Vivir el tiempo ordinario con sentido.
El evangelio de hoy nos sitúa de esta manera en nuestra cotidianidad. La escena que nos muestra podría ser la de un día cualquiera en la vida de Juan el Bautista, el profeta que predicaba en el desierto y bautizaba en el Jordán. Probablemente cada día habría un buen grupo de personas escuchándole y dejándose bautizar por él, atraídos por sus palabras y sus gestos. Así que a nadie le llamaría la atención aquel hombre que esperaba su turno tranquilamente, como uno más, junto a tantos otros; un hombre que no se había distinguido hasta ahora en nada; un hombre que llevaba una vida sencilla en Nazaret.
Pero cuando ese hombre, llamado Jesús, llega a Juan, el profeta es capaz de reconocerlo como aquel de quien ha estado diciendo que “os bautizará con Espíritu Santo y fuego” (cf. Mt 3,12) y se sobrecoge ante su petición: “Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”. Jesús acude a Juan para hacerse bautizar y, con este gesto, desciende a lo más bajo, aún más bajo que el pesebre en el que había nacido; aún más bajo que la vida sencilla que había llevado. Jesús toma sobre sí la condición de pecador: “Al que no conoció el pecado, por nosotros lo cargó con el pecado, para que, por su medio, obtuviéramos la justificación de Dios” (2Cor 5,21).
Contemplemos el encuentro entre estos dos hombres y prestemos oído a su diálogo. Ambos escuchan al otro en su verdad más plena. Ambos se dejan acompañar. Ambos buscan la voluntad de Dios: “Déjalo ahora”, dice Jesús. “Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere”. Y ambos, gracias al otro, toman consciencia de su identidad. Como lo habían hecho años atrás sus madres en el encuentro en Ain Karem (cf. Lc 1,39-56), tanto Juan como Jesús son ahora reafirmados y fortalecidos en su vocación personal y en su misión. Sobrecoge caer en la cuenta de que las primeras palabras que Mateo pone en boca de Jesús en todo su evangelio sean éstas, referidas a cumplir todo lo que Dios quiere, manifestando lo que sería una clave fundamental en su vida: hacer la voluntad del Padre.
El evangelista ha narrado el encuentro con unas imágenes que muestran la fuerza de la teofanía que se describe: el cielo se abre, el Espíritu baja y se oye una voz del cielo. Esta descripción de la apertura de los cielos nos remite a Isaías: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 63,19). El autor pide a Dios que vuelva a abrir el cielo, que se manifieste y descienda en medio del pueblo.
En Jesús se cumple esta Palabra. Dios se ha manifestado y ha descendido hasta ponerse en la cola con los pecadores. Mateo modifica la voz celestial con respecto a los otros dos sinópticos. La manifestación no está en segunda persona, sino en tercera: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto”. No es una revelación dirigida a Jesús, aunque con ello Jesús se reconozca como el Hijo. Es una revelación dirigida a nosotros, que la escuchamos. Es una invitación a acoger a Jesús como el Hijo y a aceptar que nosotros somos también “hijos en el Hijo” (cf. Jn 1,12).
Hoy, recordando el Bautismo de Jesús, somos invitados a ratificar nuestro propio bautismo, a confirmar nuestra fe desde la experiencia de encuentro personal con Jesús, el que se hizo uno de nosotros para recordarnos que somos hijos amados del Padre. Renovar nuestro propio bautismo hoy nos debe llevar a renovar nuestro compromiso a vivir como hermanos de todos, buscando la voluntad de nuestro Dios Padre-Madre y dejándonos mover por el aliento impetuoso de la Ruah Santa. Preciosa invitación, después de haber vivido en profundidad la Navidad, para comenzar nuestro tiempo “ordinario” con verdadero sentido.
Inma Eibe, ccv
Fuente Fe Adulta
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