad de la creación y de la pascua sacrificial del Cordero, representado en el cáliz que se encuentra sobre la mesa en el centro del icono. Se distinguen por los colores, son caminantes (báculos), que han venido a visitar y acompañar a los hombres en gesto de cercanía infinita.

Quizá el que mejor ha situado teológicamente el icono trinitario de oriente ha sido el teólogo ruso Pavel Eudokimov (1901-1970) que descubre y venera la presencia de la luz divina en los iconos, que así quedan introducidos en un ámbito sagrado. Desde ese fondo se entiende el Icono de la Trinidad de Rublov.

«El hombre contempla maravillado la gloria cuya luz hace brotar del corazón de toda criatura un canto de alabanza… El icono es una doxología, que se desborda de gozo y canta por sus propios medios la gloria de Dios. La verdadera belleza no necesita pruebas. El icono no demuestra nada, pero muestra; evidencia luminosa, se presenta como argumento “kalokagático” (Bello y Bueno, es decir, Verdadero) de la existencia de Dios. San Pablo formula el fundamento cristológico del icono: “Cristo es la imagen –eikòn- del Dios invisible”.

Quiere decir que la humanidad visible de Cristo es el icono de su divinidad invisible, que es “lo visible de lo invisible” (expresión de Dionisio el Areopagita, retomada por san Juan Damasceno, Tratado sobre los Iconos XI). El icono de Jesús aparece así como la imagen de Dios y del hombre al mismo tiempo, el icono de Cristo total: del Dios-Hombre. Esta función reveladora que posee la humanidad de Cristo llega a ser la verdad de todo ser humano; el hombre sólo es verdadero, sólo es real en la medida en que refleja lo celeste: es gracia maravillosa de toda criatura ser espejo de lo increado, “imagen de Dios”.

El icono nos revela a todos esta luz escatológica de los santos, y por lo tanto es un rayo del Octavo Día, un testimonio de la escatología inaugurada. Si el iconoclasmo, pues, reduce el sentido de la Transfiguración y oscurece su luz al destruir el icono, por el contrario, ¡qué sintomático es que, según las reglas, el motivo de la Transfiguración sea el primero que trate cada iconógrafo, para que Cristo “haga brillar su luz en su corazón”… No hay nunca una fuente de luz en los ¡conos, ya que la luz es su propio contenido; no se ilumina el sol, ya que él mismo es su luz…

“Nosotros reflejamos como un espejo la gloria del Señor”: un icono es ese espejo reluciente del mayor atributo de gloria: la luz. El arte sorprendente de Rublëv en su divina Trinidad traduce el resplandor tri-solar que ilumina el mundo. Según san Gregorio Pálamas, la luz del Tabor, la luz contemplada por los santos y la luz del siglo futuro son idénticas. Para Clemente de Alejandría (Strom. VI, 16), la luz del primer día preexiste a la creación, es “la verdadera luz del Logos iluminando las cosas aún escondidas y por la cual toda criatura ha accedido a la existencia”…

La visión, aquí, expresa la fe en el mismo sentido que san Pablo cuando la llama “visión de lo invisible” (Heb 11, 1). El icono se dirige a los ojos del espíritu para que contemple “los cuerpos espirituales” (1 Cor 15, 44). El estilo eclesial filtra toda visión subjetiva, pues la Iglesia es la que ve el objeto de la fe, sus misterios. Si la arquitectura sagrada del Templo ordena el espacio, y el Memorial litúrgico el tiempo, el icono experimenta lo invisible, la “forma interior” del ser; y esta interioridad surge, una vez más, de la iluminación, de la categoría tabórica. El estado de gracia, enseña san Serafín (Diálogo con Motovilov) ilumina para hacer ver la luz. El icono la revela a todos; como “oración”, purifica y transfigura a su imagen al que la contempla; como misterio, nos enseña que allí está el silencio habitado, el gozo del cielo sobre la tierra, el resplandor del más allá.

(P. Eudokimov, El arte del icono. Teología de la belleza, Publicaciones Claretianas, Madrid, 1991, 185-191)

El milagro del icono, su participación, se sitúa únicamente en el nivel de la semejanza hipostática, semejanza que no es a modo de retrato de lo que existe en la naturaleza, sino semejanza misteriosa, milagrosa, con la hipóstasis, la persona.

(1) Nosotros contemplamos a la vez lo indecible y lo representado (dice el Concilio II de Nicea), no uno o lo otro, sino uno en el otro. Este milagro orienta el movimiento anagógico de la plegaria… El icono no es nunca una «ventana sobre la naturaleza”, ni sobre un determinado espacio, sino un lugar donde el mundo se abre y se convierte él mismo, del todo, en una puerta que se abre hacia la Vida…

La irrupción del más allá se posa sobre todas las cosas de este mundo y da un sentido a todo, por medio de la refracción multicolor y por el destello dorado de su luz…

(2) Desde la Encarnación del Verbo, todo está dominado por la mirada, la figura humana de Dios. La iconografía comienza siempre por la cabeza; es ella la que da la dimensión y postura al cuerpo, ella es la que domina al resto de la composición. Incluso los elementos cósmicos toman a menudo la figura humana, pues el hombre es el “verbo” cósmico…

El icono ilustra admirablemente las paradojas del lenguaje místico, allí donde toda palabra, toda descripción se detienen impotentes. El plano material parece detenido, recogido, a la espera del mensaje y sólo el rostro traduce toda la tensión de las energías en acción. Toda inquietud, todo cuidado, toda fiebre de gesticulación, se desvanecen ante la paz interior. El icono quiere mostrar al homo cordis absconditus, al hombre escondido en el fondo del corazón (cf 1 Ped 3 4)…

(3) Estos colores (del icono) sostienen y ofrecen las llamas del Paráclito. La maternidad cósmica, convertida en receptáculo puro, recibe sus energías cósmicas. La luz del primer día se hace presente en la armonía final de la ciudad luminosa del último día. El Espíritu Santo, hipóstasis de la belleza, hace que todas las cumbres de la cultura humana, todos sus iconos, sean el icono del reino de Dios

(La connaissance de Dieu selon la tradition orientale, Mappus, Lyon 1967, 120-125)

Modelo Occidental, compasión del Padre. Imagen del Greco…, otras imágenes

18951375_807495792760948_274768312634524073_nHay en occidente muchos iconos trinitarios, pero el más conocido es el Cristo muerto en las manos del Padre. Éste es el icono de la pasión (la entrega divina de Jesús), vinculado a la “compasión”, la acogida resucitadora de Dios Padre.

Jesús, gritando con una voz fuerte, dijo ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y diciendo esto expiró (Lc 23, 46).

En manos del Padre ha muerto Jesús y así le representan las estatuas y pinturas que llamamos de la compasión del Padre (compassio Patris). Se compadece el Padre por Jesús, se duele en su dolor, de tal manera que el mismo amor de paternidad y filiación se vuelve trauma de muerte y nuevo nacimiento.

Suele aparecer el Padre como sacerdote dolorido, el sacerdote del Antiguo Testamento con la tiara de su autoridad en la cabeza. No tiene el cuchillo en la derecha como Abraham cuando ha venido a ofrecer en la montaña al hijo prometido (cf Gén 22). Tampoco lleva el mundo entre las manos poderosas, como suelen pintar¬le los pintores de grandeza. Lleva en las rodillas y en las manos a Jesús, el Hijo muerte, de manera que más que padre fuerte ahora parece madre cariñosa y compasiva.

18950980_807357986108062_1172675896410514729_nEl Padre Dios recibe así rasgos de madre dolorido. Ser Padre Madre no consiste sólo en procrear al Hijo cuando nace, para luego dejarle independiente. El Padre verdadero acompaña al Hijo en el camino, le sostiene, le potencia, le dirige hasta el final de su existencia. Y cuando es fin adviene el Padre Madre está presen¬te, como fuente de amor, en esa muerte que se puede volver así misterio de nuevo nacimiento.

Este Padre, sacerdote compasivo que recibe en amor fuerte al Hijo muerto, no aparece ya como una ley impositiva. No es aquel que domina desde fuera, no es el que se impone por encima de los hombres. Padre verdadero es el que ama y en amor viene a sufrir con el amado (el Hijo) muerto. Significativamente, en esta escena de amor viene a introducirse el gran misterio del Espíritu, conforme a la palabra decisiva del NT.

Si purificaba en otro tiempo la sangre de machos cabríos y toros. . . cuanto más vendrá a purificar nuestra conciencia. . . la sangre del Cristo que, por medio del Espíritu eterno se ha ofrecido a Dios como (ofrenda) inmaculada (Hebr 9, 13 14).

Cristo se ha ofrecido al Padre en el Espíritu, es decir, en actitud de amor total, definitivo. En ese mismo amor le ha recibido el Padre. De esa forma la pasión se ha vuelto compasión, el amor es amor comunicado, compartido. Ha culminado la historia de Dios, el nacimiento de Cristo sobre el mundo ha terminado. Sólo ahora podemos decir que la Palabra de Dios se ha vuelto “carne”(cf Jn 1, l4) y que la carne de los hombres ya se encuentra liberada.

Cruz trinitaria (Cartuja de Miraflores en Burgos)

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Ésta es la imagen del centro del retablo mayor de la Cartuja de Miraflores, en Burgos de Castilla.

Dentro del óvalo de la divinidad, el Padre y el Espíritu, revestidos de símbolos reales, sostienen la cruz como misterio trinitario.

Por encima sobrevuela el pelícano de Dios, la vida misma como entrega hasta la muerte y como nuevo nacimiento en que la muerte se supera. En la parte inferior aparecen, entrando ya en el círculo sagrado, la madre de Jesús y el discípulo querido que son signo y compendio de la iglesia.

El óvalo de Dios es un mandala: el círculo en que el mismo Dios se expresa y se completa. Dios no es una especie de camino abierto al infinito, no es una espiral que se está haciendo y va buscando su verdad mientras avanza hacia lo nuevo. Dios se encuen¬tra completo, realizado. Es el amor que existe por sí mismo, como encuentro de personas que se entregan y se acogen mutuamente, en el gozo de de la vida regalada y compartida.

Pero de la Trinidad de Dios no puede hablarse por sí mis¬ma, como dice Jn l, l8: “a Dios nadie le ha visto; el Dios Unigénito que estaba en el seno del Padre ese nos lo ha manifestado”.

Por eso, para entender la Trinidad debemos dirigir nuestra mirada hacia la historia y cruz de Jesucristo. Eso es lo que hace el retablo que ahora estamos estudiando.

Dentro del óvalo de Dios está Jesús crucificado, como Pablo nos ha dicho en otro tiempo. Los hombres de este mundo buscan varios rostros del misterio. Los judíos quieren obras, señales poderosas de aquel Dios que actúa como fuerza creadora sobre el mundo. Los griegos han buscado la sabiduría, aquel conocimiento que nos lleva al interior de Dios, hasta la hondura en que la mente encuentra su descanso. En una perspecti¬va diferente nos sitúa el cristianismo.

Nosotros predicamos al Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos, necedad para los griegos (los gentiles). Para nosotros, los elegidos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres (1 Cor 1, 23 25)

Cristo crucificado es la sabiduría, justicia, santidad y re¬dención de Dios (1 Cor 1, 3O), Dios mismo hecho presente en su misterio trinitario, como amor que siendo pleno dentro de sí mismo se expande por amor y generosidad hacia los hombres. Así está la Trinidad de Dios en la misma cruz de Jesucristo.

Comencemos por los dos extremos.

El Padre y el Espíritu se encuentran como contrapuestos, formando las dos alas del misterio trinitario. Ambos se unen sosteniendo la cruz de Jesucristo. En esta perspectiva, el origen y principio de la Trinidad ya no se puede presentar en forma de amor en que se unen Padre e Hijo. La dualidad primera es la que forman el Padre y el Espíritu que llevan en sus manos y sostienen al Hijo Jesucristo.

El Padre aparece con los rasgos de gran sacerdote del AT que recibe la ofrenda de Jesús y le sostiene con amor en el momento mismo de la entrega.

El Epíritu presenta también con rasgos personales y así forma la pareja o complemento de Dios Padre; lleva en su cabeza la corona imperial, como signo de plenitud, expresión del mundo nuevo que surge por la entrega de Jesús, el Cristo. Quizá viene a presentarse de esa forma como hondura y signo de la iglesia.

Hay otro motivo que resulta interesante. El Espíritu aparece como joven todavía no sexuado o, quizá mejor, como doncella. En ese caso formaría pareja con el Padre, presentando eso que pudiéramos llamar el rostro femenino y materno de Dios. Ciertamente, Dios desborda todas las figuras y representaciones sexuales de la tierra. Sin embargo, desde una perspectiva humana podemos y debemos hablar de sus aspectos masculinos y femeninos.

El Padre es masculino como amor fundante que se entrega. El Espíritu, en cambio, sería femenino como signo del amor fundante que recibe. Ambos juntos constituyen el misterio originario.

Pero una vez dicho eso debemos añadir: sólo podemos hablar del Padre y el Espíritu mirando al Hijo Jesucristo que está crucificado. Ellos aparecen a los lados para sostener la cruz del que ha entregado su vida por los hombres. Esa cruz es el misterio de la vida, es el principio de Dios hecho presente entre noso¬tros. Por eso, sólo podemos comprender la Trinidad mirando hacia la cruz. Y sólo entenderemos la cruz si la miramos desde el mismo fondo trinitario, en el amor en que se unen el Espíritu y el Padre.

Volvamos ya a la parte inferior de ese retablo. Allí estamos nosotros, con el discípulo querido y con María, la madre de Je¬sús. La Trinidad misma se expande, según eso, en el misterio de la iglesia: allí donde los fieles se vinculan en amor y juntos cami¬nan por la vida, en esperanza de reino, se está manifestando sobre el mundo el gozo trinitario. Dios viene a mostrarse la unión personal en el amor. Por eso, allí donde los hombres viven en unión de iglesia, ya reconciliados, están siendo una señal trinitaria dentro de la historia.

Ahora podemos volver hacia lo alto. Allí veremos el pelícano de Dios. No es la paloma del Espíritu (representado aquí como mujer o como joven). Es el ave de la divinidad, que sobrevuela en el misterio, indicándonos sus rasgos primordiales.

Conforme a una tradición antigua, el pelícano se hiere hasta morir, dando su sangre, para que de esa forma puedan crecer y alimentarse los polluelos (hijo) con la sangre de su madre. Así sucede en Dios. Dios es la vida que se entrega hasta la muerte, haciendo así posible el surgimiento y comunión de nueva vida.

Se entrega Dios por nosotros en Cristo, como pelícano de amor que muere para dar vida a los hombre. Pero el signo de su entrega constituye el centro y clave de todo el misterio trinitario. Por eso el ave del amor expresa la totalidad de Dios, no es sólo una señal del Cristo. Lógicamente, nosotros los cristianos no pod¬remos comprender este misterio a través de la teoría, como recor¬daba Pablo en l Cor l, l8 ss; tampoco lo captamos por las obras, de espíritu judío. Podremos entenderlo solamente en actitud de amor gratuito, abierto hacia los otros.

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