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Apóstolas, pioneras del feminismo

Miércoles, 3 de mayo de 2017

mary-magdalene-6e5a131d0dc85e1439fe556313b910251421f22f-s6-c30(Frei Betto op).- En el Evangelio de Juan (20, 11-18) se describe cómo, muerto Jesús, María Magdalena permaneció llorando junto a su sepulcro, cuya piedra, que hacía las veces de puerta, había sido retirada. Al mirar al interior, no vio el cuerpo de Jesús. Vio dos ángeles. Le preguntaron por qué lloraba. Ella respondió: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”.

Al volverse, se topó con un hombre que también le preguntó por qué lloraba y qué buscaba. Supuso que se trataba del jardinero del cementerio: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo”. El extraño la llamó por su nombre: “María”. Magdalena reconoció a Jesús por el tono de su voz y exclamó: “¡Rabuni!” (que en hebreo significa Maestro).

La mujer no se contuvo y lo abrazó: “No me toques”, le dijo Jesús, “porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos y diles: ‘Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios’.” María Magdalena fue entonces al encuentro de los discípulos y les anunció: “¡He visto al Señor!”

Magdalena fue la primera que testimonió la Resurrección. Y la primera en anunciar a Jesús resucitado. Solo el machismo imperante en la Iglesia desde los primeros siglos explica por qué no se la considera una apóstola. Desde que Jesús la libró de “siete demonios” no dejó de seguirlo, en compañía de Juana, Susana “y otras muchas” (Lucas 8, 3).

Pero Magdalena no fue la primera que reconoció en Jesús al esperado Mesías. Ese mérito le corresponde a otra mujer, de quien también nos contó Juan (4, 1-30). No sabemos su nombre. Sabemos que vivía en Samaria y que tenía el extraño hábito de ir al pozo a buscar aguar por vuelta del mediodía.

En las regiones donde no hay agua corriente, es al amanecer que se acostumbra ir a buscar el agua. La actitud de la samaritana tiene una explicación obvia: no quería encontrarse con otras mujeres. Sabía que tenía mala fama, y prefería ir al pozo cuando no había nadie.

Cierto día, se encontró allí con un joven. Al verla bajar el cántaro al pozo, le pidió: “Dame de beber”. Por el acento, la mujer se dio cuenta de que era un judío. Y reinaba una fuerte animosidad histórica entre judíos y samaritanos. “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?” Jesús, que se había detenido allí a descansar mientras los discípulos iban a comprar provisiones, le replicó: “Si conocieras quién es el que te dice ‘dame de beber’, tú le pedirías, y él te daría agua viva.

Esa afirmación la intrigó: “Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues, tienes el agua viva?” Jesús insistió: “Cualquiera que beba de esta agua volverá a tener sed; mas el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá.” Animada por la idea de librarse del trabajo de ir al pozo, la mujer lo instó: “Dame de esa agua para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla.”

Jesús cambió el rumbo de la conversación: “Ve, llama a tu marido, y ven acá.” “No tengo marido”, dijo ella. Su fama ya había llegado a Galilea. “Bien has dicho: ‘No tengo marido’.” Y añadió: “Cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido. Esto has dicho con verdad.”

Resulta curioso que Jesús no pronunciara un sermón moralista: “¡Promiscua! ¿Cómo te atreves a querer mi agua viva si no eres capaz de ponerle freno a esa sucesividad conyugal?” ¡Y pensar que hoy en día hay cardenales, obispos y padres que, contradiciendo al papa Francisco, insisten en negarles los sacramentos a hombres y mujeres que se han vuelto a casar!

Además de no emitir ninguna censura, Jesús elogió a la samaritana por decir la verdad. Y al elucidar su duda sobre el lugar donde debía adorarse a Dios, si en Jerusalén o en Samaria, enfatizó que “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. Y, por primera vez, rompió el anonimato sobre su naturaleza divina y se le reveló como el esperado Mesías.

¡Pobres de los puritanos escrupulosos! ¡No soportan el hecho de que Jesús no se le haya revelado por primera vez a Pedro o a otro apóstol, sino a una mujer de vida irregular! ¿Por qué? Porque se dio cuenta de cuánta sed de amor (el agua viva) había en ella. Era una mujer voraz y veraz. Y solo Dios sería suficiente para colmar semejante sima en el corazón.

La samaritana tiró el cántaro y corrió a la ciudad para anunciar que había encontrado al Mesías. Fue ella, en realidad, la primera apóstola.

Resulta extraño que hasta el día de hoy a las mujeres se les considere fieles de segunda clase en la Iglesia Católica, impedidas de acceder al sacerdocio. Si Dios quiere, eso cambiará un día, como tantas otras piedras del tradicionalismo que ya han sido removidas.

Frei Betto es autor, entre otros libros, de Fome de Dios (Fontanar).

www.freibetto.org

Traducción de Esther Perez

Fuente Religión Digital

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