“Convivencia”, por Miguel A. Munárriz Casajús
La inteligencia, la simpatía, el tesón, la creatividad, la capacidad de esfuerzo o la vena artística, son cualidades humanas que nos permiten progresar como personas y como humanidad. Pero para que haya en el mundo inteligencia, simpatía o tesón es necesario que se encuentren encarnados en personas inteligentes, simpáticas, tesoneras… Se da la circunstancia de que estas cualidades están muy repartidas entre los hombres y mujeres que constituyen el género humano, como si la Naturaleza hubiese pretendido hacernos a todos partícipes del progreso general.
Si una persona es especialmente inteligente o simpática se lo debe a los genes que ha heredado o la educación que ha recibido, lo que significa que es una necedad presumir de ellas. A quien se ufana de “haberse hecho a sí mismo” a base de voluntad, hay que recordarle que esa voluntad también es fruto de los genes, y que su mérito es muy limitado. Esto podría llevarnos a consideraciones morales muy sugestivas, pero lo que aquí queremos resaltar es que todo cuanto tenemos lo hemos recibido, y que lo único por determinar es el uso que vamos a hacer de ello.
Podemos pensar que nuestras cualidades son nuestras; que las tenemos para nuestro disfrute. Y podemos pensar que las hemos recibido para ponerlas al servicio de todos y poder disfrutar de las que otros aportan. El problema es que unos han recibido mucho y otros poco, y este intercambio no puede plantearse en términos conmutativos, sino distributivos. Como dice Karl Marx: “Que cada uno aporte según su capacidad y reciba según su necesidad”… Y la verdad, no sabemos cómo se puede llevar esto a la práctica ─y él tampoco lo sabía─, pero es una excelente vía para caminar hacia la plenitud humana.
Las sociedades modernas basan la convivencia en las leyes. Quien se salta la ley es perseguido y en su caso juzgado y condenado. Y eso está muy bien, pero refleja una sociedad todavía inmadura a la que le falta mucho trecho por recorrer. Porque la ley deja a la persona a sus fuerzas, le pone preceptos que debe cumplir, le amenaza, le castiga, pero no le cambia el corazón. Una sociedad madura basa la convivencia en el arraigo de unos valores que cambian a la persona por dentro… y ya no necesita mandarle nada. Esto no significa que se pueda prescindir de las leyes, sino que el énfasis debe ponerse en el arraigo de valores y no en la promulgación leyes. Y es que la convivencia se puede imponer y se puede sembrar. Si se siembra tarda un tiempo en dar fruto, pero cuando lo da, da el ciento por uno.
Cualquier organización humana ─sea política o empresarial─ que se esfuerce en promover en su seno unos valores basados en el bien común, en la necesidad de compartir, la generosidad y el respeto a los demás, cumplirá su misión mucho mejor que otra que no lo haga así. El problema es que se trata de una tarea sorda y a largo plazo que no suele entusiasmar a los gestores. Tampoco es fácil. Es mucho más sencillo refugiarse en las cosas tangibles que se ven y nos dan una confortable sensación de eficacia, aunque a la larga todo el esfuerzo resulte baldío porque se pone el foco en lo secundario y se olvida lo esencial.
En contraste con esta forma de concebir la sociedad —como tarea colectiva basada en el compromiso de cada uno con el bien común—, vemos que la acción política en el mundo está cada vez más marcada por el odio, la descalificación, la revancha, y la garrulería. Vemos que la demagogia infame se impone al sentido común aupando al poder a profetas de la bronca y el enfrentamiento. Y esto es algo inquietante, porque estas actitudes que nacen en la cumbre acaban empapando todos los estratos de la sociedad, y la sociedad desgarrada y rota.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Fuente Fe Adulta
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