“¿Qué ‘valor’ se puede reconocer al sufrimiento?”, por George R. Porta
El sufrimiento es esencialmente absurdo e innecesario, imposible de medir o comparar y, no obstante, es real e imposible de erradicar. Racionalizarlo con el Principio de Doble Efecto de Tomás de Aquino me parece amañado e irrespetuoso.
Esta argumentación situada en el plano metafísico, estableciendo la premisa de Dios, es incompatible con la creación ex nihilo por amor. Si nada existía antes, para qué introducir un elemento que el propio Creador no experimentaba (no había nada que le fuera imposible) y creaba solo por amor y para bien. Esto dicho asumiendo que podemos conocer “lo divino” y comprenderlo, que no podemos.
La lectura sacrificial del asesinato de Jesús que a Pablo le pareció tan necesaria en su mentalidad de Templo, Sacerdocio Sumo y sacrificio expiatorio; que Anselmo de Canterbury trató de explicar sin lograrlo unos diez siglos más tarde, ha causado demasiado mal antes y después de que una tal “doctrina” se convirtiera como en el corazón de la teología cristiana, católica y no católica. La última explicación de Ratzinger (Introducción al cristianismo, Herder, 1968) tampoco la justifica. Consecuente con la Carta a los Hebreos y la argumentación anselmiana, los sacerdotes oferentes del Cordero fueran los asesinos de Jesús.
La idea de que la divinidad probara la lealtad de Abraham sacrificando a su hijo Isaac no puede dejar de ser horriblemente salvaje (por eso en el propio relato el ángel la impide) para que el sacrificio voluntario de Isaac ahora representado en Jesús la legitime. Este no hubiese sido, además el primer filicidio de Abraham a quien Sara convenció para que expulsara al desierto, a una muerte segura, a Ismael y a su madre (Génesis 21, 12-13) y también entonces la divinidad intervino para evitar que Abraham fuera el asesino de su propio hijo. La misma predilección por los hijos segundos es algo que los exégetas estudian de cerca porque también fue el segundo reino el que perduró tras del segundo exilio, pero eso es tema para otro momento.
La creencia de que el sacrificio de una víctima inocente lave el pecado de muchos, quienes después del sacrificio reincidirán en sus pecados, es pagana. La Biblia no explica el misterio del mal y malamente explica el del Amor, como la mayoría de los demás libros sagrados. Quizás tantas naciones tuvieron en su diversidad una intuición común. ¡Hum!
Con todo hay un cierto valor en el sufrimiento y en la experiencia del mal, razonable pero injustificable.
El optimismo de Leibniz tampoco me parece suficiente porque es como utilizar un resultado fallido para explicar que se haya llegado a él.
Puede que el Mundo que existe y el ordenamiento que parece regirlo sean los mejores posibles, pero entonces, quién creó ese Mundo y su ordenamiento creó el desorden, sin necesidad. La falta de una explicación suficiente no valida la mejor posible, sino deja a la pregunta sin respuesta. ¿Por qué los demás animales no parecen vulnerables a reincidir en el error culpablemente?
Yo prefiero que la necesidad engendre la libertad. El amor siempre puede ponerle riendas al exceso. Así se me justifica que un hambriento pueda con todo derecho robar un pedazo de pan que a otro injustamente le sobre y por eso no censuro la conspiración de Bonhöeffer contra Hitler para detener la Solución Final.
Por lo tanto, ¿cuál me parece que pudiera ser el único valor atribuible al sufrimiento?
Leo la respuesta en mi deuda mayor con las personas que me han solicitado ayuda profesional y al hacerlo me mostraron, con confianza inmerecida, sus rostros más feos, sus heridas más infestadas, sus deformidades más impredecibles.
Al hacerlo, me fueron entrenando poco a poco en la compasión, como necesidad para mi propio crecimiento, como expresión de mi libertad personal y en la necesidad de respetar, en cada uno/a su sujetualidad, como expresión de su autonomía. Su dolor me sacaba de mi ensimismamiento invitándome candorosamente a encontrarme con ellos de manera análoga a como el dolor y la perplejidad de los discípulos camino a Emaús invitaron a Jesús a encontrarles, acompañando su andadura y, de un modo, que les persuadió a salir de su perplejidad egocéntrica (Lucas, 24-31).
Me enseñaron a respetar su sujetualidad aprendiendo que solo reduciendo mi preocupación conmigo mismo y el peso de mi propia historia, podía andar ligero para encontrarles en su Dasein, en su propio lugar y en sus propios términos para acompañarles en sus andaduras quizás iluminándoselas en alguna medida, sin confundirles conmigo mismo y agradeciéndoles la oportunidad de serles útil.
Afortunadamente, me alegro de haberme adaptado siempre a sus posibilidades de pagarme y, en alguna ocasión, haber servido de gratis. Me parece que en realidad era yo quien estuviese en deuda.
George R. Porta
Fuente Atrio
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