“Mirando al firmamento”, por José Mª Otalora
“Todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber”. Con estas palabras se inicia el libro primero de la Metafísica de Aristóteles, quien se inspiraría seguramente mirando a las estrellas en las noches luminosas que abundan en lo que hoy llamamos Grecia. Yo también me he puesto a observar estrellas en una noche de verano, entre las pocas que se ven en nuestro firmamento vasco. Y pensaba sobre el hecho de que puede llevar muerta cientos de años dada la distancia que existe con estos astros luminosos. Podemos captar la luz de estrellas que están a millones de años luz de la Tierra. Imbuido en estas reflexiones sentí la grandeza del universo desde la pequeñez humana hasta interiorizar que la clave de la felicidad es la verdadera humildad, la única fuente de la que mana la capacidad de asombro.
Curiosamente, y a pesar de que la humildad es fácil de denigrar (actitud propia de gente débil, etc.), nadie insulta ni desprecia a otro llamándole “humilde”. A lo sumo, se tolera como eufemismo pero no como algo degradante, quizá porque todos sabemos que tras la humildad se esconde la verdadera grandeza. Aunque nuestras limitaciones la proyecten como virtud inalcanzable.
Una persona humilde no se siente auto-suficiente; sus códigos de conducta están alejados de los de la propia conveniencia egoísta. El problema radica en la necesidad de conocernos mejor para acertar más y esto es algo que, en la sociedad superficial de hoy en día, se da por amortizado, no es necesario en el corto plazo que reclama nuestra cultura consumista. La humildad, en cambio, nos predispone a cuestionar aquello que hasta ahora habíamos dado por cierto, incluida la percepción de las estrellas. Y no se deja manipular como muestra la paradoja de que, cuando se descubre la humildad intencionadamente, se corrompe y desaparece; ya no es modestia. La coletilla “en mi humilde opinión” no es más que nuestro orgullo disfrazado que choca con la máxima de esta virtud: no se predica, se practica.
Merece la pena aprovechar alguna de las noches veraniegas que quedan para contemplar el cielo mientras sentimos admiración ante una creación asombrosa que al mostrarnos nuestra pequeñez puede hacernos más grandes por dentro. La mariposa recordará siempre que fue gusano, recordaba Mario Benedetti; la mariposa no lo recordaba para desvalorizarse sino porque quería sentir el gozo de reafirmarse en la maravilla que supone la transformación cuando trabajamos humildemente por ella.
El cosmos nos puede hacer humildes ante su infinitud de dimensiones inabarcables para la mente humana. Es algo que no podemos contenerlo mentalmente porque la realidad supera nuestra capacidad, desborda nuestro entendimiento y cualquier atisbo de control sobre lo que casi ni imaginamos que existe.
No estamos en un cosmos inmutable que cabe en nuestra realidad minúscula, sino en una especie de cosmogénesis o inmensa secuencia de eventos interconectados en el desarrollo del universo cuyas magnitudes aconsejan humildad: Leo que se llevan contabilizadas 80.000 millones de galaxias. Y cada una de ellas, alberga cientos de miles de millones de soles como el nuestro en los que, a su vez, cabrían un millón de planetas como el nuestro. Cuando podemos ver una estrella como un lejano puntito, tenemos que imaginarnos su enorme tamaño para verlas a simple vista. Hay que tener en cuenta que una distancia normal entre dos estrellas es de diez años luz, unos cien millones de kilómetros… ¡entre dos estrellas!
Solo en la oscuridad puedes ver las estrellas, decía Martin Luther King, y cuando despojamos a la frase de su sentido metafórico profundo, puede ayudar a ponernos en situación ante lo que nos permite la vista y alcanza la imaginación: en la medida que reconocemos lo poco que somos y podemos, eso que facilita nuestro deseo de buscar más; no es necesario utilizar la arrogancia. La historia, una vez más, nos cuenta las consecuencias cuando optamos por la dirección contraria.
Gabriel Mª Otalora
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