Orlando furioso (con la homofobia invisibilizada)
Nadie parece querer hacerse cargo de las motivaciones que llevan a un hombre a apretar el gatillo, de erradicar el impulso violento que mandata la intolerancia.
Ha pasado una semana y aún lesbianas, gais, bisexuales y transexuales no hemos conseguido reponernos de la impresión que nos provocó que cuarenta y nueve personas iguales a nosotros y nosotras fueran salvajemente asesinadas en Orlando, quedando otras cincuenta y tres gravemente heridas.
Y si bien resulta habitual que una masacre de tales proporciones cause un considerable impacto, a lo largo de estos días a nuestro luto hemos tenido que añadir la más absoluta de las indignaciones: pasadas unas horas aquel atentado parecía haber sido provocado por cualquier motivo. Como de costumbre, hablar de homofobia, bifobia y transfobia resulta prácticamente imposible.
Hemos escuchado una y otra vez que el asesino era musulmán. Parece que insistir en el argumento del yihadismo puede servir para que las mismas personas que nos insultan a diario por la calle, que han ejercido su violencia ya casi cien veces en Madrid en lo que llevamos de 2016, puedan dormir más tranquilas: la intolerancia hacia la Diversidad Sexual y de Género no es ni remotamente una cuestión de la que preocuparse, sólo cuando puede subsumirse en los postulados del fanatismo de otra religión. Da igual que el obispillo de acá y el cardenalito de allá griten una y otra vez sus mensajes cargados de odio, porque ellos sólo emplean palabras, no usan armas. La homofobia, la bifobia y la transfobia no son temas de los que haya que hablar, parecen querer decirnos; el tema principal es que hay que creer en la maldad de otras religiones. Porque el mal parece que nunca es culpa de nadie: el mal siempre es un asunto de “los otros”.
Hemos escuchado una y otra vez que aquí el gran problema son las armas, que en Estados Unidos es demasiado fácil comprar una pistola, y por eso andan a tiros los unos con los otros. Nadie parece querer hacerse cargo de las motivaciones que llevan a un hombre a apretar el gatillo, de erradicar el impulso violento que mandata la intolerancia. Han querido que mirásemos atentamente la escopeta para que nadie hablase de qué pensaba el asesino mientras disparaba, por si acaso reconocíamos en sus pensamientos las mismas ideas que defienden los jerarcas católicos, las mismas ideas que provocan agresiones cada pocas horas en nuestra comprometida y tolerantísima España.
Y yo ya estoy harto
Ariosto, en su Orlando furioso, en pleno siglo XVI, escribía «quizás era verdad, mas no creíble / para quien fuese de razón provisto», y estos versos nos sirven hoy para entender cómo se ha tratado la noticia. Puede que el yihadismo sea verdad, puede que el problema de las armas sea una realidad incontestable. Pero no me lo creo. Entiendo que el tema que subyace va mucho más allá de todas estas consideraciones. En el fondo está la homofobia, la bifobia, la transfobia, que con violencia se defienden mordiendo de nuestros avances activistas. Pero hablar de esto está prohibido.
Alberto Garzón mencionó la palabra: heteropatriarcado. No me gusta el término, el patriarcado nos afecta a todas y todos, heterosexuales o no, y siempre es el mismo; no hay un homopatriarcado. El patriarcado es por definición heterosexual y masculino, y quien se aparte de estos rasgos sufre las consecuencias. Su nombre ni siquiera puede ser pronunciado, como las divinidades del Libro. Por eso la más cavernaria ranciedad periodística, el más extremo conservadurismo informativo, disfrazado de empatía y preocupación -en el mejor de los casos-, atacó sin piedad al responsable de verbalizar el nombre del enemigo.
Una repugnante columnastra de Cristina Seguí sirvió como sentencia definitiva, debidamente aplaudida por quienes pretenden maquillar la verdad creíble. Aquí los malos son los moros, que no son como nosotros que ya no quemamos a nadie en la hoguera; lo malo es vender armas, porque luego la gente las usa para defender sus fanatismos. La maldad deben ser otras personas, «el infierno son los otros» decía Ortega, porque nadie quiere reconocerse en los pensamientos de un asesino.
Con Charlie Hebdo éramos franceses, que es algo muy digno para ser. Y lo fuimos durante semanas. Con Orlando nadie quiere identificarse, no vaya a ser que lo confundan. La bandera arcoíris brilla por su ausencia velando fotos de perfil en redes sociales. Pero muy pronto tomaremos con ella las calles.
Nuestro Orgullo está próximo, y este año no sólo vamos a reivindicar la Visibilidad Bisexual, como corresponde al año temático. Vamos a luchar contra las agresiones, contra los asesinatos en masa. Contra fanáticos musulmanes, judíos y cristianos que disparan, apedrean e insultan nuestra forma de ser. Vamos a luchar contra el imperio del silencio cómplice.
Porque si no hablamos de homofobia, de bifobia y de transfobia las personas que mueren, que son agredidas, que son insultadas por su causa no serán nunca reconocidas. Vamos a luchar contra el patriarcado, antes de que el patriarcado termine con nosotros y nosotras.
Ésta es la columna número cien que tengo el honor de publicar en Cáscara Amarga. Al comenzar este espacio, hace ya dos años, te propuse caminar hombro con hombro por el viaje hacia nuestra Ítaca, por el sendero que algún día nos llevará al otro lado del arcoíris.
Parece que en este tiempo nuestros pasos se han perdido en la nada, y sólo queda alrededor la violencia y el silencio cómplice. Puede que hayamos perdido nuestro camino, puede que necesitemos unas vacaciones. Pero no. Para cruzar el arcoíris tenemos que tomarlo en nuestras manos, en la piel de una bandera, y salir a la calle a gritar que ya basta.
Hagamos de este un Orgullo inolvidable lleno de activismo. Hagamos mucho ruido contra el silencio, aunque lluevan las multas. Hagamos algo, rápido, antes de ahogarnos definitivamente en un océano de sonrisas que hacen invisiblemente silenciosa la homofobia. Te espero en el Orgullo.
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