Domingo IV del Tiempo Ordinario. 29 enero, 2017
“En aquel tiempo, al ver Jesús al gentío subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos, y él se puso a hablar enseñándoles: Dichosos…”
Al principio a Jesús le fue bien. Cuando empieza a predicar mucha gente se le acerca, le escucha. Quieren aprender o buscan el alivio para sus enfermedades. Y Jesús recorre Galilea junto con sus primeros discípulos, anunciando y curando.
Con aquellos que dieron una respuesta tan plena e inmediata como la llamada que había recibido. A los mismos que el domingo pasado veíamos dejando inmediatamente las redes (la barca y a su padre) y siguiendo a Jesús.
A ellos se dirige hoy Jesús. Está viendo el gentío que se ha movilizado en torno a él. Y en lugar de dejarse impresionar, o dejar que la fama “se le suba a la cabeza”, lo que hace es tomar una cierta distancia y sentarse.
Se retira un poco y el círculo más íntimo se le acerca, entonces aprovecha para enseñarles. Bien sabe él que el reconocimiento, la fama, el éxito… pueden también confundir a sus discípulos.
Las bienaventuranzas nos enseñan, a las discípulas y discípulos de todos los tiempos, a no confundir la felicidad con el éxito, con una vida fácil o con la ausencia de problemas y dificultades.
Porque, si bien el anuncio de Jesús es una Buena Noticia que trae consigo la felicidad. Esta felicidad es tan honda y plena que ya nada la puede sacar del corazón que la recibe.
Es una felicidad capaz de convivir con la pobreza, el sufrimiento, el llanto, el hambre, las injusticias y hasta la persecución. La felicidad por el Reino de Dios atraviesa toda dificultad, toda oscuridad. No es algo que sucederá después, sino que comienza a suceder precisamente en esas circunstancias donde jamás iríamos a buscarla.
La dicha de la que hablan las bienaventuranzas nos es un bien privado y exclusivo. Como un club de alto renombre, no. Todo lo contrario, es un tesoro para compartir. Que crece en la medida en que más y más gente se une y comparte.
Es la alegría de quienes trabajan juntas por la justicia, el amor, la paz o la dignidad humana de cualquier pequeño grupo oprimido. Y precisamente esa lucha llena de dificultades se convierte en fuente de felicidad.
Oración
Trinidad Santa, condúcenos hasta ese íntimo rincón donde ya germina la felicidad que tú has sembrado en nosotras.
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Fuente Monasterio de Monjas Trinitarias de Suesa
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