Nuestra carne
Nuestra carne está hecha para morar en Dios,
para convertirse en templo de Dios.
La carne de Jesús es el templo de Dios.
De este templo
correrán ríos de agua viva
para alimentar, curar, revelar el amor y la compasión.
Nuestra carne,
transfigurada por el Verbo encarnado,
se vuelve un instrumento
para difundir el amor de Dios.
Igual que para María, también para nosotros
la carne de Cristo, su humanidad,
son el medio a través del cual y en el cual
nos encontramos con Dios.
La llamada que hemos recibido no es a dejar la humanidad de Cristo
para ir al encuentro de Dios, que trasciende la carne,
sino a descubrir y a vivir
la carne de Jesús como carne de Dios,
su cuerpo como un sacramento
que da un sentido nuevo a nuestra carne humana,
que nos revela el amor eterno de la Trinidad
donde el Padre y el Hijo, en la unidad del Espíritu Santo,
se aman desde toda la eternidad.
Nuestros cuerpos han sido concebidos en el silencio y en el amor.
Nuestra primera relación, con nuestra madre,
ha sido una relación de comunión,
a través del tacto y de la fragilidad de la carne.
Hemos sido llamados a crecer, a desarrollarnos,
a volvernos competentes
y a luchar por la justicia y por la paz;
pero, en definitiva, todo está destinado a la entrega de nosotros mismos,
al reposo y a la celebración de la comunión.
Todo empieza en la comunión,
todo culmina en la comunión.
Todo empieza en la fiesta de las bodas
y todo se consuma en la fiesta de las bodas,
en la que nos entregamos con amor.
*
Jean Vanier,
Jesús, el don del Amor
[edición catalana: Jesús, el do de l’amor, Editorial Claret, Barcelona 1994].
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