Zaqueo, un hombre bajito que recuperó su grandeza interior
Hace dos días unos publicanos vinieron a casa de Zaqueo, su jefe. Le traían una noticia importante.
– No te lo vas a creer, hemos conocido a un hombre que habla bien de nosotros- le dijo Benjamín.
– Además, se atrevió a regañar públicamente a unos fariseos que se tenían por justos y despreciaban a los demás. Nos contó una parábola de dos hombres que fueron al templo a orar, y nos dijo que Dios escuchó la oración del publicano y bajó a su casa justificado. Le aplaudimos, y le pedimos que nos contara más parábolas. Nos prometió que vendría a Jericó – añadió Amós.
– ¿Quién es ese hombre? –preguntó Zaqueo. Me gustaría conocerlo. Debe ser un insensato para enfrentarse a los fariseos y defendernos a nosotros. De sobra sabemos todos en qué consiste nuestro trabajo.
– Se llama Jesús, es galileo, de Nazaret. Desde hace días está predicando a orillas del río Jordán. Mañana vendrá a Jericó y predicará en la plaza. Se espera que venga una multitud, porque se ha extendido su fama por los pueblos de alrededor. Los comerciantes hablan de él por todas partes.
Es de noche. Zaqueo está preocupado.
¿Cómo podré escuchar a Jesús –se pregunta- si viene una multitud? Los cobradores de impuestos somos impuros. Si alguno de mis vecinos tropieza conmigo o roza mis vestiduras, debido a la aglomeración, quedará impuro también. Estoy harto de que la gente me maldiga y se aparte de mí cuando paso a su lado. Tengo que encontrar el modo de escuchar a ese hombre. Si es necesario pediré ayuda a la guardia romana, como he hecho otras veces, para hacerme respetar.
De repente encuentra la solución. Seguramente muchos niños se subirán a los árboles de la plaza para curiosear, como es costumbre cuando vienen forasteros, pero al sicómoro no se subirá nadie. Los fariseos consideran este árbol impuro; él puede trepar hacia lo alto y pasar desapercibido.
A la mañana siguiente se dirige a la plaza y se acomoda en el sicómoro. Agazapado entre las hojas, se sienta tranquilamente en una rama a esperar.
Recuerda las humillaciones que ha recibido desde que era pequeño por su baja estatura. Lo que más le dolió fue lo que le hicieron sus suegros cuando fue a pedirles la mano de su hija Sara, la joven que los padres de Zaqueo le habían elegido como esposa.
Él y su padre fueron a negociar con los futuros suegros, como era habitual; llevaban el contrato que había redactado un escriba y doscientos denarios, para pagar la dote y conseguir a la joven. También llevaban un pellejo lleno de vino con el que esperaban celebrar la firma del contrato. Pero no hubo acuerdo.
El padre y los hermanos de Sara pusieron todo tipo de objeciones a la boda. ¿Cómo podría cultivar los campos Zaqueo con tan poca estatura? ¿Cómo iba a realizar tareas que requerían mucha fuerza física? La familia de Sara acordó que sólo permitirían el enlace si entregaban cien denarios más. Zaqueo tuvo que trabajar con ahínco durante meses para conseguir ese dinero.
Poco después de la boda llegó a Jericó un cuestor para reclutar algunos varones judíos que cobraran los impuestos en nombre de Roma. Él se ofreció inmediatamente. El cuestor le dio una larga lista, con los nombres de las personas a las que tenía que cobrar y la cantidad de dinero que debía pagar cada una.
Lo que exigiera de más a cada persona era asunto de Zaqueo y podía quedarse con ese dinero. No sólo era una manera de ganarse cómodamente el pan de cada día, sino una forma de enriquecerse; nadie le iba a pedir cuentas del suplemento que cobrase.
El primer año fue duro. Sus vecinos no podían creer que se hubiera vuelto un traidor al servicio de Roma. Todos sabían que el dinero recaudado se empleaba en hacer grandes construcciones fuera de Israel y en pagar un sueldo al ejército que les oprimía. ¡Y su vecino facilitaba ese trabajo sucio al invasor! ¡Había que maldecirlo!
Otro año hubo una gran sequía y mucha gente perdió la cosecha. Cuando llegó el momento de pagar los impuestos tuvieron que pedir préstamos a los usureros, que aprovecharon la situación para exigir el 50% de interés.
Los vecinos suplicaron a Zaqueo que les aplazara la deuda, o que negociara con los romanos, pero él ni se inmutó. No sólo era el momento de recaudar los impuestos sino de hacer que sus vecinos “pagaran” las humillaciones que él había recibido durante años. Fue exigiendo el dinero a uno tras otro.
Cuando alguno no podía pagar, Zaqueo anotaba su nombre en un papiro que luego entregaba a los romanos para que se encargaran del castigo correspondiente. El cuestor le recompensó generosamente y le nombró jefe de los publicanos de Jericó.
De este modo su fortuna aumentó considerablemente. Su aislamiento también. Se convirtió en un pecador, en un hombre impuro que vivía al margen de la Torá. La gente rehuía su presencia y le negaron hasta el saludo. Sólo se relacionaba con su familia y con los publicanos que estaban a su servicio.
Muchas veces había pensado empezar de nuevo y devolver lo robado, pero ni tenía fuerzas ni sabía cómo hacerlo. Sara y él hablaban de vez en cuando del tema. Vivían tan aislados que ya no les compensaba la riqueza que habían adquirido. ¿Y si se fueran de Jericó a otra ciudad donde no les conociera nadie? ¿Qué podían hacer para ser felices de nuevo? Se encontraban en un callejón sin salida.
De golpe, el ruido de la muchedumbre saca a Zaqueo de sus recuerdos y le devuelve a la realidad. La multitud ve que Jesús entra en la plaza y alza los brazos para aclamarle. Él bendice a la gente, hace un gesto para que haya silencio y comienza a predicar.
Zaqueo se emociona al oírle. Tiene la sensación de que Jesús conoce lo que hay en su corazón. Cuando acaba de predicar, el maestro atraviesa la plaza y se dirige directamente hacia el sicómoro. Alza la vista y le dice:
– Zaqueo, baja rápidamente del árbol.
El hombrecillo le mira sorprendido. ¿Por qué conoce mi nombre? –Se pregunta- ¿Sabe que soy un hombre importante, nada menos que el jefe de los publicanos?
Jesús, sonriendo, le hace un gesto con el brazo para que baje del árbol y le dice de nuevo:
– Baja pronto, hoy voy a alojarme en tu casa.
Y continúa caminando por la plaza, rodeado de niños.
Zaqueo intenta decirle que no vaya a su casa, porque es un pecador y quedará contaminado, pero se le hace un nudo en la garganta y no es capaz de decir nada.
Baja del árbol y se va corriendo a su casa. Por el camino tropieza con algunas personas, pero esta vez no tiene en cuenta si las roza o no. Quiere contar a Sara lo que le ha ocurrido y preparar la comida para recibir a Jesús.
La noticia se extiende por Jericó y empiezan las murmuraciones. Algunas personas se acercan con disimulo a la casa de Zaqueo para cotillear mejor y ver lo que ocurre. Murmuran en voz baja:
– Jesús no sabe en qué casa se va a meter. Si realmente fuera un profeta sabría de qué calaña es este recaudador.
– ¿Cómo se le ocurre honrar con su presencia la casa de un traidor, de un cobarde?
– Podía haber elegido una de nuestras casas para alojarse. Ha elegido la peor.
La comida se convierte en un banquete muy especial. Jesús cuenta la conversión de Mateo, el recaudador de impuestos que ahora es discípulo suyo; la familia de Zaqueo se queda sobrecogida al oír esta historia. Les habla también de un joven rico que hace pocos días fue a visitarle porque no sabía qué hacer con su vida; el joven se fue triste porque no quería seguir los consejos que recibió ni desprenderse de su riqueza.
Zaqueo siente de nuevo que Jesús está leyendo lo que ocurre en su corazón. Se arma de valor, respira hondo, se pone de pie y dice con voz fuerte, para que le oigan también los que cotillean en la puerta:
– Jesús, voy a dar la mitad de mis bienes a las personas que he empobrecido.
En toda la casa se hace un silencio sepulcral. A Sara se le saltan las lágrimas y sonríe feliz. Fuera de la casa el murmullo va en aumento.
Zaqueo mira fijamente a Jesús, que sonríe, asiente con la cabeza y le mira en silencio, como si esperara algo más de él.
El hombrecillo se viene arriba, como si de repente empezara a crecer sin parar y dice:
– Jesús, tengo algo más que decirte. Al que haya hecho daño le devolveré cuatro veces más de lo que le quité.
Jesús se levanta y le abraza con tanta fuerza que parece que Zaqueo desaparece entre sus brazos. Levantando la voz le dice:
– ¡Hoy ha entrado la salvación a tu casa! ¡También tú eres un hijo de Abraham!
Zaqueo no puede reprimir la emoción. Desde hacía años le habían llamado de todo y habían maldecido a su madre. Nadie le había llamado hijo de Abraham, el título por excelencia, el que todo varón judío quiere poseer. Y de golpe siente que él es como el publicano de la parábola y que Yahvé ha escuchado su oración y le ha perdonado. ¡Se siente un hombre afortunado!
Al día siguiente fue a devolver el dinero a las familias a las que había hecho daño. Empezó por Tabita, una pobre viuda enferma a la que los romanos le habían quitado la casa por no pagar los impuestos. Ella llevaba meses pidiendo al juez que le hiciera justicia, pero el juez no le hacía caso.
Después fue a casa de Ezequiel, que se vendió como esclavo para pagar los impuestos y saldar sus deudas; no pudo conseguir un préstamo porque no había devuelto el que le hizo el avaro Benjamín el año anterior. De este modo libró de la prostitución a su mujer y a sus hijas, pero la familia se destrozó. Desde que era esclavo ya no había vuelto por el pueblo; algunos vecinos decían que le habían visto por Jerusalén al servicio de un centurión romano.
Se dio cuenta de que no era fácil empezar de nuevo. Algunos vecinos de Jericó no entendían su conversión y se reían de él, pero no le importaba. Zaqueo ya no era el mismo. El encuentro con Jesús le había devuelto su grandeza interior. Ahora entendía con claridad lo que Jesús le había dicho al despedirse: He venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.
Marifé Ramos González
Fuente Fe Adulta
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