Dom 23.10.16. Fariseo y publicano ante el espejo. Una parábola
Domingo 30 del tiempo ordinario. Ciclo c.. Es una parábola muy propia para que miremos al espejo interior y nos veamos, para que podamos descubrirnos digamos (aceptemos) lo que somos.
Los personajes son muy sencillos, sólo dos, estilizados, casi caricaturizados… El bueno y el malo. Pero el espejo muestra que los papeles están invertidos. El que dice ser bueno es en realidad el malo. Y el que se dice malo, y se reconoce como pecados, es en realidad el bueno.
Es una parábola para entender las cosas al revés, propia de niños, pues ellos son los que mejor la entienden. Asi la contó Jesús, y aparece en el evangelio de Lucas.
Yo también la he repetido alguna alguna vez en este portal, pero quiero hacerlo de nuevo, para que algunos puedan verse a sí mismos y entenderse (y cambiar si pueden) a la luz de esta parábola. A mí me hizo pensar cuando era niño, cuando la escuché y la imaginé por primera vez ante el espejo de una gran sacristía.
Es una meditación, propia de mayores, pero a veces, de verdad, sólo la entienden los niños, los que están dispuestos a pensar y a dejarse cambiar. Los que tenemos las ideas hechas apenas podemos cambiar, por mucho que viniera Jesús y contara la parábola de nuevo, como la contó de bien aquel cura, en la sacristía del pueblo, hace unos sesenta y ocho años.
Yo asocio siempre esta parábola con aquel un cura, creo que era jesuita, cuando yo era niño… y con el espejo de la sacristía, donde pude ver a los personajes, cómo se ponían, como hablaban… cómo el uno acusaba al otro con el dedo, y cómo el otro se encogía…
Creo que desde entonces no la he olvidado, ni olvidaré nunca esta parábola. Yo era niño, pero pienso que pensaba encones mejor que ahora Buen domingo a todos.
Texto: Lc 18, 9-14
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano.
El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.”
Un niño ante el espejo
Un día nos llevaron a la iglesia, porque había venido un cura famoso y cura quería explicarnos una parábola de evangelio. Seríamos diez o quince niños.
Sé que el cura nos trató como si fuéramos mayores.Pasamos por la Iglesia y nos llevó a la sacristía, nos mostró sus cuadros, sus espejos y sus cristos, sus armarios y vitrinas y, al final, hizo que por orden nos sentáramos en sillas o en el suelo brillante de cera. No recuerdo si estaba en una silla o en el suelo (pienso que en el suelo), pues las sillas eran demasiado altas para los pequeños.
Sólo recuerdo bien el gran espejo. Nunca había visto uno más grande, inclinado, de bordes ondeantes y dorados, sobre el suelo, para que el celebrante pudiera verse entero, con los altos y los bajos de sus vestiduras, antes de salir a misa.
Allí nos contó la parábola. No recuerdo los detalles de su catequesis, pero me vuelven a la mente las figuras (sobre todo la del fariseo) que iban y venían en el gran espejo. El cura nos dijo que imagináramos la escena.
Tengo la impresión de que era un jesuita. Nos dijo que miráramos bien, con los ojos de dentro. Y yo miré, y reviví la escena en el espejo. Quiero volver un día a aquella iglesia, y sentarme de nuevo en la sacristía, ante el espejo, donde imaginé cosas que después más de una ver he recordado.
El fariseo
Pude verle bien. No sé cómo, pero sé que había venido y que estaba ante nosotros. Era alto, vestido de traje, fumando un gran puro. Se puso en medio, de pie, en el centro de la gran sala de columnas inmensas, ocupando todo el espacio sagrado, ante la puerta del fondo que daba al santuario. El jesuita nos dijo que era la puerta del gran Sagrario o Santo de los Santos donde estaba Dios, en la oscuridad, viéndolo todo, pero sin que pudiéramos verle. Hoy quiero descorrer el velo de los sesenta y ocho años que han pasado desde entonces y mirar de nuevo a fariseo, para escuchar cómo rezaba:
¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás. No le da gracias por él (por Dios), sino por sí mismo. Está contento de lo que es (entonces le imaginaba con el puro en la boca, hoy le veo sin puro). Por eso da gracias al Dios que le pone en el centro de la gran escena sagrada, como signo de santidad y justicia.
El mundo se divide en dos mitades: en una están él y Dios (¡que en el fondo son lo mismo, él es Dios!); en la otra mitad están (estamos) todos los demás. Las cosas funcionan razonablemente bien, muy bien, y este fariseo se lo viene a decir a Dios, esto es, a sí mismo, en un gesto solemne de auto-glorificación, ante los ojos de todos, que le han dejado sitio en el centro y le miran, con miedo, recelo y envidia desde la esquinas de la columnata.
((Nota para eruditos: ya sé que hay muchos tipos de fariseos, la Misná cuanta más de media docena… y sé que no todos son como éste. Más aún, para el evangelio, éste es un fariseo-cristiano (ejemplo de mal cristiano). Pero dejo a un lado ese tema, del que habría que tratar en otro contexto. Aquí me basta con saber que este fariseo es para Jesús un tipo universal de hombre religioso pervertido)).
(Gracias te doy, porque no soy como esos otros): ladrones, injustos, adúlteros.
Evidentemente, cumple la ley con sus mandamientos (como el buen postulante del texto que sigue: Lc 18, 18-31). Pero, como sabe Pablo, una ley bien cumplida, de forma legalista, lleva a la muerte, pues termina dividiendo a los hombres entre cumplidores y no cumplidores. Los “cumplidores” pueden utilizar la ley para triunfar, imponiéndose sobre los demás, sin misericordia. Buena es la ley, pero entendida como la entiende este fariseo es un arma terrible, al servicio de la propia seguridad y del desprecio de los otros.
Ésta puede ser la ley de muchos políticos que buscan su propia justificación a costa de los otros… Es la ley del “buen capitalismo” que tiene razón en lo que hace (y hasta paga los impuestos, con justicia “religiosa”), pero condena a la pobreza a millones de personas… Es la ley de los jerarcas del templo que administran con buena conciencia su dinero y su memoria histórica, para condenar a los otros (¡ladrones, injustos, adúlteros…!).
Este buen fariseo no adultera con mujeres de otros (¡cumple la ley!), pero quizá no ama con ternura e igualdad a la suya, quizá “se divierte” con mujeres libres o prostitutas (¡que eso no es adulterio!), sin importarles lo que sienten, lo que piensa.
Ni como ese publicano.
Podía haberse callado, pero lo ha dicho. Ha mirado de reojo (pensando que miraba a Dios) y ha visto al publicano y se ha sentido feliz. No es como él. ¡Ha visto bien! Sin darse cuenta, está confesando que puede ser lo que es y vivir como vive… porque hay en el mundo publicanos y prostitutas a quieren utilizar para sus “negocios” sucios. Este fariseo necesita el “servicio” del publicano para sus impuestos y necesita (probablemente) de la prostituta (por lo menos para sus desahogos morales: para sentirse bien). En el fondo, él mismo está diciendo que su “justicia” está montada sobre la injusticia de los otros, una injusticia que él mismo está propiciando, dentro de un sistema religioso avalado por el templo (un templo al servicio de los fariseos).
Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.
Los otros eran los mandamientos de la ley de Dios (no robar, no cometer injusticias legales, no adulterar). Éstos son los mandamientos de la iglesia: ayunar, pagar el diezmo… Es un hombre ascético (ayuna), pero el ayuno puede haberse convertido en un medio de autocontrol y de autoseguridad para dominar mejor a los demás… Es un hombre de diezmo: contribuye al mantenimiento de “su iglesia”, no de la iglesia de los pobres y excluidos (en generosidad total, como la que Jesús pide al rico de Lc 18, 18-23), sino de este templo que “justifica externamente” a los ricos como él.
Éste es el rico que paga diezmos, es decir, que ofrece mucho dinero para obras sociales al servicio del sistema (no de los pobres); es el rico que mantiene la injusticia de fondo (de sistema) para poder dar muchísimo dinero, caridades al servicio del propio orgullo, publicadas en la televisión de turno, magnificadas por los voceros y clientes.
El publicano
Tengo la impresión de que me había detenido demasiado mirando al fariseo en el espejo. No, en aquel tiempo no había hecho las reflexiones de ahora, pero estoy convencido (¡lo he estado desde entonces!) de que supe que se puede ser rico y malo, se puede rezar y ser injusto, se puede dar mucho dinero y ser un pervertido.
Supe eso y lo he seguido sabiendo, desde el espejo de aquella iglesia bellísima de pueblo, con un espejo de Dios, para contar y entender la parábola. Tengo la impresión de que el hábil jesuita nos decía que teníamos que ver las cosas desde el otro lado, que había otra manera de mirar; que fuéramos a la esquena del templo y escucháramos, detrás de la columna final, al publicano.
Yo no sabía entonces lo que eran los “publicanos”, aunque eso de “publico” me sonaba bien: hombres públicos eran los que estaban en boca de todos, pobre gente que tenía que ganarse la vida como podía (y si podía)… Hoy sé algo más, no mucho más, y así quiero evocar las palabras de su oración, sin entrar en el tema crítico de si un publicano podía llegar hasta el fondo del templo y rezar. Ahora comprendo que este hombre del relato (para niños de seis años) tiene que ser un “publicano” (no una publicana-prostituta), pero que en la realidad es publicano-publicana, un pobre diablo pu… Pero vamos a escucharle:
El publicano se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo. No, no podía mirar ni a la puerta del Sagrario. No miraba y, sin embargo, estaba mirando… No levantaba los ojos y, sin embargo, comprendía…Sabía que Dios es distinto y se ponía ante los ojos y las manos de ese Dios. Me costaba verle en el espejo, porque se escondía detrás de la columna, pero estaba seguro de era muy flaco, enfermizo, pero con ojos de amor. Me hubiera gustado jugar con él, pero no podía acercarme más allá del espejo… y así le seguí mirando.
Sólo se golpeaba el pecho, diciendo…
Quería despertar su corazón su corazón “a golpes”, como se hace con alguien que parece muerte, que ha tenido una parada cardiaca y vemos que el médico sacude con fuerza su pecho para que el corazón pueda latir de nuevo… Me parecía un poco exagerado, pero, bueno, quizá los hombres antiguos, y sobre todo, los publicanos eran así, de grandes gestos. Supe que este hombre quería despertar su corazón ante Dios, aunque lo tenía ya despierto. Sabe que hay Dios y que Dios puede y quiere ponerle en movimiento. No sabe cómo, pero sabe que tiene que cambiar.
No tiene respuesta, pero la está buscando. El templo de Dios no es para él un lugar de justificación de lo que existe (como para el fariseo), sino un lugar de reconocimiento y cambio. No echa las culpas a los otros, no se compara con nadie, ni siquiera con al fariseo. Simplemente quiere cambiar… Si hiciéramos un análisis de su situación, veríamos que, echándose la culpa a sí mismo, este publicano tendría que echar la culpa al fariseo… (es decir, al sistema). El publicano puede ser publicano en parte por sí mismo (porque se lo ha buscado); pero, en el fondo, es publicano porque así le necesita el fariseo, el buen sistema que se justifica, echando la culpa a los otros.
¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Pues bien, este publicano no se justifica echando la culpa a los otros (como podría y debería hacer en otro plano), sino que reconoce su parte de culpa y la dice ante Dios, en ejercicio de sinceridad interior y de verdad. No ha venido para justificarse, sino para mirarse en el espejo de Dios, descubriendo su necesidad de conversión, de cambio.
Un espejo de “adivinar”: Éste bajo justificado, aquel no…
Yo seguía ante el espejo. Sólo recuerdo que podía ver muy bien al fariseo, que ocupaba el inmenso cristal de la sacristía, gordo, muy gordo, explosivo, con puro y corbata de potentado satisfecho. Al publicano, en cambio, no podía verle con tanta claridad. Seguí detrás de la columna, como una presencia pequeña, insistente; era una luz que se iba haciendo cada vez más grande… No sé lo que hubiera seguido. No lo sé todavía. Porque el jesuita había terminado su catequesis y nos estaba despidiendo… Tengo la impresión de que me levantó con la mano del suelo y me dijo (nos dijo): ¡A jugar, que ya está bien de iglesia, y recuerdos a vuestros padres!
Salimos de la sacristía, cruzamos la nave del templo, corrimos por la porticada de pequeñas piedras, haciendo figuras de cintas y flores, para acabar bajando a la carrera por la calzada antigua hacia las casas del pueblo. Esto es lo que recuerdo. El resto se me ha ido de la imaginación consciente. Pero está allí, tiene que estar allí. El tema es lo que tiene que hacer el publicano.
El fariseo bajó “sin haber conseguido la justicia” (no justificado). Sé que, siguiendo en la línea de su oración, este mundo acabará destruyéndose muy pronto; ésta es la línea de los políticos que buscan su propia razón, de los jerarcas eclesiales que siempre encuentran la manera de defender lo que han hecho… Los fariseos han crecido y siguen ocupando el centro de los templos y d los palacios de congresos, los consejos de administración de la empresas principales y los bancos…
Pidamos a Dios que sean “buenos”… Aunque no lo sé, a veces pienso que el buen fariseo, cumpliendo hasta el límite su ley puede ser más peligroso que el mal fariseo (que el menos puede arrepentirse un día de lo que hace). Quizá tenemos que pedir a Dios para que fracasen, pues sólo fracasando podrán cambiar su discurso y su forma de actuar.
El publicano, en cambio, bajó justificado. Ciertamente, justificado ante Dios, en sentido religioso; pero, al mismo tiempo, justificado ante la sociedad y la historia. Este publicano puede iniciar un camino distinto de solidaridad y de justicia verdadera, al servicio de los demás… Aquí se inicia la “revolución” de Jesús, una revolución de viudas y de publicanos, que pueden iniciar un camino de humanidad, desde el borde del templo.
Sería bueno comparar a este publicano con otros personajes del evangelio de Lucas: el samaritano y Zaqueo, la viuda y el leproso agradecido…Todos ellos aparecen en los límites del templo oficial, como el signo de un Dios distinto, Dios de evangelio. Pero con esto desbordamos ya el tema de hoy.
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