“Rarezas y misterios”, por Dolores Aleixandre
Un sabio de Israel reconoce: “Hay tres cosas que me rebasan y una cuarta que no comprendo: el camino del águila por el cielo, el camino de la serpiente por la peña, el camino de la nave por el mar, el camino del varón por la doncella” (Pr 30,19).
Esta joya literaria activa inmediatamente en mi cabeza otros caminos que también a mí me rebasan, por ej.: el camino desde Australia para tirarse tomates en Buñol, el camino a Borja para ver el Ecce Homo, el camino a comprar vaqueros de marca con agujeros.
También queda fuera de mi alcance entender el impacto estético que se consigue llevando una mariposa tatuada en el cogote o el refuerzo identitario que seguramente experimenta quien se perfora la lengua con un piercing. Pero esas son bagatelas en comparación con este otro misterio inexplicable: la pasmosa divergencia de opinión en torno a la duración de una homilía, según provenga de los fieles sentados en los bancos o de quienes las pronuncian.
El sentir del primer grupo es casi unánime: en general nos parecen largas. Y nos atrevemos a decirlo en alto, envalentonados (empoderados se dice ahora) al saber que tenemos al Papa de nuestra parte:
“La homilía- dice en la Evangelii Gaudium- es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. (…) Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo” (nº 138). El subrayado es mío y el total acuerdo también, excepto en el empleo del subjuntivo: no estamos ante una lejana e hipotética posibilidad de que se prolongue una homilía, sino ante un indicativo puro, duro y constatable: salvo excepciones que la “bancada” comenta elogiosamente a la salida, las homilías tienden a ser más largas de lo aconsejado por el Magisterio.
Un ejemplo reciente: los organizadores de un encuentro numeroso de educadores católicos, piden al obispo que va a presidir la Eucaristía que, por favor, no se alargue mucho porque los autobuses esperan a una hora determinada a los que tienen que viajar; el obispo accede amablemente pero, al comenzar, se disculpa por tener que hacer una homilía breve. Y aquí aparece la anómala desviación perceptiva: la brevedad homilética que unos lamentan, es motivo de agradecido alivio para sus destinatarios.
Se me ocurre como solución salomónica un intercambio de posiciones: un grupo de homiletizados, elegidos por sorteo, haríamos la experiencia de preparar algunas homilías buenas y breves: seguramente nos serviría para darnos cuenta de lo difícil que resulta. Por su parte, los miembros del grupo de homiletizadores, se sentarían a lo largo de varios domingos junto a nosotros y escucharían las homilías de sus colegas.
Y después volveríamos a opinar.
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