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Archivo para Domingo, 6 de noviembre de 2016

Para Dios todos están vivos

Domingo, 6 de noviembre de 2016
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PRESENCIAS

con amigos ausentes.
Me encuentro siempre
entre el instante y la muerte.
Me encuentro siempre
con un libro enfrente,
con un hombre doliente,
y un paisaje y la corriente,
y el sol rusiente,
y el sueño, por fin, clemente.
Y un pájaro, un niño, y un árbol, vivientes.
Y Dios persistentemente presente…

*

Pedro Casaldáliga
Clamor elemental, Editorial Sígueme, Salamanca 1971

***

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:

“Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.”

Jesús les contestó:

“En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección.

Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.”

*

Lucas 20, 27-38

***

***

 

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“A Dios no se le mueren sus hijos”. 32 Tiempo ordinario – C (Lucas 20,27-38)

Domingo, 6 de noviembre de 2016
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32-to-300x228Jesús ha sido siempre muy sobrio al hablar de la vida nueva después de la resurrección. Sin embargo, cuando un grupo de aristócratas saduceos trata de ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos, Jesús reacciona elevando la cuestión a su verdadero nivel y haciendo dos afirmaciones básicas.

Antes que nada, Jesús rechaza la idea pueril de los saduceos que imaginan la vida de los resucitados como prolongación de esta vida que ahora conocemos. Es un error representarnos la vida resucitada por Dios a partir de nuestras experiencias actuales.

Hay una diferencia radical entre nuestra vida terrestre y esa vida plena, sustentada directamente por el amor de Dios después de la muerte. Esa Vida es absolutamente «nueva». Por eso, la podemos esperar pero nunca describir o explicar.

Las primeras generaciones cristianas mantuvieron esa actitud humilde y honesta ante el misterio de la «vida eterna». Pablo les dice a los creyentes de Corinto que se trata de algo que «el ojo nunca vio ni el oído oyó ni hombre alguno ha imaginado, algo que Dios ha preparado a los que lo aman».

Estas palabras nos sirven de advertencia sana y de orientación gozosa. Por una parte, el cielo es una «novedad» que está más allá de cualquier experiencia terrestre, pero, por otra, es una vida «preparada» por Dios para el cumplimiento pleno de nuestras aspiraciones más hondas. Lo propio de la fe no es satisfacer ingenuamente la curiosidad, sino alimentar el deseo, la expectación y la esperanza confiada en Dios.

Esto es, precisamente, lo que busca Jesús apelando con toda sencillez a un hecho aceptado por los saduceos: a Dios se le llama en la tradición bíblica «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob». A pesar de que estos patriarcas han muerto, Dios sigue siendo su Dios, su protector, su amigo. La muerte no ha podido destruir el amor y la fidelidad de Dios hacia ellos.

Jesús saca su propia conclusión haciendo una afirmación decisiva para nuestra fe: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos». Dios es fuente inagotable de vida. La muerte no le va dejando a Dios sin sus hijos e hijas queridos. Cuando nosotros los lloramos porque los hemos perdido en esta tierra, Dios los contempla llenos de vida porque los ha acogido en su amor de Padre.

Según Jesús, la unión de Dios con sus hijos no puede ser destruida por la muerte. Su amor es más fuerte que nuestra extinción biológica. Por eso, con fe humilde nos atrevemos a invocarlo: «Dios mío, en Ti confío. No quede yo defraudado» (Salmo 25,1-2).

José Antonio Pagola

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“No es Dios de muertos, sino de vivos”. Domingo 6 de noviembre de 2016 32º Ordinario

Domingo, 6 de noviembre de 2016
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57-ordinarioc32-cerezoLeído en Koinonia:

2Macabeos 7, 1-2. 9-14: El rey del universo nos resucitará para una vida eterna.
Salmo responsorial: 16: Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
2Tesalonicenses 2, 16-3, 5: El Señor os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas.
Lucas 20, 27-38: No es Dios de muertos, sino de vivos.

Los saduceos eran los más conservadores en el judaísmo de la época de Jesús. Pero sólo en sus ideas, no en su conducta. Tenían como revelados por Dios sólo los primeros cinco libros de la Biblia, que atribuían a Moisés. Los profetas, los escritos apocalípticos, todo lo referente por tanto al Reino de Dios, a las exigencias de cambio en la historia, a la otra vida… lo consideraban ideas “liberacionistas” de resentidos sociales. Para ellos no existía otra vida, la única vida que existía era la presente, y en ella eran los privilegiados –tal vez por eso, pensaban que no había que esperar otra–.

A esa manera de pensar pertenecían las familias sacerdotales principales, los ancianos, o sea, los jefes de las familias aristocráticas, y tenían sus propios escribas que, aunque no eran los más prestigiados, les ayudaban a fundamentar teológicamente sus aspiraciones a una buena vida. Las riquezas y el poder que tenían eran muestra de que eran los preferidos de Dios. No necesitaban esperar otra vida. Gracias a eso mantenían una posición cómoda: por un lado, la apariencia de piedad; por otro, un estilo de vida de acuerdo a las costumbres paganas de los romanos, sus amigos, de quienes recibían privilegios y concesiones que agrandaban sus fortunas.

Los fariseos eran lo opuesto a ellos, tanto en sus esperanzas como en su estilo de vida austero y apegado a la ley de la pureza. Una de las convicciones que tenían más firmemente arraigadas era la fe en la resurrección, que los saduceos rechazaban abiertamente por las razones expuestas anteriormente. Pero muchos concebían la resurrección como la mera continuación de la vida terrena, sólo que para siempre, ya sin muerte.

Jesús estaba ya en la recta final de su vida pública. El último servicio que estaba haciendo a la Causa del Reino –en lo que se jugaba la vida–, era desenmascarar las intenciones torcidas de los grupos religiosos de su tiempo. Había declarado a los del Sanedrín incompetentes para decidir si tenían o no autoridad para hacer lo que hacían; a los fariseos y a los herodianos los había tachado de hipócritas, al mismo tiempo que declaraba que el imperio romano debía dejar a Dios el lugar de rey; ahora se enfrentó con los saduceos y dejó en claro ante todos la incompetencia que tenían incluso en aquello que consideraban su especialidad, la ley de Moisés.

La posición de Jesús en este debate con los saduceos puede sernos iluminadora para los tiempos actuales. También nosotros, como la sociedad culta que actualmente somos, podemos reaccionar con frecuencia contra una imagen demasiado fácil de la resurrección. Cualquiera de nosotros puede recordar las enseñanzas que respecto a este tema recibió en su formación cristiana de catequesis infantil, la fácil descripción que hasta hace 50 años se hacía de lo que es la muerte (separación del alma respecto al cuerpo), lo que sería el «juicio particular», el «juicio universal», el purgatorio (si no el limbo, que fue oficialmente «cerrado» por la Comisión Teológica Internacional del Vaticano hace unos pocos años), el cielo y el infierno (¡!)…

La teología (o simplemente la imaginería) cristiana, tenía respuestas detalladas y exhaustivas para todos estos temas. Creía saber casi todo respecto al más allá, y no hacía gala precisamente de sobriedad ni de medida. Muchas personas «de hoy», con cultura filosófica y antropológica (o simplemente con «sentido común actualizado») se ruborizan de haber creído semejantes cosas, y se rebelan, como aquellos saduceos coetáneos de Jesús, contra una imagen tan plástica, tan incontinente, tan maximalista, tan fantasiosa, y para más inri, tan segura de sí misma. De hecho, en el ambiente general del cristianismo, se puede escuchar hoy día un prudente silencio sobre estos temas, otrora tan vivos y hasta tan discutidos. En el acompañamiento a las personas con expectativas próximas de muerte, o en las celebraciones en torno a la muerte, no hablamos ya de los difuntos ni de la muerte de la misma manera que hace unas décadas. Algo se está curvando epistemológicamente en la cultura moderna, que nos hace sentir la necesidad de no repetir ya lo que nos fue dicho, sino de revisar y repensar con más continencia lo que podemos decir/saber/esperar.

Como a aquellos saduceos, tal vez hoy Jesús nos dice también a nosotros: «no saben ustedes de qué están hablando…». Qué sea el contenido real de lo que hemos llamado tradicionalmente «resurrección», no es algo que se pueda describir, ni detallar, ni siquiera «imaginar». Tal vez es un símbolo que expresa un misterio que apenas podemos intuir, pero no concretar. Una resurrección entendida directa y llanamente como una «reviviscencia», aunque sea espiritual (que es como la imagen funciona de hecho en muchos cristianos formados hace tiempo), hoy no parece sostenible, críticamente hablando.

Tal vez nos vendría bien a nosotros una sacudida como la que dio Jesús a los saduceos. Antes de que nuestros contemporáneos pierdan la fe en la resurrección y con ella, de un golpe, toda la fe, sería bueno que hagamos un serio esfuerzo por purificar nuestro lenguaje sobre la resurrección y por poner por delante su carácter mistérico. Fe sí, pero no una fe perezosa y fundamentalista, sino una fe seria, sobria, crítica, responsable y continente. Hay libros adecuados para estos temas, que recomendamos más abajo. Leer más…

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Dom 5.11.16. Libertad de mujer, contra un matrimonio saduceo (levirato)

Domingo, 6 de noviembre de 2016
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la-familia-en-la-bibliaDel blog de Xabier Pikaza:

Dom 32º. Lucas 20, 27-38. El texto del domingo en uno de los más complejos de toda la Biblia, y en especial del Nuevo Testamento.

Se ocupa de temas eternos: mujeres y maridos, matrimonio y muerte, herencia económica y libertad de la mujer…
Trata básicamente de las mujeres, que pueden ser por fin libre, sin estar al servicio de sus maridos (pudiendo así amarles, y amarse ambos, en libertad).

Evidentemente, podemos y debemos criticar (como ha hecho Jesús) la ley de fondo del pasaje: el cuñado tiene que casarse con la viuda para dar hijos al hermano muerto y para asegurar así la transmisión de la herencia de la tierra. Pero sólo podemos hacerlo si la comprendemos y valoramos primero, para superarla después, desde la visión de un Dios que es Dios de Vida, es decir, de hombres y mujeres en libertad personal.

Así lo haré, presentando con cierta detención este pasaje, defendiendo en un plano antiguo la ley del levirato (por algo la introdujo en su momento la Biblia), como he puesto de relieve en mi libro La Familia en la Biblia, cuyo texto aquí retomo y elaboro.

Según la ley del levirato el matrimonio está al servicio de la descendencia del marido y de la herencia (es decir de una economía de varones ligada a la producción y mantenimiento de lo producido). En ese engranaje de herencia de la tierra y estirpe se sitúa la mujer, que no tiene en sí valor propio, como persona.

Precisamente para impedir (¡en un nivel de ley machista!) la lucha por la herencia (y para confirmar la autoridad de los varones) en una sociedad patriarcalista (¡el padre mantiene su “nombre” por los hijos!), se ha establecido la ley del levirato, aunque ella pueda aparecer también y sea garantía de seguridad para las mujeres: (Una viuda sin hijos carece de protección y derechos civiles; para defenderla, ofreciéndole una casa y descendencia, la desposa su cuñado).

Mirada así, esa ley del matrimonio saduceo resultaba necesaria en un mundo patriarcal, dominado por el tema de la herencia La viñeta (recreada por M. Cerezo) pone a la chica de negro entre siete varones levires, que disputan por ella, mientras Jesús discute con con el maestro saduceo, haciendo que lea bien el Libro.

imagesPues bien, es aquí donde se introduce la respuesta de Jesús, que implica una inversión y conversión total de la “ley” del levirato, de manera que sea posible y deba surgir un matrimonio de evangelio, donde la mujer sea libre y ambos, varón y mujer, estén al servicio de la vida, esto es, sean ellos mismos.

La existencia de un Dios de la Vida y la esperanza de la resurrección de los muertos (es decir, de la llegada del Reino de Dios) libera a la mujer como persona, liberando al mismo tiempo al hombre (al varón patriarcalista), de manera que vivan ambos al servicio de su misma vida, es decir, del Amor que es Dios, por encima de leyes como aquella del levirato, que les ataba a la rueda del poder, y de la esclavitud económica.

(Desde esta perspectiva se vuelve imposible la imagen de portada de mi libro, con las tres mujeres al servicio de la herencia de Abraham, por más santa que esa herencia sea).

Texto (Lc 20, 27-38)

1. En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.
2. Jesús les contestó: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Estáis muy equivocados
2. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.”

Presentación y división del texto.

Tal como lo he dividido, el texto tiene tres partes. La primera trata de la ley del levirato y del caso de la mujer de siete maridos. La segunda del matrimonio y los ángeles. La tercera de la resurrección y del Dios de Abrahán. Hoy quiero tratar de la primera.

Hoy quiero tratar de la primera. Se trata de un “tema” que viene de antiguo, que probablemente se discutía entre los círculos judíos de aquel tiempo y que el evangelio ha retomado, desde su primera versión de Marcos (cf. Mc 12, 18-27). No voy a entrar aquí en las variantes de los sinópticos, sino en el tema de fondo, empezando por la primera parte.

Los saduceos ridiculizan la resurrección de los muertos, hablando una mujer que ha sido “propiedad” de siete maridos. )De quién de ellos será al fin de los tiempos? La cuestión ha sido bien planteada: no alude a la mera supervivencia espiritual sino a realización integral de la persona, dentro de un grupo social (de una familia), en un cielo realísimo, de maridos y mujeres, de propiedades y tierras. Es evidente que una mujer concebida como propiedad del varón no tiene cabida en el Reino de la resurrección, en el que todo se vuelve actual (presenta, a la vez), porque en ese caso ella tendría que ser concebida como propiedad de siete varones. En este contexto se plantea le ley del levirato.

Ley del Levirato:

5 “Si unos hermanos viven juntos y muere uno de ellos sin dejar hijo, la mujer del difunto no se casará fuera de la familia con un hombre extraño. Su cuñado se unirá a ella y la tomará como su mujer, y consumará con ella el matrimonio levirático. 6 El primer hijo que ella dé a luz llevará el nombre del hermano muerto, para que el nombre de éste no sea eliminado de Israel. 7 “Si tal hombre no quiere tomar a su cuñada, entonces su cuñada irá a los ancianos, a la puerta de la ciudad, y dirá: ‘Mi cuñado rehúsa levantar nombre en Israel a su hermano; él no quiere cumplir el matrimonio levirático conmigo.’ 8 Entonces los ancianos de su ciudad lo llamarán y hablarán con él. Si él se pone de pie y dice: ‘No quiero tomarla’, 9 entonces su cuñada se acercará a él delante de los ancianos, quitará el calzado del pie de él, le escupirá en la cara y le dirá: ‘¡Así se haga al hombre que no edifica la casa de su hermano!’ 10 Y se llamará su nombre en Israel Casa del Descalzado (Dt 25, 5-10).

No quiero defender esta ley, pero tengo el deber de entenderla e incluso, en su momento y circunstancia, de defenderla Los elementos principales implicados en esta ley son los siguientes:

a. La herencia debe mantenerse en la familia o clan. El texto supone, dentro del espíritu de continuidad familiar, que cada hombre, fundador de familia, posee una tierra y que debe legarla a sus descendientes, dentro de una “federación” de familias libres. Si un hombre muere sin dejar herencia, su tierra puede convertirse en propiedad de otros (que la usurpen, dentro del clan) o pasar a otro claro (si la viuda se casa y entrega la tierra a otro marido extraño). Por eso, la viuda debe casarse de nuevo, dentro de la familia.

b. Ésta es ley para proteger a las viudas… que corren el riesgo de quedar desamparadas, si pierden al marido y no tienen hijos (como sabe el conjunto de leyes de Éxodo y Deuteronomio, que mandan proteger a las viudas). Pues bien, la mejor forma de proteger a las viudas es hacerlo dentro de la misma familia, no por “caridad”, sino por ley. Por eso, el pariente más próximo de la viuda debe encargarse de ella (como supone, en otro plano, la misma ley de la Iglesia cristiana en 1 Tim 5, 4).

c. La única forma real de proteger a la viuda, en aquel contexto, es “casándose” con ella (es decir, tomándola en casa) y dándole un hijo que sea su heredero… es decir, que herede la tierra del marido difunto y proteja después a su madre. Ésta es normalmente una ley onerosa para el levir o cuñado… que tiene que cuidar de dos casas y herencias, de la suya propia… y de la de su hermano. El buen “levar” es un hombre que trabaja para que se mantenga la herencia de su hermano, engendrado y cuidando un hijo que no va a ser suyo, sino de su hermano. Por eso, el texto insiste en que cumpla su obligación y que si no lo hace “caiga en vergüenza”. Como se ve, ésta es una ley que no puede imponerse por obligación.

d. ¿Qué pasa con la viuda? ¿Qué piensa ella? El texto no lo dice, pero, en principio, esta ley quiera favorecerla: darle una casa, asegurarle una herencia (un hijo), permitir que su hijo sea su heredero.

e. Ésta es una ley que supone la “poligamia”, al menos temporal. No se dice si el “levir” (el hermano que se casa con su cuñada) está casado o no. Ésta es una ley de “cuñados-hermanos”… Ellos aparecen como garantes de la continuidad familiar (como en otras culturas los tíos, es decir, los hermanos de la madre). En ese contexto, introduciré al final unas reflexiones “´criticas” sobre la poligamia
1. Respuesta de Jesús

Jesús acepta el levirato “en este mundo; de manera que vale “para los hijos de este eón” (hoy houioi tou aiônos toutou). Eso significa que él no rechaza esa ley, pero la sitúa sólo en este mundo, antes de la “resurrección”, es decir, antes de la llegada del Reino de Dios. Pero en la resurrección ese tipo de “tiempo” actual (con la lucha por la posesión y por la mujeres), de manera que los siete maridos muertos no pueden volver, presentando cada uno su derecho y luchando sobre aquella que tuvieron todos (Sobre el levirato cf. D. A. Leggett, The Levirate and Goel. Institution in the Old Testament with special Attention to the Book of Ruth, Ney Jersey 1974; R. de Vaux, Instituciones del AT, Herder, Barcelona 1985, 71-73). Leer más…

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¿Cómo nos tomamos la resurrección: en serio o en broma? Domingo 32 Ciclo C

Domingo, 6 de noviembre de 2016
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29abril2011Del blog El Evangelio del Domingo, de José Luis Sicre:

Es posible que muchos respondieran a la pregunta del título: «ni en serio ni en broma, no me interesa». Pero esconder la cabeza en la arena, como el avestruz, no es la mejor forma de abordar uno de los mayores interrogantes, si no el más grande, de la vida humana: ¿hay algo después de la muerte? Las lecturas de este domingo nos ofrecen dos actitudes muy distintas: la de quienes se toman el tema muy en serio (los siete hermanos del libro de los Macabeos) y la de quienes bromean sobre la cuestión (los saduceos).

Los israelitas y la fe en la resurrección

            En contra de lo que muchos pueden pensar, el pueblo de Israel no tuvo en todos los siglos antes de Jesús una idea clara de la resurrección. Más bien se daba por supuesto que el hombre, cuando moría, descendía al Seol, donde llevaba una forma de vida en la que no era posible la felicidad ni tenía lugar una visión de Dios. La oración que pronuncia el piadoso rey Ezequías (siglo VIII a.C.) expresa muy bien la opinión tradicional (Isaías 38,18-19).

            «El Abismo no te da gracias, ni la Muerte te alaba,

            ni esperan en tu fidelidad los que bajan a la fosa.

            Los vivos, los vivos son los que te dan gracias, como yo ahora.»

            Los judíos comienza a creer en la resurrección en los últimos siglos del Antiguo Testamento; los testimonios más claros proceden del siglo II a.C., en el libro de Daniel y en 2 Macabeos. Debió de contri­buir mucho a implantar esta fe la idea de que quienes morían por ser fieles a Dios y a sus manda­mientos debían recibir una recompensa en la otra vida. La última visión del libro de Daniel termina con estas palabras: «Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua» (Daniel 12,2). Y, poco después, el ángel dice a Daniel: «Te alzarás a recibir tu destino al final de los días» (Daniel 12,13).

Los que se toman la resurrección en serio

            El libro segundo de los Macabeos contiene en el c.7 una leyenda sobre la muerte de siete hermanos junto con su madre, en la que se afirma claramente la fe en la resurrección. Un fragmento de ese capítulo constituye la primera lectura de este domingo (2 Macabeos 7, 1-2. 9-14).

            «En aquellos días, arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: «¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres.»

            El segundo, estando para morir, dijo: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna. »

            Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo en seguida, y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente: «De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios.»

            El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió éste, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba para morir, dijo: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida».

Los que se toman la resurrección en broma

            Esta fe en la resurrección fue aceptada plenamente por los fariseos. En cambio, los saduceos la rechazaban como novedad e intentan discutir sobre el tema con Jesús. El evangelio de Lucas lo cuenta de este modo:

            En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:

            ‒ Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.

            Jesús les contestó:

            ‒ En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.

Los saduceos

            Los saduceos formaban uno de los grandes grupos religioso-políticos de la época de Jesús, junto con los fariseos, los esenios y los sicarios. Su nombre deriva de Sadoc, sumo sacerdote en tiempos de Salomón. Aunque el partido estaba com­puesto en gran parte por sacerdotes, también lo integraban seglares. Su rasgo más destacado es que pertenecían a la aristo­cra­cia. Cuentan sobre todo con los ricos; no tienen al pueblo de su parte. «Esta doctrina es profesada por pocos, pero éstos son hombres de posición elevada» (Flavio Josefo, Antigüedades de los Judíos XVIII, 1, 4).

            Aparte de su condición de aristócratas, otro rasgo característico es que únicamente reconocían como vinculante la Torá escrita y rechazaban el conjunto de la interpretación tradicional y su desarrollo ulterior a lo largo de los siglos, «las tradiciones de los antepasados». Es muy posible que sólo conside­rasen el Penta­teuco como texto canónico en el sentido estricto.

            Como consecuencia de lo anterior, su visión religiosa era muy conservadora:

            1) negaban la resurrección de los cuerpos y cual­quier tipo de supervivencia personal;

            2) negaban la existencia de ángeles y espíritus;

            3) afirmaban que «el bien y el mal estaban al alcance de la elección del hombre y que éste puede hacer lo uno o lo otro a voluntad»; en consecuencia, Dios no ejerce influjo alguno en las acciones humanas y el hombre es él mismo causa de su propia fortuna o desgracia.

            Cuando se acercan a Jesús no plantean los tres problemas, sólo el primero, a propósito de la resurrec­ción.

El argumento de los saduceos: la ley del levirato

            El argu­mento que aducen es muy simple; más que simple, irónico, basado en una ley antigua. En Israel, como entre los asirios e hititas, se pretendía garanti­zar la descendencia y la estabilidad de los bienes familiares mediante una ley que se conoce con el nombre latino de «ley del levirato» (de levir, «cuñado»), y dice así:

            «Si dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin hijos, la viuda no saldrá de casa para casarse con un extraño; su cuñado se casará con ella y cumplirá con ella los deberes legales de cuñado; el primogénito que nazca continuará el nombre del hermano muerto, y así no se extinguirá su nombre en Israel. Pero si el cuñado se niega a casarse, la cuñada acudirá a las puertas, a los ancianos, y declarará: ‘Mi cuñado se niega a transmitir el nombre de su hermano en Israel, no quiere cumplir conmigo su deber de cuñado’. Los ancianos de la ciudad lo citarán y procura­rán convencerlo; pero si se empeña y dice que no quiere tomarla, la cuñada se le acercará, en presencia de los ancianos, le quitará una sandalia del pie, le escupirá en la cara y le responderá: ‘Esto es lo que se hace con un hombre que no edifica la casa de su hermano’ Y en Israel le pondrán por mote ‘La casa del Sinsandalias” (Dt 25,5-10).

            He citado toda la ley por simple curiosidad. A los saduceos les basta la primera parte para plantear un caso aparentemente insoluble. Parten de la idea, bastante exten­dida entre los ju­díos de la época, de que la vida matrimonial conti­nuaba después de la resurrección. Entonces, ¿cómo se resuelve el caso de los siete hermanos que han tenido la misma mujer? La pregunta de los saduceos es inteli­gente: no niegan de entrada la resurrec­ción, al contrario, parecen afirmar­la («cuando resuci­ten»); pero proponen una difi­cultad tan grande que el adversario puede sentirse obligado a reconocer su derrota y negar esa resurrección.

La respuesta de Jesús

            En los evangelios de Marcos y Mateo, la respuesta de Jesús comienza con un duro ataque a los saduceos: «Estáis equivocados, porque no conocéis las Escrituras ni el poder de Dios». Decirle a un judío, sobre todo si es sacerdote, que no conoce las Escrituras ni el poder de Dios es el mayor insulto que se le puede dirigir. Lucas omite esta frase y Jesús se limita a indicar la diferencia radical entre la vida presente y la futura. «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán». Los saduceos entienden la vida futura como una reproducción literal de la presente (muchas mujeres, y también muchos hombres, dirían que para eso no vale la pena resucitar). Para Jesús, en cambio, las relaciones cambian por completo: varones y mujeres serán «como ángeles de Dios».

            Para comprender esta comparación con los ángeles hay que tener en cuenta la mentalidad dualista que reflejan algunos escritos judíos anterio­res, como el Libro de Henoc. En él se distinguen dos clases de seres: los carnales (los hombres) y los espiritua­les (los ánge­les). Los primeros necesitan casarse para garantizar la procrea­ción. Los segundos, no. A los primeros, Dios «les ha dado mujeres para que las fecunden y tengan hijos y así no cese toda obra sobre la tierra». Y a los ángeles se les dice: «Voso­tros fuisteis primero espirituales, con una vida eterna, inmor­tal, por todas las generaciones del mundo. Por eso no os he dado mujeres, porque la morada de los espirituales del cielo está en el cielo» (Henoc 15,4-7). En este texto, la mujer es vista exclusivamente desde el punto de vista de la procreación, y el matrimonio no tiene más fin que garantizar la supervivencia de la humanidad.

            A la luz de este texto, la comparación con los ángeles significa que la humanidad pasa a una forma nueva de existen­cia, inmortal, en la que no es preciso seguir procreando. De las palabras de Jesús no pueden sacarse más conclusiones sobre la vida de los resucitados. El sólo pretende desvelar el equívoco en que se mueven los saduceos y la mayoría de sus contemporáneos en este punto. Lo curioso es que Jesús diga esto a un grupo religioso que tampoco cree en los ángeles.

La resurrección

            Resuelta la dificultad, pasa a demostrar el hecho de la resurrec­ción. Los rabinos fundamentaban la fe en la resurrección usando tres recursos:

            1) citas de la Escritura (los puedes ver en el apartado siguiente);

            2) relatos del AT de resurrección de muer­tos (los de Elías y Eliseo);

            3) argumentos de razón.

            Jesús se limita al primer recurso citando las palabras de Dios a Moisés cuando se le revela en la zarza ardiente: «Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob». Conviene recordar que estas palabras formaban parte de una de las dieciocho bendiciones que todo judío piadoso rezaba tres veces al día. Por tanto, se trata de palabras conoci­das y repetidas continuamente por los saduceos, pero de las que no extraen la consecuencia lógica: «Dios no es un Dios de muer­tos, sino de vivos». A una mentalidad crítica, esta argumen­tación puede resultarle de una debilidad sorprendente. Sin embargo, no es tan débil. Más bien, deja clara la debilidad del punto de vista de los saduceos, que confiesan una serie de cosas sin querer aceptar las conclusiones. Desde el punto de vista de un debate teológico, es más honesto negarlo todo que afirmar algo y negar lo que de ahí se deriva.

            Años más tarde, en algunos cristianos de Corinto se daba una actitud parecida a la de los saduceos. Aceptaban y confesaban que Jesús había resucitado, pero negaban que los demás fuésemos a resucitar. Se aceptaba el evangelio como algo válido para esta vida, pero se negaba su promesa de otra vida definiti­va. Esta contradicción es la que ataca Jesús en los saduceos.

            Si mi interpretación es exacta, este texto no serviría para demos­trarle a un ateo que existe la resurrección. El debate de Jesús con los saduceos se mueve a un nivel de fe y de aceptación de unas verdades prelimina­res. El texto se dirige más bien a gente de fe, como nosotros, que dudan de sacar las consecuencias lógicas de esa fe que confiesan.

Textos usados por los rabinos para demostrar la resurrección

            A título de curiosidad recojo esos textos. Desde un punto de vista crítico, algunos carecen de valor, están traídos por los pelos. El más valioso es el último, el de Isaías. Recuerdo que los judíos no admiten como inspirados los libros de los Macabeos, y no usan la primera lectura de hoy para argumentar.

Dt 4,4: «Vosotros, que habéis seguido unidos a Yahvé vuestro Dios, estáis hoy todos vivos».

            Dt 11,9: «Prolongaréis vuestros años sobre la tierra que el Señor, vuestro Dios, prometió dar a vuestros padres y a su descendencia: una tierra que mana leche y miel.»

            Dt 31,16: «El Señor dijo a Moisés: Mira, vas a descansar con tus padres…»

            Is 26,19 «¡Vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán, despertarán jubilosos los que habitan en el polvo! Porque tu rocío es rocío de luz, y la tierra de las sombras parirá.»

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Domingo XXXII del Tiempo Ordinario. 6 noviembre, 2016

Domingo, 6 de noviembre de 2016
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“…y es que ya no pueden morir, pues son como ángeles; son hijos de Dios, porque han resucitado”.

(Lc 20, 27-36)

El Evangelio de este domingo nos plantea una cuestión muy seria. Más allá del lio de los siete maridos, lo que pone sobre el tapete es el Tema de la Resurrección.

Y no es tan fácil como en Pascua. En Pascua hablamos de la resurrección de Jesús, la celebramos y con la primavera se nos va llenando todo de vida, de esperanza y de colores. Podríamos decir que creer en la resurrección de Jesús es fácil, es lo que esperamos durante toda la cuaresma. Esperamos que la vida venza sobre la muerte. Esta es la esperanza cristina: la muerte no tienen la última palabra.

Hasta aquí todo bien. Pero el evangelio de hoy no nos habla de la resurrección de Jesús, no. Lo que nos pregunta este evangelio es: ¿qué esperamos, qué creemos que hay después de la muerte, de la nuestra y de la nuestros seres queridos? ¿Qué creemos que hay después de la muerte?

Pregunta difícil, incómoda, sobre todo si la muerte está presente y cercana en nuestra vida. Una manera de saber verdaderamente qué creemos que hay después de la muerte es pararnos a pensar qué le hemos dicho a una persona cercana cuando ha fallecido un ser querido o más aún qué hemos pensado y sentido ante la muerte de una persona a la que queríamos.

¿Creemos realmente que la muerte es de verdad la Pascua? Ese paso que nos conduce a ser en plenitud aquello que anhelamos. ¿Creemos de verdad en la VIDA (con mayúsculas) que inaugura Jesús? ¿te lo crees?

Oración

Trinidad Santa, no permitas que nos dejemos arrastrar por las redes de nuestra sociedad que nos quieren hacer creer que no existe la muerte, ni la enfermedad, ni el dolor… y con ello nos vuelven incapaces de hacerles frente con humanidad y madurez.

*

Fuente: Monasterio de Monjas Trinitarias de Suesa

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Lo que hoy eres para Dios, lo serás siempre

Domingo, 6 de noviembre de 2016
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alex_pettyfer_1175095842Lc 20, 27-38

Por fin estamos en Jerusalén. Lc ya ha narrado la entrada solemne y la purificación del Templo. Sigue la polémica con los dirigentes. Los saduceos, que tenían su bastión en torno al templo, entran en escena. Era más un partido político que religioso. Estaba formado por la aristocracia laica y sacerdotal. Preferían estar a bien con la Roma y no poner en peligro sus intereses. Solo admitían el Pentateuco como libro sagrado. Tampoco admitían la tradición como norma de conducta. No creían en la resurrección. Jesús no responde a la pregunta absurda. Responde, más bien, a lo que debían haber preguntado.

El evangelio de hoy responde a una visión mítica del hombre y del mundo. Lo que encerraba una verdad desde esa visión, se convierte en absurdo cuando lo entendemos racionalmente desde nuestro paradigma. Pensar y hablar del más allá es imposible. Es como pedirle a un ordenador que nos de el resultado de una operación sin suministrarle los datos. Ni siquiera podemos imaginarlo. Puedo imaginar lo que es una montaña de oro aunque no exista en la realidad, pero tengo que haber percibido por los sentidos lo que es el oro y lo que es una montaña. No tenemos ningún dato que nos permita imaginar el más allá, porque todo lo que llega a nuestra mente ha entrado por los sentidos.

Las imaginaciones para el más allá carecen de sentido. Lo único racional es aceptar que no sabemos absolutamente nada. El instinto más visceral de cualquier ser vivo, es la permanencia en el ser; de ahí que la muerte se considere como el mal supremo. Para el ser humano con su capacidad de razonar, ningún programa de salvación será convincente si no supera su condición mortal. Si el hombre considera la permanencia en el ser como un valor absoluto, también considerará como absoluta su pérdida. Todos los intentos que ha hecho el hombre para encontrar una salida, surgen de este enfoque desesperado.

Por no aceptar nuestra contingencia, todos queremos ser eternos. Esa contingencia no es un fallo, sino mi propia naturale­za; por lo tanto no es nada que tengamos que lamentar ni de lo que Dios tiene que librarnos, ni ahora ni después. Mis posibilidades de ser las puedo desplegar a pesar de esa limitación. No creo que sea coherente el postular para el más allá un cielo maravilloso mientras seguimos haciendo de la tierra un infierno.

Nuestro ser, que creemos individual y autosuficiente, hace siempre referencia a otro que me fundamenta, y a los demás que me permiten realizarme. La razón de mi ser no está en mí sino en Otro. Yo no soy la causa de mí mismo. No tiene sentido que considere mi propia existencia como el valor supremo. Si mi existir se debe al Otro, Él será el valor supremo también para mi ser individual y aparentemente autónomo.

El pueblo de Israel empezó a reflexionar sobre el más allá unos 200 años antes de Cristo. El concepto de resurrección no se acuñó hasta después de las luchas macabeas. Los libros de los Macabeos, se escribieron hacia el año 100 a C. El libro de Daniel, se escribió hacia el año 164 a C. Anteriormente solo se pensó en la asunción al “cielo” de determinadas personas que volverían a la tierra para llevar a cabo una tarea de salvación; no se trataba de resurrección escatológica sino de una situación de espera en la reserva para volver.

Para los semitas, el ser humano era un todo, no un compuesto de partes. Se podían distinguir en él, distintos aspectos: a) Hombre-carne. b) Hombre-cuerpo. c) Hombre-alma. d) Hombre-espíritu. Por otro lado, los filósofos griegos consideraron al hombre como compuesto de cuerpo y alma. Afirmaban la inmortalidad del alma, pero no concedían ningún valor al cuerpo; al contrario lo consideraban como una cárcel. La muerte era una liberación, una ascensión. La imagen de Sócrates bebiendo la cicuta con total tranquilidad y paz, nos muestra claramente esta actitud básica del filósofo griego.

Los semitas, al no reconocer un alma sin cuerpo, no podían imaginar un ser humano sin cuerpo. Ni siquiera tienen una palabra para esa realidad desencarnada. Tampoco tienen un término para expresar el cuerpo sin alma. La doctrina cristiana sobre el más allá, nace de la fusión de dos concepciones del ser humano irreconciliables, la judía y la griega. Lo que hemos predicado los cristianos hubiera sido incomprensible para Jesús. La palabra que traducimos por alma en los evangelios, quiere decir simplemente “vida”. Y la palabra que traducimos por cuerpo, quiere decir persona.

El NT proclama la resurrección de los muertos. Aunque nosotros hoy pensamos más en la supervivencia del alma, no es esa la idea que nos quiere trasmitir la Biblia. Nos hemos apartado totalmente del pensamiento de la Biblia y ha prevalecido la idea griega, aunque tampoco la hemos conservado con exactitud, porque para los filósofos griegos no se necesitaba ninguna intervención de Dios para que el alma siguiera viviendo, y la resurrección del cuerpo no suponía para los griegos ninguna ventaja sino un flaco favor.

La base de toda reflexión sobre al más allá, está en la resurrección de Cristo. La experiencia que de ella tuvieron los discípulos es que en Jesús, Dios realizó plenamente la salvación de un ser humano. Jesús sigue vivo con una Vida que ya tenía cuando estaba con ellos, pero que no descubrieron hasta que murió. En él, la última palabra no la tuvo la muerte (pérdida de la vida física), sino la Vida (permanencia en Dios para siempre). Esta es la principal aportación del texto de hoy: “serán como Ángeles, serán hijos de Dios”.

¿Cómo permanecerá esa Vida que ya poseo aquí y ahora? Ni lo sé ni puedo saberlo. No debemos rompernos la cabeza pensando como va a ser ese más allá. Lo que de veras me debe importar es el más acá. Descubrir que Dios me salva aquí y ahora. Vivenciar que hoy es ya la eternidad para mí. Que la Vida definitiva la poseo ya en plenitud ahora mismo. En la experiencia pascual, los discípulos descubrieron que Jesús estaba vivo. No se trataba de la vida biológica sino la Vida divina que ya tenía antes de morir, a la que no puede afectar la muerte biológica.

Los cristianos hemos sido tan retorcidos, que hemos tergiversado hasta el núcleo central del mensaje de Jesús. Él puso la plenitud del ser humano en el amor, en la entrega total, sin límites a los demás. Nosotros hemos hecho de esa misma entrega una programación. Soy capaz de darme, con tal que me garanticen que esa entrega terminará por redundar en beneficio de mi ego. Lo que Jesús predicó fue que la plenitud humana está precisamente en la entrega total. Mi objetivo cristiano debe ser deshacerme, no garantizar mi permanencia en el ser. Justo lo contrario de lo que pretendemos.

¿Te preocupa lo que será de ti después de la muerte? ¿Te ha preocupado alguna vez lo que eras antes de nacer? Tú relación con el antes y con el después tiene que responder al mismo criterio. No vale decir que antes de nacer no eras nada, porque entonces hay que concluir que después de morir no serás nada. La eternidad no es una suma de tiempo sino un instante que abarca todo el tiempo posible. Para Dios eres exactamente igual en este instante que millones de años antes de nacer o millones de años después de morir.

…porque para Él, todos están vivos“. ¿No podría ser esa la verdadera plenitud humana? ¿No podríamos encontrar ahí el auténtico futuro del ser humano? ¿Por qué tenemos que empeñarnos en que nos garanticen una permanencia en el ser individual para toda la eternidad? ¿No sería muchísimo más sublime permanecer vivos solo para Él? ¿No podría ser, que el consumirnos en favor de los demás, fuese la auténtica consumación del ser humano? ¿No es eso lo que celebramos en cada eucaristía?

Meditación-contemplación

Para Dios todo está siempre en un eterno presente.
Esa existencia eterna en Dios, se manifiesta en el tiempo,
y da origen a todas las criaturas que forman el universo.
Como ser humano puedo vivir conscientemente mi relación con el Absoluto.
……………..

La experiencia de lo Absoluto, es mi verdadera Vida.
No confundir con mi vida biológica que solo es un accidente.
Cuando tomo lo accidental por substancial,
estoy equivocándome de cabo a rabo.
……………

Si descubro el engaño, procuraré vivir a tope,
es decir, al límite de mis posibilidades más humanas.
Mi presente se funde con mi pasado y mi futuro.
Desde mi contingencia, puedo experimentar un ahora eterno.
…………….

 

Fray Marcos

Fe Adulta

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Dios de la vida

Domingo, 6 de noviembre de 2016
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pisadas_en_arena_muralesyvinilos_26927__l“Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida” (Espinosa)

6 de noviembre, domingo XXXII del TO

Lc 20, 27-38

No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven

La primera lectura de este domingo nos relata el episodio de los hermanos Macabeos testimoniando con la vida su fidelidad a Dios: “Tú me quitas la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna” (2 Mac cap. 7) arguye a sus verdugos el primero de los hermanos.

Todo en el Cosmos nace, vive y muere en una interminable cadena del ciclo de la vida. En el reino mineral el topacio, en el vegetal la encina, en el animal el hombre. Lo cantaba Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar, / q’es el morir…”

El poeta francés Romain Rolland (1866-1944) decía que la vida es una serie de muertes y resurrecciones. Y me complace más su pensamiento que el del filósofo existencialista Heidegger afirmando que “el hombre es un ser para la muerte”. Dios crea la Naturaleza, y en ella al hombre, para que tenga vida: “No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven” (Lc 20, 38).

El sacerdote español Cesáreo Gabaráin (1933-1991) compuso un himno que las Fuerzas Armadas Españolas eligieron en 1981 para honrar a sus caídos. En el desfile del pasado 12 de octubre –Día de la Hispanidad– tres mil soldados hicieron resonar su conmovedora letra en La Castellana de Madrid: “Cuando la pena nos alcanza / por un hermano perdido / cuando el adiós dolorido / busca en la Fe su esperanza (…) Tú le has llevado a la luz”.

Para el jesuita Teilhard de Chardin (1881-1955), filósofo y paleontólogo francés “la muerte no es un accidente sobrevenido de una manera fortuita: forma parte integrante, por construcción, del proceso de la creación”. Morir es renacer en Dios, alcanzar la plenitud en su cualidad de ser humano: “Consummatum est” -todo está cumplido-, gritó Jesús al morir en la cruz (Mc 15, 34)). También gritaba nuestro Don Miguel de Unamuno revelándose frente a la muerte y diciendo, que con razón, contra la razón o sin ella, no le daba la gana de morirse, que haría falta que lo cesaran de la vida, porque él no pensaba dimitir.

Gustav Mahler (1860-1911), como el rector de Salamanca, como todos nosotros, sentía la angustia y la necesidad física del “hambre de inmortalidad”. El compositor de la Segunda Sinfonía –“Resurrección- es un ser angustiado que raramente cree ver la luz y que no logra salir de la obscuridad. En cambio su contemporáneo Antón Bruckner (1824-1896) es un creyente absoluto, que encuentra en el templo de la naturaleza la huella visible y consoladora de la mano de Dios. De él dice Hans Küng en Música y Religión que le ha fascinado siempre la figura de Bruckner: “esa relación entre fe personal sencilla y música grandiosa, en la que la fe ha hallado un lenguaje tonal insuperable”.

A Mahler le preocupa en Resurrección lo mismo que Rubén Darío se preguntará años más tarde: “no saber a dónde vamos ni de dónde venimos”. En el quinto y último movimiento de la Oda a la Resurrección cantan triunfalmente la soprano y el coro: “Resucitaréis, sí, resucitaréis cenizas mías, tras breve reposo”. Momento en el que Gustav añade un verso rotundo y decisivo de su personal inspiración: “Yo moriré para vivir”, a los del poeta Friedrich Klopstock: “Con alas que he conquistado / en ardiente afán de amor / ¡levantaré vuelo / hacia la luz que no ha alcanzado ningún ojo!”

Baruch Espinosa (1632-1667), místico medieval sefardí dijo que: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”. Pensamiento que a mí personalmente, como a él, como a Romain Rolland, Cesáero Gabaráin, Teilhard de Chardin, Miguel de Unamuno, Gustav Mahler y Antón Bruckner, fascina infinitamente más que el de la muerte.

Dios no abandona nunca a los que ama y les da vida, como relata este popular cuento sufí.

UN PAR DE PISADAS EN LA ARENA

Cuando la última escena de su vida pasó ante su vista, miró hacia atrás. Observó las pisadas que habían quedado marcadas en la arena y vio que, en muchas ocasiones, en el camino de su vida había sólo un par de pisadas. Notó, también, que eso sucedía en los momentos más difíciles y angustiosos.

Le extrañó, y preguntó a Dios:

-Señor, cuando resolví seguirte, me dijiste que siempre irías conmigo, todo el camino. Pero observo que durante los peores momentos sólo se distinguen un par de pisadas en la arena de los caminos de mi vida. No comprendo cómo me abandonaste en los momentos que más te necesitaba.

Dios le respondió:

-Mi querido hijo. Yo te amo y jamás te dejaría en momentos de sufrimiento. Cuando viste un par de pisadas fue porque allí, precisamente, te llevé en mis brazos.

Vicente Martínez

Fuente Fe Adulta

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Dios es un dios de vida, y vida en abundancia

Domingo, 6 de noviembre de 2016
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17mayo2011Jesús, como suele ser habitual en él cuando tiene que afrontar este tipo de desafíos, no responde de forma directa, sino que presenta un propone un planteamiento diferente de la situación. Para él lo central es la postura de Dios ante el ser humano. No se trata de resolver una situación histórica enrevesada, sino de abrir el corazón a los deseos de Dios. El Abba de Jesús busca siempre la vida del ser humano, su salvación más allá de sus contingencias cotidianas.

Al final del capítulo 19 Lucas narra la entrada profética de Jesús en Jerusalén y hasta el capítulo 22 lo va a situar enseñando en el templo. Su mensaje, alentador para el pueblo, no va a ser fácilmente digerido por las elites. Sacerdotes, escribas, fariseos y saduceos van a intentar acorralarlo para justificar sus posiciones y facilitar su condena.

El texto de este domingo, los saduceos, un grupo religioso minoritario en el siglo I pero perteneciente mayoritariamente a la aristocracia de la capital. Aunque su posición les permitía mantener influencia y privilegios, no gozaban de “buena prensa” entre el pueblo por su ambición y su tradicional postura colaboracionista con los poderes invasores.  Entre sus creencias religiosas destacaba su negación de la resurrección que precisamente es el tema con el que quieren desafías a Jesús.

El ejemplo con el que intentan provocar a Jesús parecería a juicio de una persona occidental del siglo XXI casi esperpéntico, pero no lo era tanto a los ojos de quienes presenciaban la conversación. El núcleo la historia está en la famosa ley del levirato vigente en el judaísmo. Esta ley recogida en Dt 25, 5-6 buscaba asegurar la descendencia masculina y de ese modo el honor familiar: “Sí dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin hijos, la viuda no saldrá de casa para casarse con un extraño, su cuñado se casará con ella y cumplirá con ella los deberes legales de cuñado, el primogénito que nazca continuará el nombre del hermano muerto, y así no se extinguirá su nombre en Israel”. Los saduceos del relato de Lucas llevan al extremo el mandato para justificar su postura ante la resurrección.

Jesús, como suele ser habitual en él cuando tiene que afrontar este tipo de desafíos, no responde de forma directa, sino que presenta un propone un planteamiento diferente de la situación. Para él lo central es la postura de Dios ante el ser humano. No se trata de resolver una situación histórica enrevesada, sino de abrir el corazón a los deseos de Dios. El Abba de Jesús busca siempre la vida del ser humano, su salvación más allá de sus contingencias cotidianas.

En su respuesta Jesús alude a Moisés, como lo habían hecho los saduceos para dar autoridad a su planteamiento, pero lo hace con un texto diferente y con una mirada liberadora. Jesús recuerda el relato de la zarza ardiente de Ex 3. Un relato fundante para la fe de Israel. En él Dios acude a liberar a su pueblo porque no ha olvidado las promesas que le había hecho a los patriarcas y matriarcas de los orígenes. Evocando ese texto, el nazareno rompe la perspectiva legalista y tramposa de sus contrincantes: No se trata de discutir sobre creencias con argumentos más o menos hábiles, se trata de mostrar la fe en un Dios que plenifica al ser humano, que le ofrece su misericordia y que en su amor desbordante supera cualquier límite de nuestra humanidad.

La fe en la resurrección no es algo que hay que creer porque somos cristianos/as, sino una certeza que nace del encuentro existencial con la Buena Noticia del Reino que nos invita a confiar en un Dios todo bondad y perdón para todas/os y para siempre.

Carmen Soto

Fuente Fe Adulta

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Y el sol brilló

Domingo, 6 de noviembre de 2016
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resurreccionUna de las comunidades cristianas con las que comparto mi fe es un pueblo con 10 personas censadas. En verano crece enormemente.

En septiembre ya se van para sus lugares la mayoría. Un matrimonio, ya mayorcitos, fue a la capital y a la vuelta vieron que les habían forzado la puerta y les habían robado. El susto fue muy grande. Y – no se sabe si por esta razón– pero a la mujer le dio un infarto y a la mañana siguiente murió.

Me lo comunicaron y subí al pueblo a la mañanita.

La verdad es que me impresionó y mi interior se llenó de niebla, tristeza y pena. Al subir –el pueblo está a 1.140 metros–, había una niebla ciega, cerrada. Pero mi interior también estaba triste, obscuro.

Era como las mujeres del evangelio que al amanecer van a embalsamar a Jesus en el sepulcro. Y aquí comienza otra experiencia. Al legar al pueblo veo que hay dos personas haciendo el hoyo en el cementerio, otras dos limpiando las calles y dos preparando la iglesia. Todo el pueblo.

Recordé aquello del angel: “estaba un angel vestido de blanco a la derecha del sepulcro”. Así vi yo a estas personas colaboradoras.

Y recordé aquello de “id a Galilea, allí me veréis”. Y descubrí a Jesús presente en ellas. Y de repente, se rasgó la niebla y brilló el sol.

Mi espíritu se serenó y surgió la esperanza. A la hora de enterrarla, había siete personas tirando de pala para echar tierra en el hoyo.

Qué grande es la piedra que cierra nuestros sepulcros, pero siempre está Jesus Resucitado, vivo, que se presenta de mil formas y nos ayuda a superarlo, a correrla, a dejar el sepulcro abierto y nuestro corazón lleno de alegría.

Cierto que a lo largo del día hubo alguna tiniebla “es que hay que matar a todos los ladrones…” pero poco a poco se fueron superando esas tinieblas y el velo se rasgó”… Vete a saber en qué situación estaban los que robaron”, “qué buena era esta mujer…”

Las mujeres fueron corriendo a contárselo a los apóstoles. Y surgió la solidaridad hacia su familia: amistad y presencia orante en el entierro. Cantamos convencidos de que Jesús es la Resurrección y la Vida.

Al sábado siguiente nos juntamos los tres pueblos para empezar el curso. Nos explicaron maravillosamente el cuadro de la Vuelta del Hijo Pródigo de Rembrandt Las mujeres de ese pueblo nos trajeron unas rosquillas exquisitas. Las habían hecho todas juntas por la mañana. Y las demás les pidieron la receta.

Yo también quiero pedirles que me transmitan cómo se encuentra a Jesús resucitado para superar la niebla y que brille el Sol.

Gerardo Villar

Espiritualidad

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