Último Domingo del Tiempo Ordinario, Jesucristo Rey del Universo. 20 noviembre, 2016
“Habían puesto sobre su cabeza una inscripción, que decía:
Este es el rey de los judíos.”
Un rey crucificado ya es lacerante, pero un Dios crucificado… si se piensa despacio, olvidando que ya nos hemos acostumbrado a ver crucifijos de todos los tamaños, estilos y materiales. Olvidando que es una imagen que muchas veces ya no nos estremece. Entonces hacer el esfuerzo de ver en Jesús a Dios ocupando el último lugar, el último de los últimos, ese que nadie nunca querría ocupar. El lugar de los delincuentes, de los blasfemos, de los pecadores, de los marginados…
Pues así, todo junto y bien mezclado, nos da una imagen muy aproximada del estilo de rey que quiere ser nuestro Dios cristiano.
No, la realeza de Dios, ya lo decía Jesús (Jn 18, 36), no tiene nada que ver con la realeza de este mundo.
Nosotros hoy, como en tiempos de Jesús los judíos, soñamos, deseamos, anhelamos, un Dios, un Mesías, un Salvador a lo grande: fuerte, invencible, poderoso. Muy al estilo de los grandes héroes. Sí, así nos gustaría.
Así lo representamos: estatuas monumentales, ricas tallas, frescos donde Jesús es un pantocrátor en majestad, como los reyes de todos los tiempos: con corona, dignos ropajes, oro y por supuesto poder, mucho poder. ¡Todo el poder!
Pero da igual, Dios en Jesús, se empeña en ser “como uno de tantos”, se pone a la fila de los pecadores, se deja acariciar los pies por mujeres de mala fama, se mezcla con la chusma y también con los ricos corrompidos, pero siempre vestido de “paisano” y sin bolsa en la cintura. Se nos escapa del Templo y corretea por las calles, los caminos y los campos.
Le interesan, siempre le han interesado, las ovejas descarriadas, las monedas perdidas, lo que no tiene solución, el desecho social, tanto por arriba como por abajo…
Nuestro rey Jesús es el que se deja ajusticiar, ridiculizar, abofetear y escupir. Y se presenta desgarrado, sangrante y desnudo, cavado en una cruz, torturado. Ese es el camino que lleva al reino, a la realeza de Cristo.
Oración
“Mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros,
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad.”
(Salmo 131)
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Fuente Monasterio de Monjas Trinitarias de Suesa
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