Domingo XXVI del Tiempo Ordinario. 24 septiembre, 2016
“Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino,
y celebraba todos los días espléndidos banquetes.
Y uno pobre, llamado Lázaro, que,
echado junto a su portal, cubierto de llagas,
deseaba saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico,
pero nadie se lo daba”
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“UN ABISMO INMENSO”
La niña que hay en mí sigue preguntándose, como la primera vez que escuchó esta parábola: “Pero ¿por qué nadie se lo da?”. Y a la adulta le golpea el corazón, como un mazazo, la respuesta que dio el profeta Natán al rey David: “Tú eres ese hombre”.
Entonces me veo a mí misma. Nos veo a todos nosotros, ciudadanos de Europa. Veo, echados junto a nuestras fronteras, o ahogándose en nuestro mar, a miles de hermanas y hermanos nuestros. Muchos de ellos, niños. Muchos de ellos, solos. Que vienen de la guerra, del hambre, de la persecución. Que desean saciarse de paz y pan, de respiro y trabajo, de dignidad y cobijo. Asilo, visado, permiso: las migajas que tiramos de nuestra mesa. “Pero nadie se las da”.
Escucho el revés de la parábola: el mismo abismo, pero visto desde después de la muerte de los dos hombres, es decir, visto desde la perspectiva de la eternidad, desde los ojos de Dios. Lázaro aparece ahora recostado en el seno de Abraham; el hombre rico, sufriendo los tormentos del infierno; y entre ambos, el mismo abismo incomprensible que veíamos durante sus vidas: “Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar desde ahí hasta nosotros”.
Y me resuenan en el corazón las palabras de Jesús:
“Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados (…). Pero ¡ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre” (Lc 6, 21.25).
Es como si la parábola ejemplificara esta bienaventuranza y este lamento. O como si ilustrara la advertencia de Jesús: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 13). El abismo imposible de cruzar es un espejo de esta imposibilidad: si servimos al dinero, no podemos, aunque queramos, servir a Dios.
ORACIÓN:
¡Perdón, Jesús, perdón! Nosotros somos el hombre rico de la parábola. ¡Ven a hospedarte en nuestra casa, como te hospedaste en la de Zaqueo, para que nuestro corazón se convierta a la justicia y a la compasión!
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Fuente: Monasterio Monjas Trinitarias de Suesa
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