“La cara y la cruz evangélica”, por Gabriel Mª Otalora
Leído en la página web de Redes Cristianas
A los católicos acomodados del Primer Mundo se nos hace cuesta arriba ejercer de buenos cristianos. Argumentamos que la cruz es difícil y dolorosa la exigencia de la puerta estrecha. Pasamos por alto que las normas de Dios son para nuestro beneficio, porque el camino fácil acaba por endurecernos las entrañas secando lo mejor que existe en el corazón humano; ya estamos viendo el tipo de selva que somos capaces de crear cuando nos apartamos las enseñanzas del Maestro.
Pero también solemos olvidarnos de los frutos maravillosos de la Buena Noticia cuando se convierte en acciones de amor, aunque suele costar, y a veces mucho. Subir a una montaña se puede percibir desde el cansancio y las dificultades pero también desde la belleza que ofrece la naturaleza y el sano ejercicio.
Veamos un ejemplo concreto de hasta qué punto el mensaje de Jesús puede llegar a ser maravilloso cuando damos un paso al frente. Nos lo cuenta Joan Chittister en uno de sus libros. Ocurrió en una conferencia en Asia para analizar los problemas de las mujeres de todo el mundo, pero en especial de las necesidades de las de los países en desarrollo, donde la mayoría de participantes eran pobres y mujeres, y solo unos cuantos eran activistas bien financiados u observadores oficiales. Cuando se intercambiaron los correos electrónicos entre los participantes para mantener el contacto, una de ellas llamada Rose, una keniata pastora de una iglesia presbiteriana africana, justificó dejar en blanco su dirección de e-mail diciendo que no tenía correo electrónico porque era muy caro para su comunidad. Y cuando podía utilizarlo, la conexión era demasiado lenta para resultar eficaz y fiable. Cuando terminó la conferencia y todos se despedían, otra conferenciante le dijo a Joan Chittister justo antes de compartir el taxi juntas: “No puedo irme sin ver antes a Rose. Le prometí que le daría una cosa”.
“¿Qué le diste a Rose?”, le preguntó Chittester durante el trayecto en taxi a su compañera. “Mi tarjeta de crédito”, me respondió. “¿Tu tarjeta de crédito?” -dijo la religiosa asombrada-: ¿y por qué demonios se la has dado?”, le volvió a preguntar. “Para que pueda pagar las mensualidades de su correo electrónico”, le respondió tranquilamente.
La alegría de compartir en estado puro toma aquí la más alta expresión de madurez humana. Esta actitud de salir al paso de la necesidad ajena con audacia, es la esencia de la Eucaristía. Y de la oración de petición misma, en su mejor versión de pedir luz y fuerza para avanzar en el camino de la solidaridad. En Occidente somos más de los Mandamientos que de las Bienaventuranzas, estamos centrados en “no hacer el mal” más que en “hacer el bien”. Nos olvidamos de la audacia del samaritano en su camino a Jericó y de la flagrante transgresión de Jesús en varios Sabbat cuando cura por amor a quienes sufren.
Ponemos puertas intelectuales y espirituales a la audacia del amor. Nos falta fe en las maravillas del Espíritu: Señor, haz que vea; que sea tu luz para otros aunque tenga que ser a contracorriente de mis planes o mis medidas. Amén.
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