Uno. El número necesario para cambiar el mundo
Así interpela el cartel de una ONG a los viandantes de los pasillos del metro de Madrid, arañando las posibilidades del lenguaje y, con ello, el trasiego monótono de las idas y venidas en las estaciones de las mil razones en las que cómodamente nos movemos sin que nada cambie.
A desinstalarnos y a estimular nuestra audacia contribuye la bocanada de aire fresco del evangelio de Lucas que, como aquel cartel, incide en la fuerza de un “sí” para trastocar nuestro viejo y lánguido mundo y preñarlo de novedad. Pero no de esa novedad que, disimulando el olor a rancio, en el fondo recicla un saber igual a sí mismo, sino de aquella novedad llena de vehemencia, sinceridad e intensidad.
Lucas nos propone una escena que engrandece el nacimiento de Jesús pero también realza la figura de la Madre. Ella, María, lejos de interpretar el típico papel de la mujer meliflua y huidiza de los focos, da un paso al frente y asume con autenticidad y arrojo la responsabilidad de tomar la decisión más importante de su vida. Como aquella levadura que se confunde en la masa, su cuerpo acogerá el germen que, al mismo tiempo que imperceptible, será imparable y fermentará todo produciendo un crecimiento exponencial.
De hecho, en boca de Gabriel se pone una palabra griega que generalmente traducimos por llena de gracia y que puede llevar al equívoco de pensar que ella es tan solo un sujeto pasivo.
Una apreciación que evoca aquella espontánea exclamación que desde el fondo de la escena lanza atrevidamente una mujer —Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron (Lc 11,17)— y que Jesús rápidamente puntualiza: Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan (Lc 11,12). Y es que la “dicha” o la “gracia” no reside tanto en el seno o en los pechos (esto es, aquello que representa la maternidad física) como en la capacidad de creer. En este sentido, Jesús matiza ante la posible minusvaloración del papel de ella: no es tan solo la grandeza de Él lo que le hace grande y única a ella (El será grande, será llamado Hijo del Altísimo), sino que ella es dichosa porque ha creído que se cumplirá en ella la Palabra de Dios. María, vocacionalmente activa, asume el riesgo de ser creyente y la aventura de seguir a Dios.
Dios cambia las cosas a su manera, con gente pequeña, insignificante, pero convencida y, por eso, con gente que no se arredra ante las dificultades de la vida y es capaz de soñar.
Ciertamente podría haberlo hecho de otra manera, podría haber venido Él mismo, o hacerlo sin nuestra colaboración. Podría haberlo hecho según el modelo superhéroe que se enfrenta a este mundo solo y con sus “súper-poderes” y que, al puro estilo de hada madrina, va transformando las cosas feas en bonitas, interviniendo de una manera prodigiosa en la realidad.
Tal vez, esta es nuestra idea de potencia, de cómo se cambia el mundo, e incluso nuestra forma de comprender cómo Dios debería usar su “poder” para construir un mundo mejor. Sin embargo, se trata de nuestras proyecciones, legítimas pero también de “película” y, sobre todo, sin ninguna implicación personal. Dios no cambia la historia sin nosotros. La vida de María es una llamada a quitarnos la carcasa de la desesperanza y a creer que nada es imposible para Dios, que Dios hace cosas grandes, que actúa a lo grande, que “uno“ es el número necesario para cambiar el mundo.
Marta García Fernández
Fuente Fe Adulta
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