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He venido a prender fuego en el mundo

Domingo, 14 de agosto de 2016

no he venidoLc 12,49-53

En estos momentos en los que las noticias nos bombardean con múltiples informaciones sobre rupturas, faltas de acuerdo y divisiones; sobre fronteras y diferencias, impacta leer el evangelio de este XX Domingo del Tiempo Ordinario. “¡No!” podemos pensar… lo que justamente necesitamos es lo contrario, ¿cómo va a venir Jesús a crear más división? ¿Cómo va a prender fuego en un mundo tan necesitado de paz y encuentro?

Este texto evangélico requiere, pues, una lectura más sosegada y profunda. ¿Qué puede significar? ¿Cómo puede iluminar hoy nuestra vida?

La imagen del fuego aparece en numerosas ocasiones a lo largo de toda la Biblia. En algunas ocasiones es símbolo de castigo y destrucción (Gn 19,24); otras veces es imagen de purificación (Is 1,25; Zac 13,9). El mismo Lucas nos ha dicho que Juan bautizaba con agua, pero que Jesús bautizaría con fuego (Lc 3,16), como símbolo de una nueva vida en el Espíritu.

A lo largo de la historia, muchas mujeres y varones de Dios, han utilizado también el fuego como símbolo. Teresa de Jesús expresa su experiencia mística utilizando este término: “Viale en las manos un dardo de oro largo, y al fin de el hierro me parecía tener un poco de fuego. […] Al sacarle, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios(Libro de la Vida, cap. XXIX). Santos como Ignacio de Loyola o Antonio Mª Claret son considerados “hombres de fuego”. Este último animaba a cada uno de sus hijos a ser “un hombre que arde en caridad y que abrasa por donde pasa; que desea eficazmente y procura por todos los medios encender a todo el mundo en el fuego del divino amor” (Autobiografía, 494) y Joaquina de Vedruna, mujer apasionada por Jesús y su causa, decía a sus hijas: “Si sois fieles a la gracia, el mismo Señor os iluminará, porque en la intimidad de la oración, os manifestará su gran amor. Y si tenéis deseos de corresponderle, suplicaréis sin cesar que os encienda en el fuego de su mismo amor (Epistolario, 98).

Todos ellos entendieron y utilizaron el simbolismo del fuego para explicar metafóricamente la pasión irrefrenable que nace del amor de Dios. Todos ellos, siguiendo los pasos de Jesús, dedicaron su vida a propagar ese “fuego” que ardía en su corazón, que motivaba sus acciones y que les hacía desear que cada ser humano quedara contagiado por el mismo ardor.

Ese fuego, que arde en el corazón de Jesús y en todos los que le han seguido y le siguen con radicalidad, es la pasión por Dios y por su Reino. Es por tanto, la pasión por vivir como Jesús, compadeciéndose ante quienes han caído por el camino; ofreciendo ternura a quienes necesitan una palabra de ánimo; abriendo las puertas a quienes huyen de un peligro mortal; alargando los brazos para abrazar todas las necesidades y avivando la conciencia de que, al llamar a Dios “Abbá”, “Padre”, quedamos comprometidos a vivir como verdaderos hermanos.

Ese fuego es la llama del Espíritu, de la Ruah Santa, que aviva los corazones de todas las personas que se abren a su Presencia y se dejan transformar por ella.

Nos puede sorprender las palabras de Jesús: “¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”. Pero el mismo Lucas, en el capítulo 2, ya había anunciado que Jesús sería fuente de división, “señal de contradicción” (Lc 2,34); y vemos, en muchos de los relatos vocacionales, en los que Jesús invita a su seguimiento, que hacerlo lleva intrínseco romper con la familia y el entorno (5,1-11; 18,18-30), algo extremadamente convulso en la cultura mediterránea del siglo I, en la que el “grupo familiar” y el “yo” no eran dos entidades separadas, sino dos aspectos de la misma condición[1]. Jesús invita a crear un nuevo grupo familiar, una nueva familia humana en torno a su Padre, y eso conlleva dificultades indiscutibles, propias de toda salida de nuestro círculo de confort, de lo conocido, de lo acostumbrado. En el fondo es lo que ya sabemos… si leer el Evangelio no nos deja inquietos tendríamos que preguntarnos qué lectura estamos haciendo del mismo.

Acojamos, por tanto, la invitación a dejarnos quemar por el fuego de Jesús, aquel que puede transformar nuestras propias vidas y nuestro mundo. ¿Qué fuego arde en tu corazón? ¿Qué pasión te embarga? ¿El encuentro con Jesús hace arder tu corazón, como les pasó a los discípulos de Emaús (Lc 24,32)? ¿Hacia dónde te moviliza? Que su fuego arda en nuestras entrañas: https://open.spotify.com/track/6pux1DvWRsVN9VqsfOND2r.

Inma Eibe


[1] MOXNES, Halvor, Poner a Jesús en su lugar. Una visión radical del grupo familiar y el Reino de Dios, EVD, Navarra 2005, 119

Fuente Fe Adulta

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