Extranjeros
“La gratitud es la memoria del corazón” (Lao-Tsé)
9 octubre, domingo XXVIII del TO
Lc 17, 11-19
Jesús tomó la palabra y dijo: ¿No se sanaron a los diez? ¿Y los otros nueve dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios, sino este extranjero?
Dar las gracias es un acto verbal o gestual presente en todas las culturas. Virgilio decía poéticamente que “Mientras el río corra, los montes hagan sombra y en el cielo haya estrellas, debe durar la memoria del beneficio recibido en la mente del hombre agradecido”.
En el Antiguo Testamento, ese gesto corre similar suerte. El salmista entona su gratitud a Dios cuando admira los cielos, la luna y las estrellas obra de sus manos (Salmo 8, 3). Artistas del medievo le dibujaron pulsando la cítara y bailando ante el Arca de la Alianza con el mismo sentimiento (2 Samuel 6), y cuando en el 100, 4 dice: “Entrad por sus puertas con acción de gracias; por sus atrios con alabanza”; y en el 71, 22: “Yo te daré gracias con el arpa, cantaré tu verdad, Dios mío; a ti cantaré alabanzas con la lira”.
En él se siente también anclada Ruth la moabita, espigadora en los campos de Boaz. La bíblica espigadora se queda con su suegra Noemí y, tras enviudar, le suplica quedarse con ella en gratitud por el trato familiar recibido: “Allá donde tu vayas iré yo; y dondequiera que vivas, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios” (Ruth 1, 16).
En el Nuevo soplan vientos similares. San Pablo invita a los filipenses que presenten sus peticiones a Dios y le den gracias (Fil 4, 6-7). Y San Juan nos relata que oyó que toda criatura del cielo, del mar y de la tierra cantaban: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, sean la alabanza y la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 5, 13).
La vida entera de Jesús navega en un mar de acción de gracias. “¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien! (Lc 10, 21-24).El filósofo y poeta José Julián Martí (1853-1895), lo refrendó con esta frase: “La gratitud, como ciertas flores, no se dan en la altura y mejor reverdece en la tierra buena de los humildes”.
El evangelio de este domingo es un botón de muestra. Sólo uno de los diez leprosos sanados por Jesús –un extranjero– volvió para darle las gracias. En la primera lectura (2 Reyes 5, 14-17) Naamán, general del ejército del rey de Siria e igualmente extranjero, fue curado también de lepra y dio gracias a Jehová por ello. “La gratitud es la memoria del corazón”, dijo Lao-Tsé.
Aunque el hecho más destacado de la vida de Jesús a este respecto fue la cena del Jueves Santo: Eucaristía –del griego εὐχαριστία–, “acción de gracias”: “Después tomó la copa, dio gracias…” (Mt. 26, 27). Las Artes pictóricas llenaron iglesias y monasterios con frescos y óleos de los más famosos pintores. El más famoso –temple y óleo–, el de Leonardo da Vinci en Santa Maria delle Grazie en Milán.
Escultura en los capiteles del claustro románico del monasterio de San Juan de la Peña (Santa Cruz de Serós, Jaca). Francisco de Salcillo le sacó en la Santa Cena a recorrer las calles de Murcia para que le clamara el pueblo, y en muchos países se universaliza este hecho, y las calles de todas sus ciudades celebran el Día de Acción de Gracias: Thanksgiving para los de habla inglesa.
Un destacado clérigo estadounidense, Henry Ward Beecherd (1813-1887), abolicionista de la esclavitud, retrató a todos los agradecidos de antes y de siempre diciendo que “La gratitud es una flor que brota del alma”. Y con la misma fuerza lo señaló nuestro Francisco de Quevedo: “El agradecimiento es la parte principal de un hombre de bien” (1580-1645).
En su novela Olvidé decirte quiero, Mónica Carrillo pone en boca de Malena estas palabras: “Vengo a decirte adiós, mamá, por si tampoco en la eternidad nos encontramos. Te doy las gracias porque con tu forma de ser me hiciste ser mejor persona”.
A UN CRISTO NEGRO CON ESPINAS
Al llegar a la Plaza del Mercado,
los Jerarcas la encontraron vacía.
Los postreros esclavos de Burundi
habían fallecido en el asfalto:
soledad, disentería.
-“¡Eran negros! dijeron con desprecio
los halcones blancos.
-“Sí, era negro”, matizaron
dos parlanchinas golondrinas;
y añadieron:
“Si, sí, uno de ellos era negro,
con pronunciado acento galileo.
Portaba en la cabeza una corona
de punzantes espinas… ¡ay, qué miedo!”
Plancharon con el pico
su camisa blanca y su levita negra.
Recordaron el Gólgota…
y con espasmo lacrimoso huyeron
por tanta soledad y tanto llanto.
El Cristo Negro fue enterrado,
no se sabe por quién, cómo ni cuándo.
El corazón de América Latina
lloró sobre el asfalto del Mercado.
Lloraron las fachadas y las fuentes.
Lloró también amargamente el Orbe
porque en su piel quedaron para siempre
clavadas las hirientes espinas
de un Cristo Negro Galileo.
(SOLILOQUIOS. Ediciones Feadulta)
Vicente Martínez
Fe Adulta
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