8.12.16. Inmaculada, una mujer.
María no es una diosa, sino una mujer concreta, de Nazaret de Galilea, pero una mujer que ha vivido muy cerca de Dios y que engendrado y educado humanamente (es decir, “divinamente”) al mismo Jesús, Hijo de Dios.
Según la tradición, ella fue engendrada de una forma normal (matrimonial) por unos padres que se llamaban Joaquín y Ana (¡nombres apócrifos!), de tal manera que su concepción y gestación fue “Inmaculada” (sin ningún tipo de pecado). Pero más que a la simple “concepción” (generación), este título de Inmaculada se refiere a todo el proceso de la vida de María, pues ella fue siempre fiel a Dios, es decir, in-maculada.
Este “dogma” de la Inmaculada, definido por el Papa Pío IX el año 1854, ha surgido en el contexto de una antropología hoy parcialmente superada, pero expresa y transmite una intensa experiencia de fe que quiero destacar. Dejo para otro posible momento la discusión hermenéutica del tema. Hoy me limito a comentar el evangelio del día (Lc 1, 26-38) desde la perspectiva de María Inmaculada.
Felicidades a todos los cristianos, especialmente católicos, que, a partir de este “dogma”, pueden contemplar con gozo el misterio de todo engendramiento humano, que puede y debe llamarse in-maculado. Felicidad, por tanto, para todos los que nacen de Dios, naciendo de la carne y de la vida humana, es decir, a todos los hombres y mujeres de la tierra (En la imagen, la Inmaculada de J. de Ribera, de la Iglesia de la Purísima, de Salamanca).
Evangelio : Lc 1, 26- 38
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo:– Alégrate, llena de gracias, el Señor esta contigo. Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: — No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios.
Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin. Y María dijo al ángel:
— ¿Cómo será eso, pues no conozco a varón? El ángel le contestó: — El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible. María contestó: — Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y la dejó el ángel. Palabra del Señor
Iniciativa de Dios, respuesta humana. Presentación del texto
La incitativa parte de Dios, pero es evidente que su acción (la palabra de llamada del ángel que le dice: ¡concebirás…!) responde al deseo más profundo de María y lo explicita y desarrolla hasta su límite más hondo. Este es un Dios que se dirige al corazón y cuerpo, al alma y vida entera de esta virgen nazarena, haciendo que ella exprese todo su ser al responderle. Por su parte, María responde a Dios con plena libertad, como mujer que ama, como madre que desea un hijo, como hermana que se pone al servicio del conjunto de la humanidad. Ella es distinta de Dios (sólo en cuanto diferentes pueden dialogar y amarse) y sin embargo sus deseos se vinculan y coinciden: cada uno quiere al otro, los dos buscan al Hijo.
De esa forma, la paternidad de Dios se expresa a través de la libre respuesta de María y la maternidad de María culmina allí donde expresa y traduce en forma humana el misterio eterno de Dios Padre. Así lo ha mostrado en belleza insuperable el texto de la Anunciación (Lc 1, 26-38), que presentamos de una forma esquemática, poniendo en boca de Dios las palabras de su ángel (Gabriel significa poder de Dios) y destacando sus rasgos principales:
– Introducción (Lc 1, 28-29). Dios saluda (¡Ave, alégrate!) y María se extraña y turba porque ese saludo rompe los esquemas normales de palabra y cortesía de este mundo. Suele ser el inferior el que comienza presentando sus respetos; aquí es Dios, ser Supremo, quien se inclina ante María y le ofrece su presencia.
– Promesa y objeción (Lc 1, 29-34). Dios le tranquiliza (¡no temas!), prometiéndole precisamente aquello que María, como buena israelita y madre, había deseado más que nada sobre el mundo: ¡concebirás, tendrás un hijo, será grande, y Dios mismo le dará el trono de David su padre! Su hijo cumplirá la esperanza de Israel, el sueño y deseo de la humanidad entera. Pero María se atreve a objetar al mismo Dios: ¡no conozco varón! De tal forma se coloca en manos de Dios y purifica su deseo que, queriéndolo todo (al mismo Dios), parece que no quiere nada (ni el encuentro normal con un varón). – Espíritu de Dios y voluntad de María (1, 35-38).
Dios acepta piadoso y reverente el argumento de su amiga María. Ella le ha dicho que no quiere encerrarse simplemente en la línea de generaciones de la historia, como una mujer más en la espiral de deseos y conocimiento de varones. Dios lo acepta y responde a María diciéndole que ponga su vida a la luz del más hondo deseo divino: ¡vendrá el Espíritu Santo sobre ti…! .
Al escuchar esa propuesta, ella responde reverente y admirada: ¡hágase en mí según tu palabra!. Dios y ser humano se vinculan en María. La gracia original Voluntad de Dios (Espíritu Santo) y voluntad de María (fiat) se han unido para siempre. Ellos ya no son como dos barcos separados, cada uno por su rumbo, Dios por uno, humanidad por otro, sin jamás juntar sus velas ni encontrarse. Ahora comparten un camino. Por vez primera en los inmensos siglos de la historia han unido sus deseos Dios y los humanos:
– Dios quiere como Padre que su Hijo nazca en la historia de los hombres; para eso necesita y busca la colaboración libre de María.
– María quiere que su más honda fecundidad de mujer, persona y madre, esté al servicio de la manifestación salvadora de Dios. Se han juntado así dos voluntades, dos deseos fuertes, las dos palabras más intensas de Dios y de la historia. Así han colaborado: Dios que todo puede necesita que María le escuche, que confíe y responda con toda su persona (cuerpo y alma) para que se encarne su Hijo en los humanos;
María necesita que Dios mismo se revele, que actúe a través de ella (con ella) para realizar de esa manera su más hondo deseo de mujer y de persona. En ese contexto, recordamos que el pecado original es la expresión del deseo de hombre que se escinde voluntariamente de Dios (de las fuentes de la vida) y que se encierra en un circulo de falso endiosamiento que termina siendo fuente de ruptura con el mundo, en angustia que conduce hacia la muerte. Pues bien, ahora se abre en plenitud, en el camino de la historia, aquello que pudiéramos llamar la gracia original:
Dios y el ser humano han dialogado en libertad, se han unido los dos en un mismo deseo, poniendo cada uno lo más hondo de su vida en manos del otro.
– Dios como Padre ha confiado a María lo más grande, el propio ser eterno: le ha entregado su tesoro más hondo y perfecto, la riqueza y gracia de su vida, el Hijo eterno.
– Por su parte, María ha puesto en manos de Dios lo que ella es (como mujer, persona) y lo que puede engendrar (su mismo hijo). María Inmaculada, desde el centro de su vida En este trueque o intercambio (que la liturgia suele presentar como admirable comercio) Dios se expresa plenamente como divino (Padre) sobre el mundo y María viene a realizarse en plenitud como persona humana en gracia.
Por eso confesamos, con el dogma católico, que ella es Inmaculada. Quizá podamos decir que se va haciendo Inmaculada al dialogar con Dios en plenitud, sin egoísmo. Allí donde un frágil ser humano (una mujer y no una diosa, una persona de la tierra y no una especie de monstruosa potencia sobrehumana) puede escuchar a Dios en libertad y dialogar con él en transparencia surge el gran milagro: nace el ser humano desde Dios, el mismo Hijo divino puede ya existir en nuestra tierra. Sólo en este diálogo de amor fecundo, podemos y debemos afirmar que María es Inmaculada.
Ciertamente, Dios mismo le ha querido guiar desde el momento de su origen humano (Concepción); pero ella debe asumir y recrear en libertad su origen, para así ratificarlo y realizarse como persona que acoge el deseo de Dios y le responde con su más hondo deseo. No quiere Dios el vacío de María, no busca su silencio, ni se impone en ella como cuerpo. Dios la quiere en persona: desea su colaboración; por eso le habla y espera su respuesta.
Esta es una escena (Lc 1, 26-38) que pudiera llamarse diálogo del consentimiento: María ha respondido a Dios en gesto de confianza sin fisuras; ha confiado en él, le ha dado su palabra de mujer, persona y madre. Ella y Dios se han vinculado al Hijo común de Dios y de la misma historia humana (de María).
Éste es el misterio, éste el enigma: que Dios puede querer, con su propio ser divino e infinito, lo que quiere una mujer; y que una Mujer pueda desear en cuerpo y alma (en carne y sangre, en espíritu y en gracia) aquello que Dios quiere. Ciertamente son distintos, deben serlo; cada uno se mantiene en su nivel, uno es el Padre eterno; otra es María, la mujer concreta de la historia humana; pero ambos se han unido para compartir una misma aventura de amor y de gracia, la historia divino/humana del Hijo eterno y Cristo de los hombres. Dogma de Dios, dogma de María, dogma de la Iglesia
Por eso, el dogma de la Inmaculada tiene, por lo menos, tres aspectos:
– Es un dogma teologal: expresa la certeza de que Dios ha querido comunicarse de manera transparente con los hombres; ha buscado y encontrado en María un interlocutor capaz de escucharle y responderle, compartiendo su mismo deseo de vida (de Hijo).
– Es un dogma de María: expresa el hecho misterioso de que ella ha sido transparente al deseo de Dios, dialogando con él en libertad y pudiendo hacerse madre de su mismo Hijo divino.
– Es un dogma eclesial: María no dialoga con Dios para sí misma (por deleite privado o sólo interno), sino en nombre de todos los humanos (como representante de la historia) y para bien del mundo entero. Rompe así la cadena de mentiras de Adán, el egoísmo y violencia de una humanidad que ha visto en un competidor impositivo o envidioso. P
Por eso decimos que María es Inmaculada por nosotros, para nuestro propio bien y salvación: a fin de que podamos superar nuestro egoísmo y dejar de cautivarnos (de luchar, de dominarnos) unos a los otros. Así muestra (con su propia apertura a lo divino) que es posible vivir en libertad, dialogando con los otros, al servicio de la comunión y vida expresada en Jesucristo.
No estamos condenados a luchar y esclavizarnos, en violencia siempre repetida y aumentada; no estamos obligados, por seguridad personal y supervivencia grupal, a responder con lucha a la lucha de los otros.
El signo de María Inmaculada es expresión de gratuidad y diálogo: podemos dialogar con Dios y confiar así los unos en los otros. Esta es la insignia de María Inmaculada: ella es apertura creadora de amor. Frente a un mundo que sólo se despliega en gestos de miedo y violencia, frente a una humanidad que se defiende sometiendo (esclavizando) a los débiles, María viene a presentarse como signo de diálogo: ha confiado en Dios, pone su vida al servicio del Mesías, es decir, de la libertad y confianza entre los hombres.
María es Inmaculada en el proceso de su vida, siendo (haciéndose) persona y madre: su misma persona se hace manantial de vida para los demás.
Conforme a unos ejemplos que están condicionados por formas miedosas y algo regresivas de entender la sexualidad, se ha dicho a veces que María es Inmaculada porque ha sido un huerto cerrado, fuente bien guardada donde sólo Dios puede venir a deleitarse o beber agua. Esa es una imagen pobre de lo que supone su misterio, como estamos mostrando:
– Es Inmaculada por su diálogo con Dios: porque ha sabido escucharle desde el fondo de su vida y responderle. Sólo así, al ponerse plenamente en manos del Padre, compartiendo su mismo deseo de Hijo (o salvación), ella aparece como madre del Cristo sobre el mundo.
– Es Inmaculada porque dialoga con los hombres, porque ha puesto su vida al servicio de un mesías universal, haciéndose amiga y hermana (madre) de todos. Ella es, por tanto, un huerto que se abre para que otros puedan encontrarse y encontrar a Dios en sus praderas; ella es fuente de agua que se expande y llega en Cristo al mar de los humanos. Ciertamente, sólo Cristo es salvación de Dios ya realizada, nueva humanidad fraterna. Pero el surgimiento de Cristo hubiera sido imposible sin la ofrenda gratuita, redentora, de María. Ha necesitado el Padre Dios una persona que pueda realizar sobre la tierra la tarea de ser madre humana de su Hijo: acogerle en libertad (sin ser violada), educarle en gratuidad (sin imposiciones, represiones, miedos), para que ese Hijo pueda crecer y desplegarse luego como Cristo, es decir, como liberador de todos los humanos.
Una Inmaculada bien cerrada en su pureza egoísta, en medio de este basurero de humanidad, una mujer que se aísla y sólo vive para sí (centrada en un Dios de rica intimidad), mientras el mundo sigue padeciendo, no sería lo que el dogma católico confiesa al llamarla Inmaculada, es decir, amiga de Dios, haciéndose amiga de los hombres.
Al servicio de todos ha expresado su vida; para libertad y redención de todos es persona. Por eso la llamamos la Inmaculada Concepción: porque es transparente desde Dios y ante los hombres desde el mismo momento en que sus padres, en gesto concreto y santo de unión marital la engendraron; de esa forma ratifica en su origen el valor personalizante de la unión sexual de la que nacen los humanos, en contra del sentido que a veces se ha dado a la palabra Concepción.
Ella es Inmaculada desde su principio y condición carnal. De dos seres humanos bien concretos, que según la tradición se llaman Joaquín y Ana, ha nacido María, comenzando a ser Inmaculada desde entonces (cf. Protoevangelio de Santiago). Pero María no es Inmaculada sólo (y sobre todo) en su concepción sino en su vida entera, tal como se expresa y condensa en el relato de su encuentro con Dios (Lc 1, 26-38): vence al pecado, se hace Inmaculada, en actitud constante de diálogo con Dios y de apertura (entrega) al servicio de los hombres, por medio de Cristo, su hijo, que es mesías. No ha reservado nada para sí, todo lo ha puesto en manos de Dios, para despliegue y libertad de los humanos. Por eso decimos que es Inmaculada.
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