Domingo XIX del Tiempo Ordinario. 7 agosto, 2016
“Dichosos los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo.”
(Lc 12, 35-40)
Este domingo el Evangelio nos invita a esperar. Pero esta espera tiene que ser cativa, expectante. No como quien espera el autobús, sino como quien espera la visita de alguien importante. Es una invitación a estar preparadas, para que no se nos escapen las cosas buenas.
La espera que no nos enseña Jesús nada tiene que ver con “mirar al cielo” (cfr. Hch 1, 11). Hacia donde hay que mirar es hacia los hermanos. La espera que nos enseña Jesús tiene que ver con el servicio.
Para relacionarnos con el Dios de Jesús es imprescindible atender a las hermanas, a las personas que nos rodean. La espiritualidad cristiana es una espiritualidad encarnada por eso el mejor termómetro de nuestra relación con Dios es nuestra vida cotidiana. De anda sirven muchas horas de oración ni haber asistido a misa todos los domingos de nuestra vida si nuestro amor a Dios no se traduce en amor al prójimo.
Pero tampoco vale lo contrario: de nada sirve ser voluntario en tres ONGs si al final llevo una vida vacía porque he desconectado con la Presencia viva de Dios que me habita.
Necesitamos de muchos ratos sentadas a los pies del Maestro para que nuestro “hacer” se depure de todo activismo, de todo afán de protagonismo, de toda apariencia. Pero necesitamos también levantarnos, abandonar el cómodo espacio de intimidad con Dios y volvernos hacia quienes puedan necesitarnos.
Jesús, el gran orante, la noche que en que iba a ser entregado, “se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. Después echó agua en una palangana y comenzó a lavar los pies…” (Jn 13, 4-5)
En el itinerario que nos ofrece Jesús, oración y servicio van juntas, no se pueden separar, se alimentan mutuamente y nos hacen crecer armónicamente. Tampoco nuestro cuerpo y nuestro espíritu son dos realidades separadas, si descuidamos nuestro cuerpo o nuestro espíritu nuestra vida se resiente, se enferma.
“Trinidad Santa, ayúdanos a vivir con la cintura ceñida para el servicio y la lámpara de la oración siempre encendida. ¡Amén!”
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Fuente: Monasterio Monjas Trinitarias de Suesa
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