Del blog de Xabier Pikaza:
Retomo el motivo de la postal anterior, señalando que la liturgia de este domingo tiene dos partes principales.
— La procesión popular de laueles o palmas, con la entrada del Señor en la ciudad de Jerusalén realizada conforme a la lectura de Mt 21, 1-11.
— La solemne eucaristía, centrada en la lectura de la pasión (Mt 26, 14-27, 66), como anuncio y compendio de toda la Semana Santa.
Quiero seguir centrándome también hoy en la primera parte para destacar. en línea de meditación, algunos elementos históricos y teológicos de la subida de Jesús a la ciudad donde Dios vendrá a manifestarse, de manera que se decida así el sentido de su mensaje, la llegada de su reino.
No es tiempo para largos discursos, sino para la contemplación y el seguimiento.
Se trata de saber cómo podemos recorrer hoy el camino de Jesús, en un contexto distinto, en unas circunstancias en las que nosotros no somos ya sin más de aquellos que formaban parte del cortejo de Jesús, ni Jerusalén se encuentra en la antigua Jerusalén de Judá, sede del templo.
También nosotros estamos llamados a manifestarnos con Jesús, para expresar con nuestra vida el sentido de la “nueva Jerusalén”, en un gesto religioso, pero también social y político (mesiánico), en estos días que para gran parte de nuestra población post-cristiana se han convertido en excursión de primavera… donde queda para muchos solos un folklore de procesiones de Semana Santa.
Para muchos, sin embargo, éste empieza a ser un tiempo de ascenso hacia la nueva Jerusalén, retomando la “marcha” de Jesús, su gran manifestación profética y festiva, en contra de los poderes de muerte, que se habían agazapado en Jerusalén (la antigua, la nueva). Buen domingo a todos, buen camino.
Lectura
Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles:
— Id a la aldea de enfrente, encontraréis enseguida una borrica atada con su pollino, desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto… (Sigue la lectura de la postal de ayer: Mt 21, 1-11)
Las señales de su venida.
Jesús entró en Jerusalén de un modo pacífico pero muy provocador, porque proponer la paz que él proponía, desde lo que había hecho en Galilea, era un reto al judaísmo del templo y al sistema de Roma.
Subió a pleno día, en el momento y lugar de más concurrencia (en la preparación de Pascua, desde el monte de los olivos) y así llegó a la ciudad, como Mesías o pretendiente davídico, rodeado de peregrinos, para entrar en los atrios del templo, como hijo del hombre (un simple ser humano, en nombre de la misma humanidad), realizando un gesto que simboliza el fin del mismo templo, es decir, del tiempo antiguo, tanto en plano social como religioso.
El tema es también para nosotros decidirnos y subir, como Jesús, arriesgando así la vida en el camino, en espera de la vida verdadera.
1. Sube como Mesías de David,
portador de una esperanza social para Jerusalén y para el conjunto del judaísmo (cf. Mc 11, 9- 10, con cita de Sal 118, en línea davídica), como rey de un Reino en el que todos son reyes, con otros muchos peregrinos, para celebrar las fiestas de Pascua, como reyes mesiánicos, herederos de las promesas de David.
Estrictamente hablando, su gesto se sitúa dentro de las perspectivas (y expectativas) mesiánicas del conjunto de Israel, pero Jesús lo entiende a la luz de su mensaje y de todo su camino anterior. Vino con una pretensión de tipo social, como nazareo, pero no quiso conquistar la ciudad por las armas, como hizo David, en otro tiempo (pues si lo hubiera querido su mensaje tendría que haber siso muy distinto).
No quiso (ni pudo) luchar contra los romanos y, por eso, los soldados del César pudieron seguir tranquilos sobre la Torre Antonia, bajo el mando de Pilatos. Pero el mismo Pilatos tuvo miedo y por eso le hizo condenar, poniendo al lado de su cruz un letrero que decía: “Jesús Nazoreo, Rey de los Judíos”.
Significativamente, los sacerdotes protestaron por la segunda parte de la sentencia (Rey de los Judíos), pero no por la primera (Jesús Nazoreo; cf. Jn 19, 20-22). Sólo así, renunciando a la conquista militar de la ciudad, pudo ser quien era y actuar como actuaba.
¿Qué significa hoy David para nosotros, el antiguo reino particular de algunos, para que venga en su lugar el Reino de lo Humano, la revelación total de Dios en nuestra vida?
2. Viene en nombre del Señor del Templo,
que es Dios, para culminar su tarea mesiánica, en la línea de Salomón (¡hijo de David!), constructor del santuario, para que se expandiera una religión o, mejor dicho, un movimiento universal de solidaridad entre todos los hombres, desde el templo de Jerusalén.
No vino a re-formar o re-forzar ciertos detalles o ritos, sustituyendo a unos sacerdotes por otros mejores, como intentaban los separados de Qumrán, pues no quiere hacerse sacerdote, ni intervenir en un culto que no le corresponde, sino mostrar, gráficamente, que la era del templo ha terminado. Con esa intención «comenzó a echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el templo.
Volcó las mesas de los cambistas y las sillas de los que vendían palomas» (Mc 11, 15). Estos gestos, vinculados a los “dichos” correspondientes (yo derribaré este templo, construido por los hombres…: cf. Mc 14, 28), son un elemento esencial de su mensaje: sólo superando el culto del viejo santuario de Israel puede llegar la “religión” universal, como revelación de Dios Padre y solidaridad interhumana .
Se trata de “volcar” (voltear, superar) un tipo de religión, para que se abra ante nosotros el nuevo templo de Dios: es decir, la casa de fraternidad y oración, de vida compartida y abierta al misterio, para todos los hombres y mujeres de la tierra.
Subir a Jerusalén, esperar la llegada del Reino de Dios
Vino anunciando y esperando (preparando) la llegada del Reino de Dios a pesar de que, humanamente hablando, parecía imposible conseguir lo que quería (ni los sacerdotes judíos, ni los soldados romanos aceptarían su pretensión, en aquel momento y en aquellas circunstancias).
Subió porque le enviaba el Dios de los profetas, en cuyo nombre había preparado e iniciado el Reino entre los pobres y excluidos de Israel, empezando por Galilea, no para ser el único rey, sino para que todos fueran reyes. Subió porque estaba convencido de que Dios le había confiado la tarea de instaurar con su palabra y con su vida el Reino, que ya había comenzado en Galilea y que debía extenderse, desde Jerusalén, pasando de nuevo a través de Galilea (cf. Mc 14, 28 par), a todos los pueblos de la tierra.
No vino para quedarse en Jerusalén, recibiendo allí la corona regia, sino para que Jerusalén cambiara, en la línea del Reino de Dios. Probablemente, en caso de una respuesta positiva, habría vuelto a Galilea, porque su Reino era de todos (no suyo) y él no necesitaba actuar como gobernante superior, a la cabeza de un organigrama de poderes. No podía emplear violencia externa, ni poder político, ni sacralidad sacerdotal para extenderlo, porque el Reino de Dios no se logra con violencia, ni se mantiene por medios de poder o sacralidad sacerdotal. Él lo había sembrado; tendría que dejar después que se expandiera por sí mismo .
El ascenso de Jesús a Jerusalén fue un acto de fe y un camino mesiánico abierto a la sorpresa de Dios y a la respuesta humana (no estaba definido y cerrado de antemano).
Jesús no fue porque sabía lo que iba a pasar, sino para que pasara aquello que debía pasar, en un gesto en el que pueden distinguirse tres niveles. También nosotros hemos de abrirnos al misterio de Aquel que nos espera:
Nivel social:
entró en la ciudad como pretendiente mesiánico, en la línea de David, pero no para triunfar él, ni para tomar “su”, sino para que reinaran ellos, los antes pobres y excluidos.
En Cesarea de Felipe le habían preguntado si era rey y él no había respondido, pero Pedro había tomado la delantera, declarando abiertamente que era el Cristo (Mc 8, 29). Jesús había respondido pidiéndole silencio y añadiendo que no quería “hacerse rey” (tomar el poder), sino hacer reyes a los otros (dar la vida por ellos).
En esa línea se mantiene y, abandonando las prevenciones anteriores, entra Jesús en Jerusalén de un modo abierto, como Mesías/Rey, en forma pacífica, sin armas, rey de un Reino donde los reyes son todos los antes pobres (cf. Mc 11, 1-10), pues a ellos les ha dicho “es vuestro” (Lc 6, 20).
Nivel de entrega y promesa personal.
Precisamente cuando parecía que su empresa había fracasado, pues ni los sacerdotes ceden ni los habitantes de Jerusalén le acogen, Jesús reúne a sus discípulos y se despide de ellos compartiendo una copa de vino y prometiendo que la siguiente la beberían en el reino (Mc 14, 25). Esa promesa de Reino se puede entender de forma histórica inmediata (no me matarán, Dios intervendrá y mañana mismo iniciaremos el Reino) o de forma retardada (podrán matarme, pero Dios me hará volver y tomaremos juntos el vino del Reino).
En ese contexto se entienden sus palabras de “retorno a Galilea” (Mc 14, 28 par), que pueden tomarse en sentido postpascual (¡le verán resucitado en Galilea!), pero también en sentido histórico: si su movimiento hubiera “triunfado sin su muerte”.
Biblia, Espiritualidad
Ciclo A, Dios, Domingo de Ramos, Evangelio, Jesús, Pasión del Señor, Semana Santa
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