Dios regala sueños y flores.
Anda Dios últimamente regalándonos flores y sueños. Donde menos lo esperas encuentras un post-it de su presencia, un “esto es cosa mía, disfrútalo” que te llena el alma.
Cuando tenemos el espíritu dispuesto a la bondad resulta mucho más fácil ver eso mismo, la bondad, allá donde poses el corazón. Es más asequible ponerse en el lugar de la otra y tratar de entender su enfado, su mala respuesta o su oscura mirada. Y si no se entiende, al menos es más fácil encogerse de hombros y relativizar, que en la vida no hay que entenderlo todo… sería agotador. Lo que hay que hacer es amarlo todo. Sí. En la vida no hay que entenderlo todo, únicamente amarlo todo.
Pero también las risas son más sinceras y los silencios más fecundos. Los despistes son subsanados y los errores relativizados. Las alegrías se hacen como canciones de esas que se pegan al paladar y que acaba cantando todo el mundo…
Cuando somos conscientes de que Dios está haciéndonos regalos parece que nos volvemos más buenas y que nos duele más meter la pata. Qué le vamos a hacer, somos limitadas, y en el esfuerzo va la recompensa.
Los mensajes de Dios huelen a promesa. Sus regalos son insuperables. No sé si son eficaces o útiles, si sirven sólo para contemplar o disfrutar. No sé tampoco si son valiosos o fugaces. Sí sé que ayudan a madurar; es parte del regalo.
Dios regala plenitud. La forma varía, a veces no es ni siquiera agradable, pero el contenido es básicamente el mismo.
La plenitud nace a partir de la libertad, ésta de la aceptación, la cual, a su vez, brota de la confianza y el agradecimiento. Una cadena de obsequios.
Así pues, nuestro buen Dios, gracias por las flores y los sueños, porque están plenificándonos.
Fuente: Monasterio Monjas Trinitarias de Suesa
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