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“Unidos por el amor a un crucificado”, por Carlos Osma

Viernes, 14 de abril de 2017

discipulo-amado

De su blog Homoprotestantes:

Una reflexión de Jn 19, 17-30.

“Jesús, cargando su cruz, salió al lugar llamado de la Calavera, en hebreo, Gólgota. Allí lo crucificaron con otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio”.

El Jesús del Evangelio de Juan es tan diferente al del resto de evangelios que a menudo nos desconcierta. Y lo hace porque el evangelista en su intento de presentar a Jesús en plena intimidad con Dios, parece deshumanizarlo y alejarlo de nosotros. Es evidente que hay una intencionalidad teológica, pero ver a Jesús cargando su cruz y marchando con ella hacia el Gólgota, como quien decide darse un paseo triunfal hasta el trono en el que ocupará el lugar central, no ayuda para que empaticemos con la experiencia histórica de una persona que fue torturada y asesinada de una forma tan cruel.

Sin embargo el evangelista no busca nuestra empatía, sino que, en un momento histórico en el que el cristianismo tenía que reafirmarse frente a un judaísmo de carácter fariseo, era necesario dar valor al elemento central de su conflicto: a Jesús. Y en la medida en el que aquel Mesías se convertía en un ser divino, la ruptura con el fariseísmo estaba servida. Así que la estrategia del autor (o autores), no fue en ningún momento la de buscar puntos de conexión o elementos de encuentro, sino la de reafirmar el elemento central de la fe cristina. Puede parecernos más o menos acertada su intención, pero deberíamos preguntarnos si los cristianos y cristianas del siglo XXI utilizamos la misma estrategia para lidiar con nuestras diferencias.

Que no pretendiese tender puentes de diálogo, no significa necesariamente que la voluntad de Juan fuese la de hacerlos saltar por los aires. La obra no va dirigida a los fariseos, sino a los seguidores de Jesús, para reforzar y profundizar su fe en un momento de confrontación. Y si hay algo que tiene muy claro el evangelista, es que sólo poniendo la mirada en Jesús y a él como centro, el cristianismo puede tener algo que decir en un mundo donde la diversidad va en aumento. Si eso se traduce en rupturas, pues bienvenidas sean.

“Escribió también Pilato un letrero, que puso sobre la cruz, el cual decía: Jesús Nazareno, Rey de los judíos. Muchos de los judíos leyeron aquel letrero, porque el lugar donde Jesús fue crucificado estaba cerca de la ciudad, y el letrero estaba escrito en hebreo, en griego y en latín. Dijeron a Pilato los principales sacerdotes de los judíos: No escribas: Rey de los judíos, sino: Este dijo: Soy rey de los judíos. Respondió Pilato: Lo que he escrito, he escrito”.

De repente Jesús desaparece de la escena, y ésta se centra en una discusión sobre su identidad. Definir a un ser humano al que se ha crucificado antes, no puede tener como intención entender quién es. Lo que quieren los representantes religiosos, es simplemente reafirmar su teología y su posición social. Es una falsa discusión, no hay diálogo, algo muy común en el pensamiento religioso que dice buscar la verdad, pero que cuando está ante ella la ignora porque rompe sus esquemas arcaicos. La verdad para Juan era un ser humano, y ellos lo habían crucificado. Y frente al que había sido torturado y traspasado por clavos, los sacerdotes solo quieren poner un broche final, uno que dice que tienen la razón y el ajusticiado no. Según el evangelista, los fariseos no quieren que la mirada de quienes pasan frente a la cruz se dirija hacía Jesús, sino hacia la letra, hacia un cartel que etiqueta al crucificado con una identidad que no es la suya, pero que permite que la teología farisea quede indemne, y a sus dirigentes disfrutar de sus beneficios.

Podríamos creer que el poder político sí ha entendido quien es Jesús y es capaz de definirlo correctamente. Pilato ha acertado, ¿ha entendido lo que al poder religioso se le escapa? El evangelista parece decirnos que no, que se puede dar la identidad que corresponde a Jesús por error, o simplemente por intentar provocar al fariseísmo recordándole quien ostenta el poder realmente. El cartel que manda colocar Pilato sobre la cruz expresa la identidad que Jesús mostró, pero no está basada en una mirada sincera hacia Jesús, en una aceptación real de su identidad. El crucificado seguía en la cruz, aquella a la que le habían subido quienes decían reconocer quien era. Y es que se puede ser muy comprensivo, tener toda la razón, y seguir subiendo a la cruz a quienes nos son incómodos, porque con esa cruz nuestro poder se impone frente a otros poderes que nos incomodan.

“Cuando los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos e hicieron cuatro pares, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, la cual era costura, de un solo tejida de arriba abajo. Entonces dijeron entre sí: No la partamos, sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién será. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura, que dice: Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes. Y así lo hicieron los soldados”.

Quienes mueven los hilos a su conveniencia, no se ensucian las manos de sangre, para ello tienen a sus soldados que ejecutan a la perfección las órdenes recibidas. En estos versículos la mirada sigue alejada del Jesús crucificado, pero también se aleja de los centros de poder que lo han llevado hasta el Gólgota, ahora la acción se sitúa en la mano de obra de la ideología dominante. Los soldados no piensan, ni dudan, ni sienten… se limitan a hacer lo que han hecho toda la vida, lo que es natural: “que quienes molestan sean eliminados”. Frente a una humanidad crucificada que parecen ignorar se comportan como simples máquinas, ¿dónde agoniza realmente la vida, arriba en la cruz, o delante de ella?

Los soldados cumplen a raja tabla la Escritura, ellos son sus guardianes, y al hacerlo desnudan a un Jesús sufriente que ya agoniza. Allí ante ellos todo se muestra en su verdadera humanidad, sin que nada quede escondido. Pero su mirada no se dirige hacia el cuerpo vulnerable y herido, hacia el sufriente, sino hacia ellos mismos, por eso se disponen a obtener algún beneficio. Y reparten sus vestidos de forma ordenada, organizada, como si estuvieran acostumbrados a hacerlo todos los días. Y es que los ejecutores de las ideologías asesinas, no suelen ser víctimas inocentes, aunque algunos discursos los presenten de esta forma. Los ejecutores se lanzan como buitres sobre los despojos que otros han decidido dejar por el camino, y de esta manera cumplen la Escritura, pero no por ello dejan de ser unos asesinos.

“Estaba junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María mujer de Cleofás, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su madre y al discípulo al que él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió como madre propia”.

Finalmente Juan nos devuelve a la cruz, al punto de partida. Y allí encontramos a la madre de Jesús, junto a otras mujeres, y al hombre al que Jesús amaba. Parece como si solo ellos tuvieran la vista puesta en el crucificado. A las tres Marías no les importa si en aquel momento se cumplían o no cumplían las profecías del Antiguo Testamento. Al amado de Jesús le traía sin cuidado si estaba o no frente al Rey de los Judíos. Lo que las Escrituras profetizaban podría ser relevante para quienes querían tener razón y poseer la verdad, pero lo que Juan destaca sobre cualquier otro elemento, es que las seguidoras y seguidores de Jesús están al lado del crucificado, mirándole a él, y sufriendo por/con él. Ese es el elemento central que quiere destacar, esa es la verdadera mirada cristiana, la que fundamenta cualquier reflexión, cualquier debate, cualquier acción. Se puede estar al lado de la cruz por muchas razones que no sean el amor a quién ha sido clavado en ella.

Y desde esta manera de estar frente a la cruz, se puede escuchar la voz de Jesús. El amor de María por su hijo, y el del discípulo por su amado, une irremediablemente a ambos, los convierte en una familia. Una madre que abre el corazón al hombre al que su hijo ama, y un hombre que abre su casa y su vida a la madre de quien le amó como ningún otro. Una familia contranatura para muchos, pero una familia cristiana para quienes son capaces de escuchar el mensaje de la cruz. Y así es como el evangelista Juan entiende la comunidad cristiana, como una familia que no sigue los dictámenes biologicistas, que no cumple la Ley sobre todas las cosas, que no se doblega frente a las costumbres y las exigencias de la religiosidad. Sino como un conjunto de hombres y mujeres unidos por el amor a un crucificado, y cuyas relaciones únicamente son juzgadas por el amor que contienen. Ese es el centro del cristianismo que propone, uno que tiene su mirada puesta únicamente en la cruz. Con esta mirada es posible que la comunidad Joánica esté abocada a una ruptura con el judaísmo fariseo, pero sin ella habrá perdido inevitablemente y para siempre su esencia cristiana, su motivo de ser. Sólo mirando a Jesús el cristianismo, sea del tipo que sea, sigue siendo cristianismo.

Carlos Osma

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