“¿Nueva espiritualidad?”, por Enrique Martínez Lozano
Me ha surgido este texto –que presentaré en cuatro entregas, para cuidar una extensión “adecuada” en este medio- tras la lectura de un artículo de Carlos F. Barberá, titulado “La nueva espiritualidad”, publicado en los portales digitales Atrio y Fe Adulta .
En él, aunque sin citarme, probablemente por delicadeza, transcribe unas expresiones mías para ejemplificar el riesgo de lo que llama la “nueva espiritualidad”. Son las siguientes: “Si fiándome de la mente, me tomo por lo que ella piensa acerca de mí, me reduciré forzosamente a la apariencia de lo que soy, a un «objeto» aparente que responde al nombre de «yo». (…) Pero empieza por reconocer lo que no eres. Eso significa «dejar caer» todo aquello que puedes observar y nombrar adecuadamente: pensamientos, sentimientos, imágenes o ideas sobre ti mismo… Es claro que tú no eres ningún objeto que aparezca dentro del campo de la consciencia, porque tienes consciencia clara de ser «sujeto», el que «está detrás» de todo aquello que es observable, el que ve, el que sabe…”.
El error –viene a decir- radica en que tales afirmaciones recogerían solo una media verdad. Porque –escribe- “la verdad ha de formularse en afirmaciones dialécticas”.
No es mi ánimo polemizar ni entrar en discusiones, así como tampoco convencer a nadie. Busco sencillamente aportar mi perspectiva, con el único deseo de crecer en verdad para, sin renunciar en ningún momento al espíritu crítico ni al diálogo, evitar confusiones que nos priven de lo que, a mi modo de ver, considero una riqueza irrenunciable para avanzar en comprensión y vivencia de lo que realmente somos.
Por ello, quiero centrarme únicamente en el motivo que aduce. Y dejo de lado –aunque no me parecen acertadas– otras consideraciones acerca de la relación que hace entre religión y espiritualidad.
Con todo, deseo comentar que tampoco me parece adecuada la expresión “nueva espiritualidad”, con la que, particularmente en el mundo eclesiástico, se designa el innegable resurgir espiritual al que estamos asistiendo. Al etiquetarla de “nueva”, daría la impresión de que se trata de algo advenedizo y que no sería sino una moda pasajera. Comprendo que quienes se hallan instalados en una religión milenaria la vean de ese modo. En no pocos documentos magisteriales y escritos teológicos, se advierte una actitud recelosa hacia la espiritualidad, porque parecen percibirla como “competidora” y, por tanto, peligrosa para la religión.
Sin embargo, esta espiritualidad –si es genuina– conecta directamente con la llamada “filosofía perenne” y con las grandes tradiciones sapienciales de Oriente y de Occidente, desde el taoísmo y el confucianismo chinos hasta el estoicismo griego, pasando por el hinduismo y el budismo –por citar solo las tradiciones más conocidas–. En todos esos casos no existía la idea de una confrontación entre “filosofía” y “espiritualidad”: todo convergía en la búsqueda de la sabiduría al servicio de la vida. El objetivo era simplemente comprender la Realidad para “ajustarse” a ella y, de ese modo, asumir la actitud adecuada, que habría de conducir a experimentar la plenitud o felicidad.
Decir que una espiritualidad no religiosa o al margen de la creencia en un Dios separado es una “moda postmoderna” –o designarla despectivamente como “nueva” espiritualidad- manifiesta únicamente desconocimiento de aquellas grandes corrientes de sabiduría –que no eran “religiosas”– y no puede ser sino otro signo de un eurocentrismo (cristiano) que se erige como referencia última de verdad.
2. Nuestra naturaleza es paradójica: el “doble nivel” de lo Real
Me centro en el punto mencionado, que Carlos Barberá nombra como olvido de la “dialéctica”. Personalmente, me parece más acertado –en lugar de un término como ese que puede fácilmente prestarse a equívocos– hablar de paradoja. En ese sentido, estoy totalmente de acuerdo con él: la realidad manifiesta –y el ser humano en ella– es de naturaleza inexorablemente paradójica, por lo que no se le hace justicia cuando se olvida cualquiera de las dos caras que la (lo) constituyen: el nivel profundo –lo que somos– y el nivel aparente (o relativo) –lo que tenemos–.
De ahí que se haga necesario hablar de un “principio de exclusión” (“no soy mi cuerpo, no soy mis pensamientos, no soy mis sentimientos…”), pero acompañado del otro “principio de inclusión” (“soy también mi cuerpo, soy también mis pensamientos, soy también mis sentimientos…”). El texto que cita Carlos Barberá se refiere al primero de esos “principios”, pero eso no significa negación ni olvido del otro.
¿Por qué la insistencia precisamente en la afirmación “exclusiva”? En primer lugar, por un motivo pedagógico: es tal la identificación con nuestro cuerpo, nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, que se hace urgente afirmar con rotundidad que, realmente, no somos nada de eso. Olvidarlo supone seguir viviendo sumergidos en un reduccionismo que es fuente inevitable de confusión y de sufrimiento. Y, en segundo lugar, porque, si bien es cierto que somos también cuerpo y mente, ese “somos” no tiene el mismo valor o radicalidad que aquel que se refiere a nuestra verdadera identidad. De un modo que, desde mi perspectiva, es el menos inadecuado, podría formularse así: “soy consciencia que tiene (se expresa, se experimenta en) esta forma (o persona)”.
Enrique Martínez Lozano
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